Serpiente de Agua

.

.

Despertó cuando el Sol dejó de alumbrar el pie de la montaña. Abrió sus ojos negros, para ver su cueva, siempre oscura y fría. Se incorporó con lentitud, extendiendo sus entumecidas alas de color azul marino, similares a las alas de los Dragones que allá abajo, al pie de la montaña Lushan, veneraban los humanos mortales.

La nieve que tapaba la entrada de su caverna, llamada por los humanos como Caverna de los Inmortales, no dejaba pasar la luz del Sol. Pero los Inmortales habían abandonado su cuerpo físico mucho siglos antes, y sólo quedaba él, Kai. Ya no recordaba cuánto tiempo había pasado allí, pensó mientras miraba su larga cola azul de serpiente, que empezaba en su cintura, cuyas escamas parecía la obra maestre de los mejores joyeros de China. Sus manos, más blancas que la nieve que lo rodeaba, tenían largas uñas en vez de dedos, y eso le recordó de nuevo porqué estaba allí.

Terminó de despertar y se encaminó hacia la entrada de la caverna. Se deslizaba sin hacer ruido, tan invisible en la noche como una sombra, y tan silenciosos como un fantasma. Y tal vez lo fuera.

Los chinos que vivían al pie de la montaña decían que ésa era la Montaña de los Inmortales, donde residían los ocho mortales que se habían convertido en dioses. Y era cierto, o por lo menos, así lo había creído su abuelo.

Lo había arrastrado hacia ése lugar, cuando apenas tenía trece años. El Zar Iván, apodado con toda justicia como el Terrible, había perseguido a su familia, y sólo quedaban él y su abuelo. Pero Voltaire no estaba para lidiar con el Zar, y había llevado a su nieto a la rastra hacia China, obsesionado con la leyenda de los Ocho inmortales.

La leyenda decía que todo aquél que llegara a la cima y comiera un durazno del duraznero que crecía en el jardín del Cielo de los Inmortales lograría la inmortalidad. Voltaire no tenía nada que perder, ni siquiera su vida. Había sido destrozada por las apuestas, y no podía permanecer en Moscú, menos aún con un nieto, su único pariente, bajo su cargo.

Así fue que los dos escaparon de Moscú, atravesaron casi toda Asia y llegaron al pie de la Montaña de los Inmortales. Para ése entonces, Kai tenía quince años, y se había desarrollado muy bien para un chico de su edad. Las penurias del viaje le habían dado una percepción de la realidad que antes no tenía. Podía ver hasta en las noches más oscuras, escuchar lo que nadie escuchaba y sentir lo que nadie sentía.

Por eso supo que él sería el único que llegaría a la cima de la montaña. Su abuelo empezó con buen ritmo, pero con el correr de los días se fue agotando. Habían llegado a China en lo más crudo del invierno, pero se podían ver algunas flores de tanto en tanto. Dejaron atrás cascadas y lagos congelados donde se reflejaban las nubes del cielo. La subida se hacía más y más difícil, y las provisiones se les iban acabando. Cuando estaban por llegar a la cima, se desató una tormenta de nieve que los hizo separarse. Kai no volvió a ver a su abuelo. La fuerza de la tormenta lo hizo caer, y allí se quedó, cubierto por la nieve que lo cubría cada vez más. Las heridas que se había causado cuando subía dejaron de dolerle, y un gran alivio le recorrió el cuerpo.

Pero no iba a morir. No, su vida podía ser cualquier cosa, menos fácil. Han Chung Li, el jefe de los Ocho Inmortales, se le apareció y le dijo que no debía morir. Su cuerpo se había convertido en hielo y no podía volver a él, pero el inmortal le dijo que podía revivirlo con su abanico. Kai debí volver a la vida, eso era un hecho, pero había llegado demasiado lejos como para dejarlo ir.

Han Chung Li le dijo que tenía dos opciones; podía volver a su cuerpo humano y seguir su vida de mortal, o podía quedarse allí, viviendo cerca de los Inmortales, hasta que llegara el momento indicado. Kai no preguntó cuándo sería ése momento, sólo aceptó. No tenía futuro como humano. No llegaría vivo al pie de la montaña. Si lo hacía, no tenía ni fuerzas ni medios para sobrevivir en China, o en cualquier otro país. Y si llegaban a verlo cerca de las fronteras de Rusia, terminaría en una mazmorra, donde no tardaría en morir.

Había aceptado lo que le ofrecían, y ése fue el inicio de su nueva vida.

Si a eso se le podía llamar vida.

Le hicieron un cuerpo de hielo y nieve, de viento helado y agua fría. Sus piernas desaparecieron, y en su lugar apareció la majestuosa cola azul de Serpiente que veía ahora. Sus manos cambiaron, se volvieron puntiagudas y blancas. Las alas de Serpiente eran negras por fuera y azules por dentro, y podían envolverlo por completo.

Y le dieron una tarea que cumplir. No permanecería ocioso, ya que la Serpiente de Agua anterior ya había llegado al momento indicado, y ahora él, Kai, debía hacer su trabajo. Ser Recolector de Almas era algo raro, podía atravesar lo material, hasta a los seres vivos. Pero lo que realmente le dolía era el ver cómo lo miraban. Los sentimientos que despertaba en los humanos al verlo venir.

Él debía llevarse las almas de los que morían hacia el Mundo Prisionero, donde las almas de los muertos eran juzgadas para decidir su destino. Jamás había visto a ninguno de los Diez Reyes de ése mundo, y había empezado a creer que jamás abandonaría el mundo terrenal. Hasta la muerte le era negada...

Salió de su caverna y miró el cielo. La Luna llena iluminaba todo el lugar, y pudo ver con claridad las ciudades y pueblos a los que debía ir esa noche. En invierno siempre morían más humanos que en verano, y ése era especialmente cruel. Morirían muchos esa noche, y él debía indicarles el camino, para después desaparecer. No podía entrar al Mundo Prisionero. Tal vez cuando llegara el momento indicado se le permitiría. Pero no sabía qué sucedería entonces.

Quince almas debió llevarse ésa noche, y aún no terminaba. La rutina era la misma; entraba atravesando las paredes, pasando por sobre los amuletos que ponían para alejarlo de allí, sin querer saber, o sabiendo e ignorándolo, que nada material podía detenerlo. Luego iba hacia donde estaba el alma a liberarse, y le tomaba la cabeza con sus frías y blancas manos. El alma se desprendía lentamente del cuerpo, que caía sobre el lecho, donde usualmente estaban los moribundos. Luego Kai se elevaba, llevando de la mano al alma, que a veces no lograba entender del todo lo que sucedía. Llevaba al espíritu hacia arriba, hasta que podía sentir que Ts´in-kuang-vang, quien juzgaba a las almas por sus méritos y faltas, no le permitía seguir. Entonces el espíritu iba hacia ése gran presencia, que le impondría, según lo que hubiera hecho en vida, una reencarnación o un castigo antes de volver a la Tierra.

Kai nuca lo había visto, y sabía que pasaría mucho tiempo antes que pudiera atravesar la barrera que lo separaba del primer Gran Juez de las almas. A veces temía encontrarse con él en sus sueños, pero cada vez que intentaba recordar algo relacionado con los Ocho Inmortales, una niebla espesa nublaba sus sueños. Nunca pudo ver bien a Han Chung Li en sus sueños, por más que hubiera sentido su presencia muchas veces a su alrededor.

Y ahora se podía elevar cada vez menos. Sus alas habían volado muchas noches, muchas más de las que el Zar Iván había existido, y cada vez se iban debilitando. Su cuerpo físico no cambiaba, seguía siendo el muchachito de quince años, al menos en lo que le restaba físicamente de humano. Su torso, su cabeza y sus brazos.

Pero no debía distraerse. Sólo faltaba un espíritu encarnado, o alma, como le decían los mortales, y podría volver a la montaña. Conocía cada lago, cascada, árbol y piedra de la montaña, y en las noches de invierno se veía reflejado en el cristal de hielo que se formaba. Veía el rocío convertido en escarcha y la nieve cayendo sobre su cuerpo. No recordaba cuándo había empezado a tenderse sobre la nieve, rogando que si frialdad pasara a su corazón y que dejara de sentir.

Su corazón había sufrido mucho, pero aún estaba allí. Pero sólo le traía dolor y sufrimientos. El ver a los que iban a morir rodados de sus seres queridos le hacía recordar la familia que no tuvo, muerta por sus ideas o por sus obsesiones, como su abuelo. La Serpiente de Agua que lo había precedido se había llevado su alma y, mientras formaban su cuerpo, se había ido. Había llegado su momento indicado.

La última de las almas que debía liberar estaba alejada de las otras, en una casa solitaria, cerca de la montaña. Podía percibir cómo las almas de casi todo el pueblo estaban con ése humano que se debatía entre dos mundos. Por eso se sorprendió al no ver a nadie cerca. El lugar estaba desierto, o al menos así lo creyó Kai.

Atravesó las paredes de la choza, esperando no encontrar a nadie, pero se equivocó. Al lado de la cama había una jovencita de pelo rosa, la sacerdotisa del pueblo, tomándole la mano al moribundo. Kai la conocía. La había visto muchas veces cerca de los que iban a morir, para rezar por sus almas. Siempre había gente a su alrededor, pero ahora no. Sólo estaba ella, y Kai entendió.

-Ve a tu hogar- le dijo Kai, con voz fría.

-No- dijo la sacerdotisa, aferrándose al otro joven.

-Ve a tu hogar- repitió Kai, con la misma voz fría.

-Él no debe irse-

-Ve a tu hogar-

-¡Él me salvo de la avalancha dándome el calor de su cuerpo!- dijo la sacerdotisa, aferrándose a la mano del joven -¿Es que eso no importa para los Dioses?-

-Ve a tu hogar- dijo Kai luego de un largo silencio, extendiendo una de sus manos. Tocó la cabeza de la sacerdotisa, quien desapareció en el aire. Kai la había mandado a su casa, y no saldría de allí hasta el amanecer.

Pero no se había ido del todo. Había algo en el aire que daba la sensación de que la sacerdotisa aún estaba allí. Olor a flores, las flores que se ofrendaban a los Dioses al pie de la Montaña de los Inmortales. Pero éste olor era diferente. Se sentía más... profundo. Como si formaran parte de algo más grande, algo que él no lograba entender del todo.

Había escuchado en la boca de un iraní, que volvía a su país luego de estar en China, un cuento muy conocido en su tierra. Narraba la historia de cómo un monarca había soñado con una mujer hermosa, que tenía el perfume más maravilloso de toda la Tierra mortal,  y que, cuando despertaba, empezaba a buscarla. La encontró, pero junto con ésa mujer venía el perfume, en una vasija. El monarca en principio estuvo feliz, pero la mujer no se conmovió ni siquiera frente al asesinato de una mujer y su hijo, casi un niño de pecho. Al final, el monarca arrojaba la vasija con el perfume, rompiéndola, y la mujer moría, porque ése perfume era su corazón. Y ésa era la sensación que se sentía en el ambiente.

Kai miró al joven que estaba agonizando. Era un chino joven, de aspecto felino, con su largo cabello negro esparcido sobre la almohada, como si fuera una seda. Kai sabía lo que sufría. No había cura en la tierra, pero sí en la Montaña. La nieve de la Montaña de los Inmortales juntada en lasa noches de Luna llena curaba ésa clase de enfermedades de la noche a la mañana. Pero nadie se atrevía a ir a buscarla en las noches donde la Luna mostraba todo su esplendor. Porque las noches eran su hora, y la Luna su planeta, el mismo que lo llenaba de poder y de energía. Y había Luna llena ésa noche.

Kai sabía lo que tenía que hacer, pero no lo hizo. La sacerdotisa era pretendida por todos los hombres del pueblo, y ella se conformaba con un simple campesino, sin riquezas, sin intelecto, sin aptitudes que no fuera el trabajar la tierra. Pero la sacerdotisa lo amaba, a él y no a otro. Kai se inclinó para verlo mejor, algo especial debía tener para haber sido elegido, pero no tenía ninguna diferencia con los otros campesinos.

¿Qué era lo que la atraía? ¿Por qué ése y no otro? ¿Acaso no prefería al comerciante Han Tsu, que tenía suficientes riquezas para comprar toda la comarca, y que venía sólo para verla? ¿O al pirata Liu Dong, conocido por su gran valentía al emboscar los barcos que se atrevían a pasar por el mar de China? ¿Qué era lo que le hacía elegir a uno, por más irracional que fuese, a uno del montón que no tenía aptitudes especiales para nada?

Kai casi podía tocar el rostro de ése joven con las manos, pero entonces lo sintió. Estaba soñando con algo que hacía palpitar mucho su corazón. Kai nunca había experimentado una reacción así, y nunca los había visto en los otros, cuando iba a buscar las almas. Tocó un costado de la cabeza del joven, y cerró los ojos. Podría ver qué estaba soñando.

Y empezó a ver. Vio cómo ésos dos se habían conocido cuando sus familias se habían unido por un matrimonio. Vio cómo empezaron a trabajar juntos la tierra, hasta que ella descubrió que podía hablar con los espíritus. Observó cómo ése joven la veía pasar día tras día, camino al templo, cuando el Sol no dejaba ver su rostro. Y fue entonces cuando empezó a sentir ésa calidez. Kai también la sintió, e intentó resistirse. Pero luego se dijo que para qué, si eso no le hacía daño. Era una calidez que llenaba su cuerpo, una calidez que elevaba su espíritu más allá de su cuerpo, que lo hacía volar más allá de la Tierra de los Mortales, y fue entonces cuando se dio cuenta que otro había ocupado su lugar.

La sacerdotisa llegó a la mañana siguiente, temiendo lo peor. Pero el joven la recibió en la puerta, totalmente sano. La Serpiente de Agua, que era más que nade de Hielo y Nieve, se había ido, dejando un presente a ése joven, que le había enseñado por fin cómo se sentí el amor.

.

.

Bueno, he decidido meter a los Blade Brakers en mis cuentos, más que nada fantásticos, pero díganme si a este lo vieron antes. Ahora se viene lo bueno, porque tengo otro capítulo escrito y otro planeado, cada Blade Braker representará a un elemento chino. Kai es una Serpiente de Agua, Max un Caballo de Fuego, Kenny será de Metal, Tyson de Madera y Ray será de Tierra. Sí, ya sé, son cosas medio raras, pero se me dio pro hacer algo más... exótico que lo que usualmente se lee por aquí. Lo único que espero es que a Raven-sama le gusten, ya que él es mi inspiración al escribir.

Nos leemos

Nakoruru