Fandom: Sherlock Holmes - movieverse (2009)
Disclaimer: Blame Conan Doyle por el genio, Guy por la gayness, RDJude por el eyecandy y la química inspiradora. He dicho. La song pertenece al grupo folk británico "Mumford and Sons". Es imperativo que escuchen su álbum NAO. Sobre todo White Blank page y The Cave. *hace propaganda gratuita porque lo merecen*
Rating: R
Género: Drama. Angst. AU.
Pairing: Sherlock Holmes/John Watson. Con menciones a las féminas del cuadrilátero: Mary Morsdan e Irene Adler.
Dedicatoria: Al cast, por su gloriosa recreación de los personajes, y a Guy por darle caña al subtexto slash del canon xD Bromantic o no, está siendo una experiencia estimulante, aviva la imaginación, el ingenio y está uniéndome aún más a personas y autoras a las que quiero y admiro UN MONTÓN. Niñas (hellopinkie , ocsarah , sara_f_black , heka_granger ) MIL GRACIAS por permitirme compartirlo con ustedes. Como los toreros: va por ustedes xD
Resumen: El juego se le había ido de las manos durante la cena.
Can you lie next to her
And give her your heart, your heart
As well as your body
And can you lie next to her
And confess your love, your love
As well as your folly
And can you kneel before the king
And say I'm clean, I'm clean
Se hundió más en el butacón, envuelto en la densidad del excesivo calor que emergía de la chimenea encendida. Sabía de sobra que la temperatura caldeada de las habitaciones no podía ser saludable para nadie en aquel estado, alcoholizado, narcotizado y deshidratado, pero junto con el arrullo químico que pulsaba sus venas, era lo único capaz de comprarle unas horas de descanso sin sueño y abrigar el desamparo. La única manera de apaciguar el frenesí que bullía como un demonio en su interior.
Ni se había tomado la molestia de darse un baño y cambiarse el atuendo viciado del indescriptible aroma a barrio bajo, sangre y sudor. Algún día la niñera Hudson acabaría llamando a Lestrade y sus hombres para que le detuvieran y condujeran a Bedlam por las atrocidades a las que se sometía. Y entonces se quedaría completamente solo y abandonado, como… de hecho, no exactamente como un perro. Gladstone, que le observaba como si de veras pudiera comprender su angustia interna, al menos tendría siempre a su legítimo dueño hasta el fin de sus cortos días.
Nada más terminar el combate de boxeo, había tratado de perseguir la sombra esquiva de su vieja conocida para devolverle su maltrecho pañuelo y la ambiciosa intención de interrogarla, aliviar aquella soledad enfermiza con uno de sus desafiantes intercambios. Había tenido tan poco éxito que, de no conservar la prenda de hilo con las iniciales bordadas, hubiera racionalizado que la visión de belleza y escarlata había sido fruto de una alucinación febril.
Finalmente había decidido regresar a pie, tambaleante en lugar de en carruaje, al 221B de Baker Street, con el dinero de su compañero en el bolsillo – patética penitencia que Watson seguramente desaprobaría – y la adrenalina aún manteniéndole en precario equilibrio sobre la delgada línea que separa la genialidad de la locura.
Una vez en la seguridad de aquellas cuatro paredes se había abrazado a una palangana de porcelana y había vomitado hasta la última fibra del bistec poco hecho que se había forzado a deglutir casi sin masticar, impasible, por encima y delante de todo Londres. Luego había tratado de matar el regusto amargo de la bilis con la acidez del tinto peleón que restaba de la botella que se había llevado como botín de aquel tugurio.
No comprendía su propia actitud. Se había psicoanalizado a sí mismo en infinidad de ocasiones, tratando de subrayar su…talón de Aquiles por motivos puramente pragmáticos. Y sí, sabía, por tanto, reconocer sus defectos, que eran demasiados pese a ser eclipsados (y perdonados) por sus virtudes. Era temerario, vanidoso, pero nunca había sido un sujeto avaricioso o posesivo. Algo le decía que quizás porque nunca había dispuesto de posesiones que verdaderamente le interesara conservar.
Todas las riquezas materiales de su familia, los privilegios de su apellido aristocrático, las comodidades de una vida holgada que le habían permitido aplicarse al estudio de las ciencias el crimen… no le interesaba lo más mínimo. Y ahora se encontraba con unas fauces enterradas en el centro del pecho cada vez que Watson mencionaba sus planes de mudanza o el nombre de la institutriz. Enajenado por un resentimiento viciado, pasional, visceral que le nublaba la mente como a tantos hombres a los que había detenido en el pasado tras acabar, indistintamente, con sus esposas o los amantes de éstas.
Al principio, aguijonear a Watson había sido un mero pasatiempo. Le divertía cuestionar sus sentimientos en voz alta, enredarle en sus casos sin que se diera cuenta hasta hacerle llegar tarde a sus compromisos sociales. Había albergado la firme convicción de que jamás se casaría con aquella muchachita, por pluscuamperfecta y virginal que fuera. Porque Watson era un veterano de guerra, un hombre de acción, no un mastín al que doblegar con la rutina doméstica. Podría jugar indefinidamente a hacerle la corte si encontraba placer en eso, pero no le imaginaba cumpliendo con una segunda jornada de obligaciones después de cerrar su consulta.
Pero los acontecimientos no habían desembocado según sus previsiones. Y eso le había perturbado seriamente hasta el punto de hacerle perder el norte. En las últimas semanas sus frustraciones habían ido escalando hasta estallar como una máquina de vapor que no aguantara más presión. El juego se le había ido de las manos durante la cena.
¿Cómo podía sentirse tan amenazado por aquel personaje tan poco merecedor de la admiración que Watson parecía profesarle? ¡Era Sherlock Holmes, el investigador privado más brillante que jamás había auxiliado a la madre Patria y a cualquiera que lo requiriera más allá de sus fronteras! ¿Por qué, entonces, le constreñía aquel miedo a ser desertado, cuando su amigo había dado su palabra – y él sí podía llevar con orgullo la etiqueta de respetable caballero inglés – de que su matrimonio no supondría sino su jubilación de aventuras peligrosas?
¡Por qué no había conservado la compostura, por qué no se había mordido la lengua cuando los ojos grises y honestos de su amigo se lo habían suplicado! El plan había sido trinchar la carne y trinchar a su amigo con descaro. Deleitarse en el rubor de su preciosa prometida al escandalizarla con su atrevimiento, disfrutar con la tensión en la mandíbula apretada del buen doctor, con el brillo homicida fulminándole. Quizás – y no le avergonzaba; si estaba dispuesta a renunciar a Watson por su causa, realmente no merecía a aquel hombre – hacerla replantearse el compromiso por las juntas de su esposo. Una escena circense para sublevar a la alta sociedad congregada en el restaurante de lujo. Que se hablara de ellos a la mañana siguiente, con más verdades entretejidas con los rumores de las que cualquier londinense hubiera aceptado de ser reveladas como tales.
Sin embargo, impetuoso y rabiosamente impulsivo, al final había disparado a matar, inyectando veneno en heridas mal cicatrizadas, sembrando ponzoña en los ideales románticos y los proyectos de futuro de una joven pareja. Y, curiosamente, no era arrepentimiento por el dolor causado deliberadamente a la dulce Mary Morstan con su fingida ignorancia al rescatar del pasado el fantasma de un antiguo amor fallecido, sino por el recuerdo de la decepción contorsionándose en el rostro de Watson.
Pero lo más grave de todo, lo más perturbador, era que a pesar de la farsa no había conseguido iluminar a su amigo sobre el tema que le apremiaba. Había procurado desenmascarar a la verdadera señorita Mary con toda la sutileza y delicadeza de que había sido capaz sin atentar descaradamente contra su honor.
Y Watson se obstinaba en desestimar las pruebas que presentaba ante él.
Ciego era el que no quería ver.
Y a él mismo le cegaba la tensión electrizante que se había establecido entre ellos, distanciándoles como cargas afines.
Aquél era, sin lugar a dudas, el caso más complejo al que se había enfrentado nunca.
El crepitar del fuego marcaba el tempo, pero el zumbido incesante de teorías y pensamientos, de recriminaciones, obsesiones e hipótesis seguía atormentándole, impidiendo que escuchara a las musas dictarle una nueva melodía con que ocupar mente y espíritu. Sus dedos encallecidos, de nudillos magullados y alguno que otro fracturado, con las uñas impecablemente recortadas pero llenas de mugre y sangre reseca yacían lacios entre las cuerdas de su violín.
Exhaló un suspiro hondo, rasgando el aire.
Ahora, con el instrumento enmudecido entre sus manos, se hallaba sin voz. Sentía casi por primera vez la desazón del hombre sin fe. Era una sensación nueva, horripilante y saturada de resentimiento dirigido hacia sí mismo. Porque ahora hasta dudaba de aquel trozo de madera inanimado, el cual había considerado la constante que jamás le abandonaría en la vida. Y la incertidumbre había sacudido los cimientos de toda lógica que conocía y sobre la cual, por creerla firme e inmutable, había edificado su existencia.
En algún momento su nivel de conciencia debió de apagarse, porque lo siguiente que recordó fue el tacto de dedos helados y escurridizos como los de la muerte (o quizás fuera que su piel estaba demasiado caliente y perlada de una lámina de sudor) toqueteándole el rostro con impecable eficiencia. Sintió el tirón en los párpados, sin ver más que sombras en realidad, y la presión en el cuello a la caza de un pulso que saltaba a trompicones.
