Capítulo 1

—¿Qué hace eso sentado en mi fuente?

Jasper Whitlock, conde de Rosecroft, dirigió la pregunta al mustio espécimen que tenía como administrador.

—¿Y por qué demonios no funciona la dichosa fuente en pleno mes de julio?

—Me temo, milord, que hace años que no funciona —respondió Holderman, contestando en primer lugar la pregunta más sencilla—. Y en cuanto a lo otro, creo que viene incluido con el resto de las propiedades.

—Eso no puede venir incluido —replicó el conde, señalando con la barbilla—. No se trata de una instalación, ni tampoco de ganado.

—En el sentido legal, puede que no —insistió Holderman carraspeando con delicadeza. Había pronunciado con cierto énfasis la palabra «legal» y su patrón lo miró con el cejo fruncido.

—¿Qué quiere decir? —lo presionó el conde.

En ese momento, Holderman deseó haber seguido el consejo de su hermana y haberse quedado a pasar el verano agradablemente aburrido en la propiedad de su tío, cerca de York. No resultaba fácil trabajar con el conde, un antiguo oficial de caballería de casi un metro ochenta y cinco de estatura, primogénito de un poderoso duque y poseedor de arrogancia y temperamento en gran cantidad.

Era un Black Irish aunque pagara bien y trabajara más que cualquier aristócrata que hubiera conocido el administrador en su vida. Jasper Whitlock, recién nombrado conde de Rosecroft, era un demonio, sin paliativos. Incluso a York había llegado el rumor de que los franceses salieron huyendo al ver que era Whitlock quien lideraba la carga de la caballería.

—Verá, milord... —Holderman tragó saliva al tiempo que miraba de reojo la fuente. Era el administrador de aquellas tierras, por todos los santos. No debería corresponderle a él explicarle la situación.

—Holderman —comenzó a decir el conde con aquel tono bajo que presagiaba una volcánica exhibición de temperamento—, la esclavitud y la trata de personas fue abolida hace casi una década en nuestra idílica Inglaterra. Además, tengo nada menos que nueve hermanos menores y puedo afirmar con toda seguridad que eso es una criatura, no parte de los enseres domésticos, y no se puede transferir junto con una propiedad. Que se vaya.

—Me temo que no puedo hacer lo que me pide —contestó el hombre carraspeando de nuevo.

—Holderman —dijo el conde con aterradora cordialidad—, no pesará más de veinte kilos. Cógelo y dile que se vaya. Dile que pase por la cocina antes y coja un pastel de carne, pero después de eso tiene que irse.

—Verá, milord, en cuanto a eso...

—Holderman. —Whitlock se cruzó de brazos sobre el musculoso torso y dirigió al administrador una mirada que sin duda habría sofocado los intentos de insurrección de oficiales más jóvenes, hermanos menores, caballos revoltosos y pares borrachos, sin importar su rango—. Haz. Que. Se. Vaya.

El hombre, en un ejemplo de abdicación, negó con la cabeza y miró al suelo.

—Está bien —respondió con un suspiro—. Lo haré yo mismo, igual que todo lo demás en esta parodia de propiedad. ¡Fuera de aquí! —le gritó a continuación al niño, señalando con el dedo hacia las colinas, a lo lejos, conforme se acercaba a la fuente.

El crío se puso de pie en el borde de la fuente seca y, aunque el conde era considerablemente más alto, le gritó, señalando en la misma dirección:

—¡Fuera de aquí tú!

Whitlock se detuvo en seco y frunció el cejo con gesto pensativo.

—Holderman —dijo sin volverse—. Este crío está demasiado delgado y sucio y tiene unos modales horribles. ¿De quién es?

—Veamos, milord, en cierta manera es... bueno, suyo.

—Ese niño no es de ninguna manera mío.

—Permítame que se lo diga de otro modo: la responsabilidad es suya.

—¿Y de dónde sacas tal cosa? —preguntó el conde, frotándose la barbilla, sin dejar de mirar al crío.

—Forma parte de la progenie del anterior conde, o eso es lo que todo el mundo cree —contestó Holderman—. Dado que el rey le ha entregado Rosecroft a usted, la propiedad y todas las personas a cargo del anterior cabeza de familia pasan a ser responsabilidad suya.

—Parece razonable —admitió Whitlock, observando al niño.

Era lo único que le faltaba, pensó, al borde de la exasperación. El anterior conde había muerto sin herederos legítimos. Pero al ser Rosecroft una propiedad abandonada y con deudas, la Corona se había abstenido de confiscarla alegando falta de herederos, que era lo que normalmente se hacía. El siguiente paso había sido sacarse de la manga un título de conde —pues no era correcto otorgarle al primogénito de un duque un título menor— y entregarle la propiedad, ponerla en manos de un hombre que no quería saber nada de títulos, ni responsabilidades, ni deudas de ninguna clase, y mucho menos tener que hacerse cargo de personas físicas, faltaría más.

—Escúchame, niño. —Se sentó en el borde de la fuente y se dispuso a dirigirse a él como si hablara con un salvaje—. Eres un problema para mí y no me cabe duda de que tú crees que yo lo soy para ti. Te propongo una tregua y que nos ocupemos de las necesidades más inmediatas.

—No pienso irme —respondió el crío—. No puedes obligarme.

Whitlock pensó con aprobación que era un cabezota, pero ocultó sus cavilaciones.

—Yo tampoco pienso irme, pero te sugeriría que, si tienes en mente llevar a cabo un asedio, primero te aprovisiones.

El niño lo miró ceñudo y parpadeó.

—Comer algo —le aclaró el conde. Hacía tiempo que no hablaba con alguien tan pequeño—. Se dice que los ejércitos marchan con el estómago lleno, no con los pies. Tienes que comer.

Su oponente pareció considerar la posibilidad.

—Tengo hambre.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

El pequeño tendría unos siete años, aunque estaba demasiado flaco y enclenque para esa edad. Probablemente estuviese más cerca de los seis, puede que de los cinco.

—Se me ha olvidado —respondió él—. Hoy no.

Como el sol ya comenzaba a ponerse por detrás de las verdes colinas de Yorkshire, era necesario buscar una solución inmediata.

—Ven conmigo —dijo Whitlock, tendiéndole una mano—. Buscaremos algo de comer y después veremos qué hago contigo.

El niño se quedó observando la mano con el cejo fruncido, después lo miró a la cara y de nuevo a la mano. Él continuó con la mano tendida y una expresión de tranquilidad en el rostro.

—Pasteles de carne —comenzó a enumerar—. Tostadas con queso, sidra, tartaletas de manzana, budines de fresa, salchichas y huevos, budín de melaza, sábanas limpias que huelen a lavanda y a sol, velas de cera de abejas... —Notó el vacilante contacto de unos deditos y cerró la mano en torno a ellos, pero dejó que su voz siguiera tentándolo—. Tartaletas de frutos rojos, panecillos para desayunar, jamón, beicon, té con mucha leche y azúcar, arenques ahumados, filete de buey, pan y magdalenas con mantequilla...

—¿Magdalenas? —lo interrumpió el niño, esperanzado.

Whitlock casi sonrió al ver la expresión angelical en el rostro de aquel golfillo, un rostro mugriento pero encantador, de inmensos ojos azules y rizos rubios, la infantil imagen de la inocencia.

—Magdalenas —repitió él cuando ya entraban en la mansión por la terraza—. Con mantequilla y mermelada, como prefieras. O con chocolate, o con zumo de naranjas recién exprimidas.

—¿Naranjas?

—En España las comía a todas horas.

—¿Estuviste en España? —le preguntó, con unos ojos como platos—. ¿Luchaste contra el pequeño corso?

—Estuve en España —contestó el conde con tono serio—. Y también en Portugal y en Francia, y sí, luché contra el pequeño corso. Un asunto feo. Nada que ver con comer bollos con té o un pan decente con mantequilla o dormir entre sábanas limpias.

—El pan con mantequilla está bueno. Soy el conde de Biers.

Whitlock se detuvo en seco y frunció el cejo.

—Mejor tú que yo. Yo soy Rosecroft.

—La propiedad se llama Rosecroft y pertenece al conde de Biers.

Ojalá, pensó Whitlock furioso. ¿Es que nadie le había explicado al niño que Biers había muerto?

—Estamos en mitad de una tregua —le recordó—. Un caballero no saca a relucir asuntos conflictivos en época de tregua.

—Pero sigo siendo Biers. ¿Podemos cenar de todos modos?

—Podemos —contestó Whitlock asintiendo al tiempo que subía la escalera con el niño—. Pero uno debe estar presentable para cenar y tú, amigo mío, tienes que lavarte y cambiarte de ropa.

El niño se miró los pantalones mugrientos que llevaba, la andrajosa camisa y las botas marrones llenas de barro y suciedad.

—Estoy presentable.

—Pero cuando un general del bando contrario te ofrece su hospitalidad la víspera de una gran batalla, no se puede estar presentable a secas.—¿Ah, no?

El niño miró alrededor de la suite en la que se había instalado el conde. Las estancias que la componían eran espaciosas y estaban llenas de objetos interesantes que, sin duda, no se podían tocar.

—«Ese Casio tiene aire macilento y hambriento» —citó Whitlock—. Siéntate —añadió, medio levantando al niño y conduciéndolo al sofá.

Pese a lo bajo que era el mueble, los pies mugrientos del pequeño colgaban varios centímetros por encima de la alfombra.

Whitlock comenzó a quitarse la ropa él solo, pues hacía tiempo que había aprendido a valerse sin ayuda de cámara ni ordenanza, cuando era militar, o cualquier otro lameculos por el estilo.

—Vamos, ¿a qué esperas? —dijo, a punto ya de quitarse los pantalones—. Un caballero no baja a cenar si no se ha bañado como es debido y me temo que tú necesitas un buen baño.

—Yo no soy un caballero —repuso el niño, beligerante de nuevo.

Él se miró el torso desnudo y recordó que ver a un hombre adulto desnudo no siempre resultaba fácil para «hombres» no tan adultos. Se puso una bata y le tiró la camisa al niño.

—Para que te cubras. ¿Empezamos a desnudarnos ya o qué? Cuanto antes estemos limpios, antes comeremos.

La cabeza del pequeño sugería que iba a necesitar un buen lavado de pelo, pero lo único que hizo fue tenderle la mano.

—Vamos, pequeño.

—Yo no soy un caballero —repitió el niño, retrocediendo hasta pegarse al respaldo del sofá.

—Tenemos un fácil remedio para eso —dijo Whitlock en un tono que confiaba que le resultara tranquilizador—: frotar un poco, ropa decente y algo de refinamiento en la manera de hablar. —Le quitó la camisa con un único movimiento—. Si yo he podido aprenderlo en casi treinta y dos años, aún hay esperanza para ti.

—Yo no soy un caballero —insistió el crío, de pie sobre el sofá, apartándole las manos con brusquedad—, y no quiero serlo.

—Entonces puedes ser un pirata —le rebatió él—. Pero si vas a comer de mi comida, tendrás que hacerlo con las manos limpias — concluyó, bajándole hábilmente y de un solo tirón los pantalones por las estrechas caderas y unas rodillas huesudas.

El niño se quedó de pie en el sofá, desnudo y rebosante de indignación.

—Te digo que no soy un caballero. ¡No quiero ser un caballero!

—¡Oh, Dios! —exclamó Whitlock, envolviendo rápidamente a la criatura con su camisa—. Pero ¡si eres una condenada hembra!

—¿Aun así es necesario que me bañe?

—¿Qué es una simple y condenada hembra?

Estaban cenando en el salón del desayuno porque Whitlock no quería darles trabajo a los sirvientes obligándolos a preparar comidas formales para una sola persona, y aquella estancia estaba más cerca de la cocina.

—Olvídalo, ¿quieres? —le dijo—. Los codos fuera de la mesa. ¿Y cómo te llamas?

—Mocosa —respondió ella, quitando los codos de la mesa—. Mi mamá me llamaba Heidi, pero los demás me llaman Mocosa.

Él enarcó una ceja y la cría bajó la vista. La llamaban cosas peores, pero Whitlock sabía que no tenía intención de contárselo, de momento.

—Te llamaré señorita Heidi. ¿Dónde está tu mamá?

—En el cielo. ¿Puedo comer más guisantes?

—Eres una niña curiosa —dijo, sirviéndole más guisantes aliñados con mantequilla—. Los niños aborrecen las verduras.

—A mí me gusta comer lo que sale del jardín —respondió Heidi, metiéndose los guisantes en la boca según hablaba.

Al ver el ansia con que engullía la comida, Whitlock tenía la sospecha de que le gustaba lo que provenía de la huerta porque podía servirse

todo lo que quisiera durante todo el verano.

—Entonces te gustarán las tartaletas de manzana.

—¿A ti te gustan? —preguntó Heidi sin apartar la vista de los guisantes.

—No se habla con la boca llena. Me gustan mucho las tartaletas de manzana, especialmente con mucha mantequilla y canela y un glaseado de brandy. Por el amor de Dios, niña, que no van a robarte los guisantes.

—No si me los como antes.

Inclinó el plato para recoger la salsa de mantequilla con la cuchara.

—Eso no se hace. —El conde colocó el plato sobre la mesa de nuevo—. Además, tienes que dejar hueco para la tarta de manzana — añadió, haciéndole a continuación una señal a un lacayo—. La señorita Heidi tomará un poco de té muy suave con tarta de manzana.

—Por supuesto, milord —contestó el criado haciendo una reverencia y comenzó a recoger los platos, ignorando estoicamente la mirada anhelante con que la niña observó su marcha.

—Y dime, señorita Heidi, ¿te han gustado las burbujas de lavanda del baño?

—Olían a lavanda, pero no tenían el color de la lavanda —contestó ella, mirando los panecillos y la mantequilla, la única comida que quedaba en la mesa.

—¿Querías que hubiera burbujas moradas en la bañera? —preguntó Whitlock, aguantándose la sonrisa—. Pues menudo conde vas a ser.

Heidi levantó la barbilla.

—Soy Biers. Eso decía mi mamá.

—Serás todo lo Biers que quieras, pero tendrás que bañarte, rezar tus oraciones y comportarte como es debido. ¿Quién cuida de ti?

La niña lo miró con expresión maliciosa, o habría sido una expresión maliciosa si no hubiera sido el preludio de una manifiesta mentira.

—Una señora. Vive en una casa, cerca del río.

El Ouse pasaba por el extremo más occidental de la propiedad, de manera que Whitlock llegó a la conclusión de que, como todas las buenas mentiras, lo que le estaba contando tenía cierto poso de verdad.

—¿Es buena esa señora? —le preguntó, pensando cuándo demonios iba a llegar la condenada tarta.

—Es anciana, pero hace pasteles y tartaletas que huelen muy bien, sobre todo en invierno. Tiene dos gatos muy gordos de tanto comer queso.

El conde contuvo otra sonrisa.

—¿Y cómo se llaman? ¿Escila y Caribdis?

—Io y Ganímedes.

Whitlock enarcó las cejas, porque no muchos niños conocían los nombres de las lunas de Júpiter.

—¿Son simpáticos? —preguntó, disponiéndose a tocar la campanilla si no llegaba ya el postre.

—Mucho —respondió Heidi, asintiendo vigorosamente—. Por lo menos conmigo. No les cae bien todo el mundo, pero yo les doy queso,

por eso nos llevamos muy bien.

—¿Y cómo se llama esa encantadora dama que te deja jugar con sus gatos y que te comas sus tartas?

—Es la señorita Alice Brandon —confirmó la niña con aire serio—. Yo la llamo señorita Ali. Es mi mejor amiga.

—Qué bien —contestó él, tamborileando con los dedos encima de la mesa, pero entonces se le ocurrió que en la semana que llevaba en

Rosecroft no había visto a ningún otro niño por allí. Lo más probable era que Heidi no tuviera compañeros de juego de su misma edad. Además,

los críos podían ser muy crueles, sobre todo con una huérfana, hija ilegítima de un arruinado e impopular conde.

—¡Milord, discúlpeme!

La puerta del pequeño salón se abrió de golpe y el contrito lacayo entró corriendo detrás de una joven a la que Whitlock no había visto nunca.

Llevaba un vestido informe de color negro que le tapaba los tobillos, las muñecas y el cuello, y un sombrero igualmente feo. Iba de luto.

—Esto no es la tarta que he pedido —comentó el conde a nadie en particular.

—¡Bronwyn! —exclamó la mujer, atravesando la habitación para ir a abrazar a Heidi. En sus apresurados movimientos, la capa se le cayó

—. Oh, Heidi, qué traviesa eres. Te he estado buscando por todas partes.

—Hola, señorita Ali —dijo ella con una resplandeciente sonrisa, devolviéndole el abrazo—. Rosecroft dice que vamos a comer tartaletas de manzana.

—¿Señora? —El conde se levantó y le hizo una inclinación de cabeza—. Rosecroft a su servicio.

—Milord —contestó ella con una nerviosa reverencia, volviéndose a continuación de nuevo hacia la niña—. Heidi, ¿estás bien?

—He tenido que darme un baño —respondió ella, frunciendo el cejo al acordarse—. Pero después he comido un montón. Pero no soy un caballero.

—¿Que te has dado un baño? —preguntó la señorita Brandon con los ojos como platos—. ¿Milord? ¿He oído bien?

—Con burbujas de lavanda —contestó él con seriedad—. ¿Y usted es...?

—La señorita Alice Brandon —contestó ella, entornando los ojos—. ¿Y cómo ha conseguido que se metiera en la bañera?

Whitlock entornó los ojos a su vez.

—Tal vez sea mejor que dejemos esa conversación para más tarde, entre adultos. Y como no quiero que me tachen de incumplir la palabra dada a una niña, ¿me permite que la invite a comer unas tartaletas de manzana, señorita Brandon?

El lacayo se retiró al ver la ceja enarcada de su señor, mientras Heidi observaba el intercambio entre los dos adultos sentada y quieta, la viva imagen de la inocencia, vestida con un camisón que alguien había sacado del fondo de un baúl. Le brillaban los rizos dorados y llevaba los pies metidos en unos calcetines de lana varias tallas grandes.

—Tartaletas de manzana. Parecen deliciosas —dijo la señorita Brandon.

El conde le ofreció galantemente una silla y, con la cercanía, se fijó en que la dama, pese a lo atroz de su vestuario, olía a limones, a menta silvestre y a pastel, una agradable combinación que iba a las mil maravillas con la tarde veraniega. Su mirada recaló en su cuello mientras empujaba la silla hacia la mesa y, por la tersura de su piel, concluyó que no era tan mayor como había supuesto en un primer momento.

—La señorita Heidi me estaba hablando de sus gatos —comenzó a decir Whitlock, mientras continuaba calibrando a su invitada. Como modista era un desastre, pero ¿qué se podía esperar en las alejadas tierras de Yorkshire? El negro descolorido no les iba muy bien a las rubias,

y su caso no era una excepción—. Un nombre interesante el de sus gatos.

—¿Gany e Io? —respondió ella, quitándose los guantes. A una discreta señal del conde, se los retiraron, pero no antes de que se diera

cuenta de que uno de ellos tenía un roto en el cuarto dedo—. Formaban parte de una camada de cuatro. Los otros dos eran Europa y Calisto.

—A alguien le gustaba mucho mirar las estrellas o estudiar mitología —comentó él cuando llegaron las tartaletas. Tendría que conformarse con una, porque la tercera era para su inesperada invitada—. Heidi, ¿quieres que te parta la tuya?

La pregunta quedó en el aire cuando vio que la niña ya tenía la suya en la mano.

—Bronwyn —dijo la señorita Brandon con gran educación—, su señoría se ha ofrecido a cortarte esa deliciosa tartaleta.

La cría suspiró ruidosamente, pero asintió.

—Sí, por favor —contestó, casi bizca de expectación, mientras el conde le cortaba la tartaleta en trozos más pequeños y después le acercaba el plato—. Gracias.

—Adelante. Y no te atragantes, a menos que quieras que te ponga boca abajo y te zarandee para salvarte ese delgaducho pescuezo que tienes.

Pareció como si la señorita Brandon fuera a decir algo, pero cuando Heidi cogió el tenedor y empezó a meterse en la boca los trocitos de pastel, se relajó.

—Entonces es usted vecina, ¿no es así, señorita Brandon?

—Así es —contestó ella, mirando la tartaleta en vez de a su anfitrión.

—¿Quiere que le corte la suya también, señora?

Enarcó una ceja cuando ella lo miró parpadeando varias veces por la sorpresa. La gente de campo era muy extraña, y las mujeres que llevaban demasiado tiempo en un ambiente rústico, las más extrañas de todos. No era mayor en absoluto, pero sus expresiones y sus modales sí lo eran. Se movía con cautela, como si esperase una desagradable sorpresa en cualquier momento.

—Gracias, milord, no es necesario —respondió, mirándolo con el cejo fruncido—. Vivo un poco hacia el norte de aquí, así que sí, soy su vecina si es usted el nuevo propietario de Rosecroft.

—Lo soy —contestó él, perfectamente consciente de que los chismorreos en las zonas rurales no se hacían esperar—. Habida cuenta de la negligencia de que ha sido objeto la propiedad en los últimos años, supongo que pasaré aquí una buena temporada, al menos en un futuro próximo.

Aunque no tenía ni pizca de ganas de pasar el invierno en Yorkshire. Un entorno pintoresco, idílico, todo lo que uno quisiera, pero en aquellos valles hacía un frío de mil demonios, solían caer copiosas nevadas, y, por si fuera poco, los habitantes eran escasos. York, la ciudad más importante, le resultaba aún menos apetecible que Londres en lo referente a vida social y entretenimiento.

—¿Va a reconstruir los invernaderos? —preguntó la señorita Brandon, pinchando un trozo de tartaleta.

—No lo sé, la verdad. Heidi, para eso está la servilleta.

La niña, que ya se estaba limpiando la boca con la manga, se detuvo y cogió la servilleta que tenía en el regazo como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento de que la tenía ahí.

—Dios mío —exclamó la señorita Brandon en voz baja. Tenía los ojos cerrados mientras masticaba lentamente el trozo de tartaleta, como acariciándolo con los dientes y la lengua—. ¿De dónde ha sacado a su cocinera? Es el mejor postre que he comido en mi vida.

—¿Mejor que el bizcocho de tu abuela? —preguntó Heidi entre mordisco y mordisco.

—Mejor. Tengo que sonsacarle la receta a su cocinera, milord.

—Puedo escribírsela si quiere —respondió Whitlock, dando cuenta del contenido de su plato—. No es complicada. Lo importante es cogerle bien el punto a la masa quebrada.

—¿Espera que crea que conoce la receta de esta tarta? —preguntó ella, sonriéndole.

Él tuvo que tragarse el último bocado con gran esfuerzo, porque, pese al horrendo vestido negro, a llevar el pelo recogido en un insulso moño y a prescindir de todo adorno femenino, la señorita Brandon tenía una sonrisa encantadora. Una sonrisa que hizo que reparase en su boca generosa y en sus labios carnosos. Se fijó también en que tenía los ojos de color gris azulado y unas preciosas facciones. Tal vez no hermosas según los cánones clásicos: la nariz era más bien pequeña, pero a su modo de ver, le aportaba carácter. La barbilla parecía seguir el mismo molde, teutónico probablemente, igual que el mentón. Pero con aquella sonrisa, el conjunto resultaba atractivo, cautivador y rotundamente femenino.

—Lo primero que se necesita es una bonita manzana descorazonada —comenzó a recitar— y un cuarto de masa quebrada, preferiblemente preparada con mantequilla, harina tamizada dos veces, un poco de canela, nuez moscada, clavos y sal, que añadiremos a la harina. ¿Sigo?

—Conoce la receta —dijo la señorita Brandon, cuya resplandeciente sonrisa se suavizó—. Admito que estoy impresionada.

—También sé contar hasta diez si no me interrumpen —bromeó él—. Heidi —añadió, esperando a que la niña lo mirara—, no es necesario que te quedes a escuchar cómo presumo de mis talentos culinarios y aritméticos. ¿Quieres subir a la cama?

—¿Puedo dormir aquí? —se extrañó la niña, sosteniéndole la mirada.

—Por supuesto que puedes dormir aquí. Al fin y al cabo, eres una Biers.

—¿Dónde? En los establos hace calor, al menos en los heniles. En los árboles cerca del río hace más frío, pero a las vacas les gusta bajar hasta allí y me voy a ensuciar los pies.

—Niña, dormirás en una cama, con sábanas y almohadas limpias, y una infusión de menta para que hagas bien la digestión.

Por todos los santos, ¿es que nadie se había ocupado de aquella pequeña?

—¿Tendré que bañarme otra vez? —preguntó ella, buscándole los ojos.

Whitlock sabía que lo estaba vigilando para ver si lo pillaba en una mentira.

—No será necesario hasta que vuelvas a ensuciarte, aunque, en verano, las personas suelen hacer sus abluciones con más frecuencia.

—¿Qué son bluciones? —le interrogó Heidi con recelo.

—Burbujas —contestó él, haciéndole una señal a un lacayo—. Busca a la muchacha que ha sido tan amable de ayudar a la señorita Heidi a bañarse y dile que la acompañe a acostarse. Escúchame, Heidi —añadió, volviéndose hacia la niña—: Cuando quieras levantarte de la mesa, debes preguntarle a tu anfitrión: «¿Me disculpa?».

—¿Eres mi anfitrión?

—Y es un gran honor para mí.

—¿Me disculpas?

—Muy bien. Puedes levantarte, pero no olvides darle las buenas noches a la señorita Brandon antes de irte. Creo que la tenías bastante preocupada.

—Buenas noches, señorita Ali —dijo la niña, bajándose de la silla de un salto y acercándose alegremente a ella para darle un beso y un abrazo—. ¡Buenas noches, Rosecroft! —agregó a continuación, y lo abrazó y besó también. Seguidamente, cogió al lacayo de la mano y salió del salón dejándole a Whitlock vía libre para reprender a la señorita Brandon por no pocos motivos.

—Señorita Brandon, ¿pasamos a la biblioteca a tomar el té o prefiere un licor?

—La tarta de manzana ya estaba bastante dulce —respondió ella, como dándose cuenta de que, al no estar la niña delante, la conversación iba a tomar unos derroteros mucho menos amables—. Me iré en cuanto me responda a unas cuantas preguntas. Vendré por la mañana a recoger a Heidi. Y le doy las gracias por tan deliciosa...

El conde se colocó de pie junto a su silla, esperando que se levantara y al ver que dejaba la frase a medias, le ofreció el brazo.

—Insisto en robarle un poco más de tiempo. —Le cogió la mano y la posó sobre su brazo—. Es usted la primera visita que tengo y no sabía que fuera costumbre en Yorkshire irrumpir en el comedor de un vecino en mitad de su cena, sin dar explicaciones y sin previa invitación.

Mientras recorrían tranquilamente la otrora elegante mansión, Ali Brandon se recordó que, aunque había sido un borracho y un miserable, el anterior conde de Biers no había conseguido aterrorizarla. Sobrio y gélidamente educado, el conde Rosecroft no iba a conseguirlo tampoco. Las circunstancias habían hecho de ella una experta a la hora de juzgar el carácter de las personas, sobre todo de los hombres, que resultaban, invariablemente, seres frívolos y volubles. Menos de diez minutos con el conde le habían bastado para saber que era una persona engañosa.

No voluntariamente deshonesto, tal vez, pero engañoso.

Parecía un elegante aristócrata que hubiese ido a pasar un verano ocioso en su casa del campo, huyendo del calor de la ciudad. Con los detalles de encaje en el cuello de la camisa y el pañuelo, el brillo de la piedra verde de pequeño tamaño escondida entre los pliegues de su pañuelo de cuello y el anillo de sello que llevaba en la mano izquierda, el conde proyectaba una imagen de riqueza, buena cuna e indolencia, incluso en mangas de camisa.

Derrochaba corrección al hablar, en un tono invariablemente educado que indicaba que había estudiado en las mejores escuelas, que poseía los mejores contactos y que se había criado en un ambiente de privilegio. Sin embargo, esgrimía las palabras como si fueran pequeñas dagas, dardos certeros con los que sometía a su oponente.

Su cuerpo también engañaba, con su vestimenta perfecta, hecha a medida para él, desde las botas relucientes hasta el pañuelo del cuello, con cada detalle perfectamente combinado.

Con el pelo negro revuelto, que llevaba tal vez demasiado largo, los profundos ojos verdes, su impresionante estatura y su porte militar tenía un aspecto verdaderamente atractivo. Tal vez tuviera unas facciones duras según ciertos estándares de belleza, no era lo que se podía llamar un hombre guapo, pero había cierto atractivo masculino en su nariz ligeramente aguileña, en la barbilla un poco arrogante y en el trazo rotundo de sus cejas. Ninguna mujer podría decir sinceramente que no fuera atractivo tanto de rostro como de cuerpo.

Bajo sus ropas de corte perfecto se ocultaba una densa musculatura que se flexionaba y ondulaba con cada uno de sus movimientos. Las manos con que le había retirado la silla e invitado a sentarse eran largas, de piel tostada por el sol y elegantes, pero también encallecidas, y no le cabía la menor duda de que podría partirle el cuello con la misma facilidad con que había troceado la tarta de Heidi. Iba vestido como un caballero, hablaba como un caballero y poseía los modales de un caballero, pero Ali no se dejaba engañar: el conde de Rosecroft era un bárbaro.

Claro que, por encima de todas esas engañosas señales, estaba el engaño más desconcertante de todos: era un bárbaro, pero los bárbaros no se percataban de si una niña se sentía cansada, no se les ocurría partirles la tarta en trozos más pequeños y, desde luego, no engatusaban, seducían y orientaban cuando podían saquear, robar y destruir.

De modo que se encontraba delante de un bárbaro inteligente y astuto.

Ali se dejó llevar hasta un sofá tapizado en brocado color verde, en la biblioteca de paredes revestidas de madera.

—Milord, si me lo permite, me gustaría hacerle un par de preguntas.

—No se lo permito —respondió él, sentándose a su vez, sin su permiso, en un sillón de orejas enfrente de ella—. Yo haré las preguntas, dado que se ha presentado usted aquí sin invitación.

—Le pido disculpas por haber interrumpido su cena —dijo Ali, procurando parecer humilde—, pero estaba preocupada por la niña.

—Eso he supuesto. ¿Té, señorita Brandon?

Despidió al lacayo una vez que éste les hubo dejado el servicio del té en la mesita de centro situada entre los dos.

—Se lo agradezco —contestó ella automáticamente, molesta por tener que esperar para hacer su interrogatorio—. ¿Lo sirvo?

—No hace falta. Prefiero servirlo yo, para poder tomarme el mío exactamente como lo quiero. Detesto tomarme un té que no está a mi gusto.

Es peor que no tomarlo.

—Si insiste. Yo lo tomaré con leche y dos terrones de azúcar, por favor.

El conde le pasó la taza y sus dedos rozaron los suyos durante un segundo, suficiente para que Ali percibiera una suave corriente sexual en el contacto.

—Gracias, milord —consiguió decir. Sabía que los bárbaros tenían la habilidad de excitar. Era una deplorable verdad que había aprendido siendo muy joven.

Él se sirvió su taza y bebió con precaución.

—¿Qué clase de relación tiene usted con la niña?

—Podría decirse que soy una especie de prima, aunque no todo el mundo lo sabe, y preferiría que siguiera siendo así.

—¿No quiere que se la asocie con la hija bastarda del conde? —preguntó su anfitrión, removiendo lentamente su té.

Ali le sostuvo la mirada.

—Lo que quiero decir es que Bronwyn no sabe que estamos emparentadas y preferiría decírselo yo.

—¿Y cómo sucedió? —preguntó el conde, mirándola por encima de la taza mientras bebía.

—Mi tía tuvo la amabilidad de proporcionarme un hogar cuando mi madre murió —contestó Ali frunciendo los labios. No disfrutaba especialmente contando aquella historia—. Me fui a vivir con ella en el pueblo antes de que Bronwyn naciera. Cuando el anciano conde se enteró, me mandó a la escuela, en Escocia.

—Así pues, su tía la trajo aquí y, después, el caritativo conde la envió a la escuela fuera de Inglaterra.

—Sí, y luego mi tía se convirtió en amante del joven conde. Me da la impresión de que su abuelo me mandó a estudiar para ahorrarme ese futuro.

—Entonces, ¿Heidi es la hija ilegítima del último conde? Su tía debía de ser muy joven.

—Era diez años mayor que Biers, pero se decía que hacían buena pareja.

—¿Conoció usted al difunto conde, al padre de Heidi?

—Lo conocí, sí. Cuando su abuelo se puso enfermo hace unos tres años, me hicieron volver de Escocia, donde trabajaba como institutriz, con la intención de que cuidara de él. Pero cuando su señoría vio que era objeto de atenciones no deseadas por parte de su nieto, optó por instalarme en una propiedad separada de la mansión.

—¿En virtud de qué? —preguntó él, rellenándole la taza casi sin tocar, un gesto inusualmente civilizado, teniendo en cuenta que la estaba interrogando sin tregua.

—Yo me gano el sustento —respondió Ali, incapaz de suprimir el tono orgulloso de su voz—. Lo he hecho desde que regresé a

Yorkshire. Siguiendo el consejo del anciano conde, no volví a casa de mi tía en el pueblo, de ahí que Heidi no sepa que somos primas.

—¿Se daba cuenta Biers de que tenía una hija?

—Apenas —contestó Ali—. Mi tía se las apañaba bastante bien con Heidi ella sola y no quería molestar al conde con visitas. Por otra parte, él no solía elegir muy bien a sus amistades y mi tía no se fiaba de dejar allí a la niña cuando él estaba con una de sus amistades en particular, de modo que Heidi se convirtió en una incómoda presencia para los moradores de la casa de su padre cuando mi tía murió.

—¿Y ahora vive con usted?

—Por fin, sí. —Por segunda vez esa tarde, Ali le sonrió, pero también se le escaparon unas lágrimas y agachó la cabeza para que no viera que estaba avergonzada.

—Mujeres —masculló él, sacándose el pañuelo y pasándoselo a continuación.

—Le pido disculpas —dijo ella, tratando de sonreír, sin éxito. Aceptó, sin embargo, el pañuelo—. Es muy difícil pensar que no tuvo a nadie que la quisiera desde que mi tía murió.

—Hay que admitir que parece querer mucho a esa niña. —La miró con el cejo fruncido—. Pero debo preguntarme también por la clase de influencia que es usted para ella. No se gana el sustento como lo hacía su tía, ¿no es así?

—Puedo asegurarle que no me lo gano como usted insinúa de una forma tan grosera. —Se levantó y trató de devolverle el pañuelo húmedo de lágrimas—. Tengo un trabajo honrado y no pienso tolerar insultos.

—Quédeselo —dijo el conde con una tenue sonrisa, al tiempo que le cerraba los dedos en torno al pañuelo—. Tengo muchos. Y le ruego que acepte mis disculpas, señorita Brandon, pero quería saber más sobre cómo se gana la vida.

—¿Y por qué le interesa saber eso? —preguntó ella, sentándose de nuevo. Se concentró en doblar cuidadosamente el pañuelo prestado, para no tener que sostener la penetrante mirada de aquellos ojos verdes.

—Porque es usted amiga de la señorita Heidi y ella es ahora asunto mío.

—Respecto a Bronwyn... —Ali volvió a levantarse y se alejó de él—. Tenemos que llegar a un acuerdo.

—¿Tenemos?

—Ella es mi familia —señaló Ali y a continuación añadió con voz más suave—: la única que tengo. Entenderá que debería estar conmigo.

—Entonces, ¿por qué no lo estaba? —preguntó él, enarcando una ceja mientras bebía.

Ali pensó que, si tuviera cola, la movería al ritmo perezoso de los felinos.

—¿Por qué no lo estaba? —repitió. Dejó de caminar arriba y abajo y se entretuvo enderezando los libros de una estantería.

—Eso he preguntado. Cuando la he sacado de la fuente estaba sucia, cansada y llevaba todo el día sin comer.

—Se había escapado —contestó Ali, frunciendo el cejo.

—¿Cómo dice? —preguntó él justo detrás de ella, pero ni por todo el oro del mundo pensaba mostrarse sobresaltada.

—He dicho que se me ha escapado.

Se volvió entonces para mirarlo y se dio cuenta de que el conde no sólo era alto, sino también corpulento. Más de lo que parecía a distancia el muy sinvergüenza.

—Yo no he podido dejarla ir —musitó el conde—. Por si le sirve de consuelo, señorita Brandon, soy el mayor de diez hermanos y estoy acostumbrado a los pequeños.

—Parece que se lleva bien con ella, pero yo le llevo ventaja, milord. En algo en lo que usted no podrá adelantarme nunca.

—¿Ventaja?

—Sí —contestó Ali, lamentándolo un poco por él, porque no iba a poder rebatirle lo que le iba a decir—. Soy una mujer, una niña. Bueno, una mujer adulta, pero también fui una niña, como lo es Bronwyn ahora.

—¿Es usted una mujer? —repitió él, mirándola de arriba abajo y haciendo que Ali se sonrojara. Llevó a cabo un escrutinio minucioso y desapasionado—. Es evidente que lo es, pero ¿por qué habría de significar eso que sabrá usted orientarla mejor?

—Hay ciertas cosas, milord... —Ali sintió que se sonrojaba aún más, pero se negó a capitular ante la vergüenza—. Cosas que una mujer sabe y que un caballero no sabría, cosas que hay que explicarle a una niña a su debido tiempo para que sepa manejarse en la vida.

—Cosas —repitió él, frunciendo el cejo contrariado—. ¿Cosas como dar a luz, por ejemplo?

Ali tragó saliva. Le molestaba que fuera tan directo y al mismo tiempo lo admiraba por ello.

—Pues sí. Dudo mucho que haya dado usted a luz, milord.

—¿Y usted? —preguntó, mirándola a los ojos.

—Eso no viene ahora al caso.

—Así que en eso no me saca usted ninguna ventaja, sobre todo, porque yo he ayudado en uno o dos partos en mi vida y dudo mucho que usted pueda decir lo mismo.

—¿Y cómo demonios...? —Ali cerró la boca antes de que le diera tiempo a hacerle la pregunta obvia y maleducada que se moría por hacerle.

—Fui soldado —explicó él con suavidad—. La guerra es muy dura para los soldados, pero lo es aún más para las mujeres y los niños, señorita Brandon. Cuando una mujer se pone de parto en plena zona de combate, normalmente está dispuesta a aceptar cualquier ayuda, sin importar el sexo de la persona que se la dé, su posición o el uniforme que lleve.

—Ya veo que tiene usted experiencia en ese asunto, pero no irá a decirme que conoce también los detalles del funcionamiento corporal de una dama... Quiero decir...

—¿La menstruación? —La miró divertido—. Posiblemente esté usted más familiarizada con ese tema que yo, lo admito, pero con cinco hermanas, sé más y soy más comprensivo respecto a los ciclos femeninos de lo que me gustaría. Aunque todo eso aún le queda muy lejos a la señorita Heidi.

—Bronwyn —masculló Ali. A tan escasa distancia de él, podía oler su fragancia, un aroma que parecía combinar elegancia y salvajismo.

Olía especiado más que floral, pero también tenía un matiz fresco, a hierba y a brisa y al agua de un río en movimiento.

—Se llama Heidi —dijo él—, y se le ha escapado.

—Lo ha hecho. —Ali hundió los hombros y sintió que se liberaba un poco del peso que cargaba sobre ellos—. Lo hace. A veces se me escapa durante varias horas, por lo menos en lo que va de verano, y nadie sabe adónde va. No lo hacía tanto cuando mi tía murió, pero la cosa empeora a medida que crece. Me aterraba...

—¿Sí? —Los ojos verdes que la miraban no la juzgaban, tan sólo la observaban con paciencia y una pizca de compasión.

—Me aterraba que Biers pudiera llevársela al sur, o a algo peor, que dejara que ese cerdo de King le pusiera la mano encima. Pero

Biers era su padre, de modo que yo no podía hacer nada por ella, ni tampoco tengo nada que decir sobre cómo se comporta ahora.

—Y cuando su tía vivía, Biers no estaba obligado por ley a hacer nada ni por ella ni por la niña.

—La ley —repitió Ali, desdeñándola con un gesto de la mano—. La ley nos dice que lo mejor habría sido dejar que la niña muriera de hambre mientras su querido papá dilapidaba su fortuna en los salones de juego. No me mencione la ley, milord, porque lo que es correcto según ella no siempre lo es tanto en lo que al porvenir de un niño se refiere.

—Dejando a un lado la legalidad, me encuentro en una posición mejor que usted para proteger a esa niña. Tal como el anciano conde hizo con usted al proporcionarle educación para que pudiera labrarse un futuro como institutriz, yo puedo proporcionarle los bienes materiales que Heidi pueda necesitar. Si hiciera falta, podría poner también a su disposición los recursos de Moreland.

—Pero yo soy su prima —dijo Ali, sintiendo que los ojos se le llenaban otra vez de lágrimas—. Soy su prima y su única familia.

—Eso no es totalmente cierto, aunque no le digo que lo contrario no pueda ser. Rosalie, la tía de Heidi, está casada con mi hermano, lo que me convierte en una especie de tío para ella, uno de diez, le recuerdo. Su familia ha crecido considerablemente a través del matrimonio de su tía.

—Pero no la conocen —sollozó ella—. Yo soy su única familia. Yo.

—Tenemos que llegar a un acuerdo —dijo él, entrelazando el brazo de Ali con el suyo para acompañarla de nuevo al sofá—. Me parece que los dos nos consideramos posibilidades mutuamente excluyentes, o se queda con uno o con el otro. ¿Por qué no podemos ocuparnos los dos?

—Usted podría venir a visitarla —propuso Ali, encontrándole un lado positivo a la idea. Puede que fuera un bárbaro ilustrado, aunque los argumentos que aducía para cuidar de Heidi parecían sensatos—. O tal vez ella podría venir aquí de vez en cuando, puesto que considera esta casa como suya.

—Yo no visito a mis responsabilidades, señorita Brandon —replicó el conde, tomando asiento a su lado—. No cuando requieren alimentación, limpieza y normas básicas de educación en la mesa, que deberían habérsele inculcado hace tiempo.

—Entonces, ¿qué tipo de acuerdo propone? —preguntó Ali, pasando por alto la crítica con esfuerzo—. Si Heidi se queda a vivir aquí, ¿dónde me deja eso a mí?

—Sencillo —contestó el conde con una sonrisa de bucanero como ella no había visto otra igual—. Usted se quedará a vivir aquí también. Ha dicho que tiene experiencia como institutriz y la niña necesita una institutriz. Usted se preocupa por ella y manifiesta que tiene el derecho a contribuir a su educación. A mí me parece una solución perfectamente viable. Usted se quedará aquí en calidad de institutriz hasta que encuentre a alguien que la sustituya, alguien que consiga la aprobación de ambos.

—Sencillo —repitió ella, notando como si la boca y las cejas se le movieran en una sinfonía desafinada, en ningún caso con intención de esbozar una expresión alegre—. ¿Quiere que sea la institutriz de Bronwyn? —Se levantó y él se quedó mirándola, pero continuó sentado—. Hay un problema —dijo finalmente, confiando en que no se le notara el alivio en el rostro.

—¿Sólo uno?

—Pero es enorme —precisó Ali, mirándolo de arriba abajo—. Estoy cualificada para educar a una niña de la edad de Bronwyn, pero para ella siempre he sido más una amiga que la figura de la autoridad. No estoy segura de que quiera hacerme caso, de lo contrario, no me encontraría tan a menudo angustiada por conocer su paradero.

—Al no tener un padre con quien hablar y después de haber perdido a su madre, la niña se ha hecho demasiado independiente, un aspecto que se puede atenuar, pero no erradicar para siempre. Y aunque es posible que a usted no la obedezca, tengo plena confianza en que conmigo sí lo hará.

—¿Plena confianza? —Ali enarcó una ceja y lo miró a los ojos.

—He sido capaz de traerla hasta la casa —contestó él, comenzando a contar con los dedos—. Le he inculcado modales en la mesa, he discutido educadamente con ella cuando no parecía muy dispuesta a escuchar y la he metido en la bañera, donde ha sido enjabonada y frotada, y ahora parece una niñita encantadora.

—Sí, lo ha hecho —dijo Ali, frunciendo el cejo—. ¿Puedo preguntar cómo?

—Nelson en Trafalgar. Uno sólo puede demostrar su capacidad en una batalla naval en las circunstancias adecuadas.

—¿Le ha dado un baño? —preguntó Ali poniendo los ojos en blanco.

—Enjabonar y aclarar no es tan complicado, pero no creo que esa cría sepa de estrategia naval. Le compraré juguetes para la bañera y no creo que sea necesario que yo me encargue personalmente de bañarla a partir de este momento. Entiendo que usted posee conocimientos de historia naval, ¿no es así?

—¿Historia naval? —Ali se quedó con la boca abierta.

—Bueno, no importa. Puedo hablarle sobre algunas de las principales batallas, y cualquier niño sensato sabrá comprender. ¿Estamos de acuerdo?

—¿Sobre qué? —Ali se sentía abrumada y también algo perpleja, casi como si acabara de aparecer un regimiento de caballería cargando desde la colina más cercana y ella se hallara en mitad de su camino.

—Será su institutriz temporal, hasta que encontremos a alguien que nos parezca bien a los dos. La compensaré económicamente, claro.

—No pienso sacar provecho económico de cuidar de un miembro de mi familia.

—¿Y cómo se ganará el sustento si no quiere aceptar dinero a cambio de los servicios prestados?

—Ésa es la otra razón por la que no estoy de acuerdo con su plan —contestó ella, aliviada—. No puedo abandonar a mis clientes. Si dejo de proporcionarles durante mucho tiempo los productos que me compran, se irán a otra parte y yo me ganaré fama de comerciante de poco fiar. No puedo hacer eso, señoría. Tendrá que pensar en otro tipo de arreglo.

—¿Cuál es ese negocio suyo que tiene unos clientes tan veleidosos?

Ali sonrió orgullosa.

—Soy pastelera, señoría. Preparo todo tipo de productos, pan y dulces sobre todo.

—Entiendo. Entonces no hay impedimento.

—Pues claro que lo hay. —Lo miró como si se hubiera vuelto loco—. No puedo abandonar mi negocio, milord, porque entonces no tendré ingresos cuando encontremos a la institutriz de Bronwyn.

—No va a abandonar su negocio —contestó él—. Lo atenderá desde aquí. Las cocinas son grandes, podrá contar con ayuda si la necesita y, como es obvio que se veía preparada para cuidar de su prima y de su negocio en su casa, no veo el problema en que lo haga también aquí, en Rosecroft.

—¿Quiere que convierta Rosecroft en una panadería? —gritó Ali—. Ésta es una mansión antigua y muy bonita, milord, no una...

—¿Sí?

—Mis clientes no se sentirían cómodos teniendo que venir a recoger aquí sus pedidos. Biers no se llevaba bien con la mitad de los vecinos y a usted no lo conocen.

—Pues entonces, tendremos que llevar los pedidos a domicilio. Señorita Brandon, estamos hablando de unas medidas temporales y me gustaría pensar que la buena gente de los alrededores comprenderá que Heidi ha perdido a su padre y a su madre. En calidad de familiares suyos, debemos anteponer su bienestar a las tartas y los bollos de unos pocos clientes.

Ella le sostuvo la mirada y suspiró derrotada, porque el conde tenía razón. Maldito fuera. Ni los bollos ni las tartas, ni siquiera el pan diario de otra gente, podían ser más importantes que el futuro de Bronwyn. Y también tenía razón en que la niña tenía familia —una familia rica y poderosa— que podría ofrecerle mucho más que una prima que se ganaba el sustento haciendo tartas en Yorkshire.

—Quiero que me dé su receta de la tarta de manzana —dijo ella, levantando la barbilla. Si iba a dejar que aquel hombre se ocupara de la persona a la que quería más que a nada en el mundo, le correspondía esa compensación al menos.

—¿Me acompaña? —La invitó él, y juntos iniciaron un recorrido por la casa—. Mi querida dama, ¿por qué no habría de dársela a alguien en cuya mesa es posible que coma algún día? Aunque nunca he comprendido ese asunto de acumular recetas. ¿Cómo lo organizamos entonces?

Se comportaba con elegancia en la victoria, Ali tenía que admitirlo. Además, había logrado meter a Bronwyn en la bañera y tenía la receta de la mejor tarta de manzana que había comido en su vida. La perspectiva no parecía tan sombría. Además, tal vez a las cocinas de Rosecroft les viniera bien un buen fregado, pero en la rápida visita que estaba haciendo con él veía que estaba equipada con unos hornos enormes, menaje moderno y bien cuidado y una superficie de trabajo interminable.

—Habrá que traer mis cosas y voy a necesitar un almacén.

—Detalles que estoy seguro que sabrá solventar. —Se colocó la mano de ella en el brazo y salieron de la cocina—. Ahora es tarde y apenas se ve ya, señorita Brandon, ¿me permite que pida el carruaje para que la lleven a casa?

—Vivo a menos de un kilómetro de distancia. No es necesario que molesten a los mozos de las cuadras para un viaje tan corto. He venido andando, disfrutaré del camino de regreso.

—Como quiera. —La condujo hasta la puerta de entrada, donde la esperaban sus guantes deshilachados y su horrible sombrero—. ¿Me permite que se lo lleve yo? —preguntó él, sujetando el sombrero por los lazos, con los guantes dentro—. No creo que tenga que protegerse el cutis a estas horas.

—Puedo llevarlo yo —contestó ella, alargando la mano hacia el sombrero, pero el conde volvió a enarcar la ceja.

—No comprendo aún las costumbres y la etiqueta de aquí, señorita Brandon, pero no pienso dejar que una joven vuelva a casa sola, a pie y a oscuras.

Y dicho esto, le ofreció el brazo y le hizo un gesto hacia la puerta que les abría el lacayo.

Un bárbaro. Ali tenía ganas de patalear, darle un buen pisotón y marcharse caminando airadamente en la oscuridad. Había capitulado, aunque refunfuñando y tal vez sólo temporalmente, ante su plan de compartir la responsabilidad de Bronwyn. Había aguantado que husmeara en su vida y le sirviera el té. Había soportado trasladar su negocio a sus cocinas, pero no se dejaría intimidar.

—Conozco el camino, milord —dijo, mirándolo con cara de pocos amigos—. No es necesaria esta exhibición de modales.

—Señorita Brandon, va a ser la responsable de enseñarle a Heidi normas de decoro y educación. —Le cogió la mano y se la colocó sobre el brazo, bajando los escalones acto seguido—. Debe empezar a dar ejemplo. Si no, se dará cuenta de que todo es mentira y ni siquiera con mi autoridad conseguiremos que nos respete. Una dama acepta siempre que la acompañen.

—¿Es así como entrenaba a sus soldados? —preguntó ella, caminando junto a él de mala gana, sin hacer caso de la preciosa luna llena y de la fragancia que flotaba en la noche veraniega—. ¿Los encerraba, razonaba con ellos, bromeaba, discutía y los presionaba hasta que conseguía lo que quería?

—Está disgustada. Le pido disculpas si la he ofendido de algún modo —dijo él con voz tranquila, no con el tono cargante y condescendiente de un hombre que tolera la rabieta de una mujer. Caminaron unos metros más y entonces Ali se detuvo y suspiró.

—Lo siento —se disculpó, soltándole el brazo—. Supongo que estoy celosa.

Él no hizo ademán de volver a cogerle la mano, sino que le posó la suya en la parte baja de la espalda y la instó a caminar de nuevo.

—¿Celosa de qué?

—De lo bien que se lleva con Bronwyn. Del dinero que le permitirá proporcionarle todo lo que necesita. De sus contactos, porque se presenta para ella un futuro mejor del que yo podría darle. De su capacidad de pedir lo que necesita con un mero giro de muñeca.

—¿Nos persiguen unos bandidos, señorita Brandon? —preguntó él, con un aterciopelado tono de barítono en la suave noche veraniega.

—No.

—Entonces, tal vez podríamos ir un poco más despacio. Hace una noche preciosa, corre una suave brisa y la oscuridad siempre me ha parecido calmante cuando uno tiene oportunidad de apreciarla.

—¿Y por qué necesita calmarse el conde de Rosecroft? —preguntó ella, casi con un resoplido.

—Yo también me he sentido como se siente usted ahora —respondió él sin más—. Como si otro tuviera todo lo que yo necesitaba y no tenía, y encima ese otro ni siquiera lo apreciaba.

—¿Usted? —preguntó Ali con incredulidad, pero redujo el paso y no opuso resistencia a que le tocara la espalda—. ¿Qué podría desear usted? Es el primogénito de un duque, posee título y riquezas, ha sobrevivido a muchas batallas y tiene buena mano con las niñas pequeñas. ¿Qué más puede querer?

—Mi hermano, el conde de McCarty heredará el ducado de Moreland cuando el duque tenga a bien morirse. Este condado semi-abandonado es para tranquilizar su conciencia y la de Rosalie, su esposa. Él y mi padre tienen considerable influencia sobre el regente y es muy posible que Rosalie lleve ya en su vientre al que será el próximo heredero de Moreland. Ella sugirió que Rosecroft pasara a mí y McCarty no

paró hasta que el asunto se cerró.

—¿Y cómo puede ser eso? —preguntó Ali, observando las sombras que la luna dibujaba en el camino—. ¿Un duque no puede elegir cuál de sus hijos hereda el título?

—No. Según consta en el título de privilegio de Moreland, hereda el hijo legítimo vivo en el momento de la muerte del duque.

—Pero usted no va a morir en un futuro cercano, ¿no? —preguntó ella, observando su robusta constitución, perpleja y preocupada ante la perspectiva de que sufriera alguna perniciosa enfermedad.

—No, señorita Brandon, el impedimento en este caso no es la muerte, sino las circunstancias que rodearon mi nacimiento.

Se produjo una levísima pausa en el paso de Ali, pero él no lo vio en medio de la oscuridad.

—Oh.

—Exacto. Tengo una hermana en una situación parecida, aunque Maggie y yo no somos hijos de la misma madre. El duque fue un hombre muy activo en su juventud.

—Activo y egoísta. ¿Qué les pasa a los hombres, que siempre tienen esa necesidad de pavonearse y actuar sin pensar en nada más que en sí mismos?

—¿Qué les pasa a las mujeres, que toleran nuestros egoístas impulsos sin pensar en sí mismas y en las consecuencias? —respondió él con tono humorístico.

—Lo admito.

Para ser un bárbaro, razonaba bien y rápido, y era una compañía bastante agradable. Su aroma particular se mezclaba con los olores de la noche y ya había admitido que le gustaba la oscuridad.

Y ella había visto cómo se le oscurecían los ojos en los momentos más impredecibles. Hablaba sin darle demasiada importancia a su trabajo de servicio al rey y a la patria, y admitía que era el hijo bastardo de un duque. ¿Qué importancia podía tener eso? Para lo que era normal en aquella zona, estaría muy solicitado socialmente y las hijas de los terratenientes se arrojarían a sus brazos, igual que hicieron con Biers tiempo atrás, pobrecillas.

Tan absorta iba en sus pensamientos que tropezó con la raíz aérea de un árbol y se habría caído de no ser porque el conde la sujetó por la cintura.

—Cuidado —dijo él ayudándola a recuperar el equilibrio, pero dudó un momento antes de retirar el brazo.

En ese instante, Ali comprendió por qué las mujeres cometían imprudencias, como les había ocurrido a su madre y a su tía y a muchas más.

—Gracias —susurró, caminando aún más despacio.

El calor y la fuerza que desprendía el conde le resultaron agradables, tranquilizadores de un modo totalmente inoportuno. A sus veinticinco años, Alice Brandon había caminado por la vida sin contar con la protección o el afecto de un hombre, y no había comprendido nunca qué era exactamente lo que éstos ofrecían para que las mujeres tuvieran que aguantar su compañía, o peor aún, su autoridad sobre ellas.

Seguía sin comprender qué era exactamente, pero el conde lo tenía en abundancia. Cuanto antes encontraran una institutriz para Bronwyn, mucho mejor para todos.

—¿Por qué sigue vistiendo de negro? —le preguntó él, caminando a su lado—. Su tía murió hace varios años y nadie guarda luto riguroso por una tía durante años.

—No es obligatorio, pero ella fue como una madre para mí, así que teñí los vestidos más presentables que poseía y luego no he tenido dinero para reemplazarlos, ni tampoco mucha necesidad de hacerlo. Además, vistiendo de negro resultaba menos llamativa a los ojos de Biers y sus amigotes.

—No respetaba mucho a mi predecesor. Supongo que no siente mucho respeto por los hombres en general, dado que su tía la crió sola.

Otra pausa, pero, de nuevo, el conde la sujetó por la espalda para que no se cayera.

—Mi madre me dijo que mi padre se esforzó, pero que al final empezó a impacientarse y ella no fue capaz de obligarlo a que se quedara.

—¿No sentía nada por él?

—Sí. Nunca llegaré a entender esa clase de amor, un amor capaz de apartar al ser querido y decir que eso es lo mejor.

—¿Sabía que llevaba a su hija en el vientre cuando dejó que se marchara?

—No —contestó Ali con un suspiro, sintiendo la mano de él en la espalda—. No estaba... No mostraba indicios claros de su estado al principio y, cuando se dio cuenta, ya había sucedido lo impensable, él se había embarcado rumbo a las Indias.

—Tiene que alegrarse mucho de que ella no lo siguiera —dijo él en un tono tan sombrío como la noche—. Aquello no es vida para una mujer.

—Sobre todo cuando el hombre termina muriendo en la batalla y tú estás allí, sin él, sin medios, sin hogar y con un montón de críos agarrados a tus faldas.

—Es un tema constante en su vida, ¿no es verdad? —preguntó el conde, con curiosidad esta vez, aunque no era difícil ver el patrón.

—He tratado de no acercarme a Rosecroft —contestó ella, arrastrando los pies—. Biers era un recordatorio de lo más elocuente de hasta qué punto puede ser deshonesto un supuesto caballero con título.

—Era un ser de lo más desagradable —convino él—. No he conocido nunca a un hombre tan repugnante, que distara tanto de ser un caballero, a menos que incluyamos en el saco a ese cerdo que andaba confabulado con él, el barón King.

—¿Así que conoció a Biers?

—Yo lo maté —contestó sencillamente sin más, cogiéndola de la mano—. Mire por donde va. El suelo es muy irregular en esta parte.