Este fic esta inspirado en base a la escases de Sherstrade en español.

Es el primer fic que hago y el deseo surgio por el Ship con mi partner.


Era una buena tarde para el inspector. Los cabecillas de una organización reconocida, después de meses tras su pista, habían sido capturados bajo su supervisión. Esa misma tarde había descubierto al asesino de una víctima emparentada con un opulento burócrata, logrando así apaciguar a la prensa de sus afilados comentarios, acusaciones y afirmaciones de que su mando era completamente inepto.

Inepto...

Había algo en esa palabra que simplemente no podía tolerar. Él era un hombre osado, jamás se daba por vencido, por mucho que su exterior aparentara lo contrario, Gregory Lestrade era un guerrero en toda la extensión de la palabra. Su esfuerzo le había costado llegar a donde estaba.

Todavía podía recordar esos días en su juventud…
Sin padres que se ocuparan de sus necesidades, se había visto obligado a valerse por sí mismo para sustentar sus estudios. Hasta entonces sólo había tenido problemas con la autoridad, a la que no respetaba ni un poco. Solía meterse en peleas sin sentido, causar estragos a quienes no fuesen de su agrado, bebiendo, fumando y saltándose las clases más aburridas; hasta ese día en que la vida de sus padres les fue arrebatada, juro enmendar los errores de su pasado para honrar su memoria.

Tomó un empleo de medio tiempo para sustentar los estudios a los que se volvió devoto, graduándose con altos honores para convertirse en miembro del cuerpo policíaco de Scotland Yard. No es que los libros fueran lo suyo, pero su persistencia y tenacidad para esforzarse por comprender lo que para los demás podría ser incluso fácil, fue una ventaja. Su instinto de sobrevivencia había actuado en su favor sin permitirle flaquear o desistir, sin importar que tan dura fuese la prueba.

Algo curioso había sucedido aquel primer día en la universidad. Se encontraban dispuestas al aire libre, una hilera de sillas en el inmaculado jardín del plantel, de donde crecían poderosos árboles con sus copas abundantes de hojas verdes, que nobles, cubrían a la multitud de los espectadores, familiares y futuros compañeros de clase, con su sombra. La brisa de la mañana traía consigo el aroma a vegetación recién podada, mientras los rayos de sol se colaban a los costados de la lona dispuesta sobre el estrado de manera que se coronaba con un podio de roble. Detrás, el decano anunciaba al portavoz del discurso de bienvenida con el que cerrarían el evento. Habría escuchado el nombre de no haber sido por una anciana que pregunto por la hora. Los aplausos se apagaron cuando volvió la mirada al frente. Sintió irse el alma al suelo.

¿Era esa la visión de un querubín bajando de los cielos divinos, abriéndose paso entre la inmerecida multitud de mortales que le observaban de manera obscena e incrédula? Sus alas invisibles parecían desplegarse con gracia, dejando a su paso una estela de plumas levitando al desprenderse de su inmaculada blancura. Su menuda figura, pálida como el marfil lustroso de las estatuas dispuestas por todo el edificio, relucía con la resolana que se reflejaba en su piel. Sus rizos rebeldes, negros como la noche, desprendian brillos metálicos en contraste con su tez lechosa. Los orbes de añil, fríos como el hielo, desentonaban con su rostro infantil, de labios carnosos, tersos como suave terciopelo sonrosado. Esos ojos que en cada veta brillaban con distintos juegos de turquesa, celeste y algún toque de ámbar congelado, parecían opacados por un alma vieja, ancestral, contenida en su interior. No debía tener más de 10 años.

Con gracia hablo por varios minutos, en un vocabulario elevado para su edad, su narrativa era inusitadamente veloz, segura de sí misma. Nada que hubiera visto en ningún muchacho de su propia edad o incluso carente en muchos de los adultos maduros con quienes había tratado. Su voz aniñada era elocuente, carente de duda y a su vez, inesperadamente profunda.

Por mucho que aquella figura infantil le cautivo con aberrante locura, jamás olvidaría a ese pequeño y las sensaciones perversas que había despertado en su interior con esa fachada de inocencia.

Tras años de arduo trabajo, exitosos arrestos y una conducta impecable, el inspector de esa época, quien le había tomado el cariño de un padre, lo recomendó a sus superiores como sucesor al puesto, ya que su retiro estaba próximo a efectuarse. Así es como con algo de esfuerzo, el sudor de su frente y algunos tropiezos, había logrado llegar a la cumbre de su carrera.

Las cosas no siempre habían sido miel sobre hojuelas desde su toma de posesión. Había sufrido algunos altibajos, hombres que desafiaban su autoridad, desprestigio por parte de la prensa al no poder resolver un caso extremadamente difícil de algún asesino en serie, desapariciones o robos a gran escala, que ni los mejores especialistas privados habrían podido resolver y desde luego, el repudio que cierta porción de la población le tomaba en base a lo que la prensa publicara en los medios de comunicación.

Su matrimonio con una chica de corto entendimiento, con cabellos de hilos de oro como seda líquida, que caían sobre sus curvas caderas en una pulcra cortina de destellos metálicos escondiendo su estrecha cintura, sus voluptuosos y siempre firmes pechos cubiertos sólo por el más descarado de los escotes, sus ojos verdes radiantes, con brillos inocentes, su afilada nariz y finos labios, conformaban la representación de la misma feminidad. Era envidiado y odiado por ello.

No es que a Greg le gustara alardear sobre ello, pero su éxito con las mujeres era de envidiarse. Su presencia varonil, con ese aire rudo de insolencia, le confería la atención de las chicas. Había disfrutado de las pieles, gran variedad de colores, olores, sabores, aromas y placeres. Sin embargo, nada extravagante, más allá de un acuerdo de tres personas en una misma habitación. Sin duda, su vida sexual fue rica y gratificante a diferencia de los años posteriores al divorcio que, transcurridos 10 meses después de la graduación, habían acordado, pues la bella mujer no parecía poder controlar su ímpetu sexual. De lo cual Greg había sido testigo una noche al llegar a casa y encontrar en la plenitud del goce carnal, a su esposa en los brazos de un desconocido.

Había descuidado su imagen después de eso. La barba le crecía en una fina alfombra de vellos plateados, completamente desordenada. No teñía sus prematuras canas, pues las consideraba símbolo de masculinidad y sabiduría. Tenía uno o dos kilos demás, aunque realmente no se notara mucho, podía sentirlo en lo ajustado de su ropa. Su cuerpo estaba forjado al calor de la batalla, del entrenamiento militar que había recibido durante su adiestramiento. Bellos músculos se marcaban con líneas perfectas en su bíceps. Sus pectorales como dos mosaicos cuadrados, quedaban ocultos tras la tela de sus camisas de oficina, pero en alguna ocasión, la tela se adhería a su piel bronceada dando rienda suelta a la imaginación de alguna que otra chica en Scotland. Estaba orgulloso de su cuerpo fornido y su piel tostada al calor de las horas laborales. Pero sus ropas arrugadas, raídas en algunas de sus costuras, le daban un aspecto desaseado, fachoso y fofo. La separación le había afectado lo suficiente para perder de vista la prioridad de su aspecto físico, dejándose envolver por el ajetreo del trabajo, de manera que no pudiese pensar en nada más. Hasta cierto punto era más cómodo de esa manera. Simplemente el interactuar románticamente con una dama le provocaba apatía, así que las noches en soledad en un bar dejaron de ser frecuentes. Prefiriendo recluirse en la soledad de su habitación a una oscuridad parcial, sin hacer nada más en específico.

De esta manera, la resolución de ambos casos era un triunfo personal. Una victoria contra el mundo que, después de ofrecerle a manos llenas, le arrebataba una porción de su dicha. El universo encontraba de nuevo su balance; ni todo bueno, ni todo malo.

Con la intención de abandonar el papeleo en su oficina para continuarlo al día siguiente, y así poder disfrutar de su momentáneo éxito, entro en su oficina. Pero lo que encontraría allí, sería poco menos que tranquilidad.

Por el contrario, Sherlock era el pequeño revoltoso nacido en una familia opulenta que podía satisfacer cada capricho que un niño de nueve años pudiera desear. La vida era demasiado aburrida. Cada adulto de su casa materna era más aburrido que el anterior. Excepto por su hermano mayor, a quien adoraba con una devoción insana. El pelirrojo era un joven de intelecto superior al suyo, astuto de áspera lengua, sagaz y divertido. Una partida de ajedrez con él podía durar incluso horas. Además improvisaba las canciones piratas más divertidas que hubiera escuchado nunca. Él era el único que podía entender el tedio y la estupidez de las personas a su alrededor. Se había propuesto impresionarle, pues cada alabanza sobre su comportamiento e intelecto proveniente del mayor, significaba una alegría incomparable. Algún día, cuando fuese un hombre, sería como Mycroft. Sería una mente brillante e intrépida de la que su hermano estaría orgulloso.

Y es que Sherlock poseía un intelecto superior que los niños detestaban y que los adultos envidiaban por igual. ¿Pero qué se podía esperar de un niño que todo lo ha tenido a manos llenas? Padre nunca estaba en casa y madre dedicaba todo su tiempo y mimos al pequeño de ensortijados cabellos oscuros y cara angelical que tanto le recordaba a su esposo ausente. Estaba siempre rodeado de nanas que lo sobreprotegían las veinticuatro horas del día. Así era desde que podía recordar.

Sus tutorías habían iniciado a sus tiernos tres años de edad hasta pasados los siete. Tras una infinidad de rabietas hacia su madre para que le permitiera acudir a una escuela, pues hasta entonces los estudios siempre eran en aquella mansión que ya le tenía asqueado, aquella cárcel donde usó su don deductivo sobre las mismas personas hasta el punto del hastío. Mycroft, como siempre, siendo el mejor hermano mayor que pudiera desear, había intercedido por él. De ese modo, pudo integrarse al sistema educativo en sus últimos dos años de primaria a razón de sus capacidades superiores. Concluyo esos grados de estudios con un desempeño académico impecable, descubriéndose como un prodigio a su corta edad. Tal hecho había llamado la atención de varios planteles de estudio e incluso, una universidad de renombre solicitó la presencia de Sherlock para dar un discurso a la nueva generación entrante. Pero esas cosas eran tediosas, cosas aburridas de adultos idiotas. Su madre no lograba convencerlo, pues a pesar de ser un genio, no dejaba de ser un niño con alguno que otro comportamiento digno de una actitud infantil. Aquella podía ser una oportunidad única para asegurar el futuro brillante para el pequeño que en un mañana ocuparía un rango importante, quizá en el Commonwealth. Así que no podía desperdiciarlo. Desesperada por hacer entrar al niño en razón, pues obligarlo le habría valido de nada (Sherlock solía aguantar la respiración hasta desmayarse cuando se le obligaba hacer algo que no deseaba y poco le importaba si era ante la mismísima reina ¡Y dios salvara al apellido Holmes si se le ocurría hacer algo así durante el discurso!.) Madre había acudido a su hijo mayor, por consuelo.

Por eso es que una tarde, mientras el pequeño querubín jugaba en los amplios jardines rodeados de rosales y azucenas, Mycroft decidió intervenir.

— ¡Atrás bellacos! ¡Os haré caminar por la borda! — oscilaba una corta espada de madera contra unos enemigos invisibles mientras el sombrerito caía, demasiado grande para su pequeña cabeza, cubriéndole uno de sus ojos. La mano libre intentaba mantenerlo en su lugar, pero los movimientos gráciles (a razón de sus clases de esgrima) en cada estocada, lo hacían resbalar. El crujir de las pisadas sobre el verde pasto le alerto de un enemigo y sin dudar giro sobre sus talones para amenazar la garganta del intruso. — ¡Quieto allí, marinero! ¡Degollaré el gañote si os movéis!

Mycroft alzo las manos en el acto en señal de rendición. — ¡Parley! — exclamó con fingido temor, a pesar de que su altura era mucho mayor, incluso para alguien de dieciséis años y de que la falsa espada apenas tocaba su pecho.

El pequeño entorno los ojos antes de bajar el arma y enfundarla de nuevo. Si algo tenía Sherlock el pirata, era honor y respeto por el código. — Tienes suerte de que mi vida se rija por el Charte Partie, de otro modo estarías muerto. Hable ahora. — Su voz infantil era desproporcionalmente dominante para alguien de apariencia tan dulce.

— Permiso para hablar con mi pequeño hermano y no con el temeroso capitán de este navío, señor —.

— Permiso concedido. — Se retiro el sombrero sacudiendo los rebeldes rizos que conformaban su cabellera. — ¿Qué quieres, My?

— He oído que te rehúsas a dar el discurso

— Has oído bien, rojito

— William...— reprendió el mayor mirándolo con obviedad mientras levantaba una ceja, pues el infante comenzaba a dar saltos juguetones, propinando estocadas al aire en su dirección sin realmente llegar a tocarlo.

— Myyyyyyyyyy...— rezongó sabiendo lo que ese gesto significaba, mientras dejaba caer los brazos como dos piezas de trapo viejo. — No quiero. Es aburrido. Prefiero quedarme aquí y jugar contigo a las deducciones. — Sonrió de oreja a oreja tomándolo de la mano. — Juguemos, anda, Mycroft...

— William... ¿Qué más vamos a deducir ahora? Los has hecho al menos un centenar de veces con todo el personal de casa. Nos sabemos de memoria cada detalle. No hay más que deducir de aquí. — El pequeño arrugo la nariz con desagrado ante la veracidad de sus palabras, inflando las mejillas para componer un tierno puchero. — En cambio, visitar esas instalaciones podría proporcionarte la oportunidad perfecta para poner a prueba tus habilidades de observación. Cientos de desconocidos caminando por allí, confiando en su superioridad universitaria... apuesto que sería un terrible golpe encontrar que un pequeño de apenas nueve años cuenta con mejor calidad de materia gris en una de sus cristalinas y brillantes uñitas, que ellos en todo su cuerpo.— los ojos del pequeño brillaron entusiasmados.— Oh... mi William. Tal vez sea mucho pedir para un pequeño niño como tú. No deberíamos incordiarte con este tipo de tareas tan osadas para tu corta edad...— El pelirrojo hizo ademan de darse la media vuelta para volver a la mansión.

— ¡No! Espera...

— ¿Si, William?

— Lo haré con una condición. — dijo elevando la barbilla con altivez, imitando el gesto preferido de su hermano mayor.

— ¿Si?

— Que tú vayas conmigo

Mycroft sonrió para sus adentros, satisfecho de que su pequeño hermano fuese tan predecible. Al mismo tiempo, sus ojos grises brillaron con ternura. Su pequeño hermano era su vida y el cariño era recíproco. Tal vez el pequeño angelito le quería aun más de lo que el propio Mycroft estaba consciente; le seguía a todos lados, imitaba gran parte de su comportamiento y la mayor parte de las noches, compartían el lecho mientras entonaba una dulce canción hasta que el pequeño príncipe malcriado se abandonaba a los brazos de Morfeo. La vida no podía haber sido más generosa con él. Por mucho que sus padres le menospreciarán, Sherlock era su recompensa, por quien lucharía y vería el resto de su vida. Incluso daba gracias por que el bello querubín recibiera todos los afectos que por ser el primogénito a cargo de casa (sin importar apenas estar en la etapa de la adolescencia) mientras su padre se encontraba ausente, le habían sido negados.

Se dedicaron una última sonrisa cálida antes de volver cada quien a sus actividades; Mycroft daría la buena noticia a madre y Sherlock continuaría en su interminable batalla marítima.