Disclaimer: Todos los personajes, tramas y situaciones de The Hunger Games son de Suzanne Collins…, creedme que si fuesen míos, ¡Katniss tendría a unos compañeros mucho más sagaces a los que enfrentarse! jeje. Sin embargo, la trama de abajo es mía y solamente mía.
Capítulo 1. El triunfo de Clove.
Al despertar por la mañana lo primero que hago es estirar los dedos por encima de mi cabeza para palpar a Rocke, mi súper perro peludo. Es un canino feo y enclenque, aunque increíblemente cariñoso. Él me lame los dedos como señal de buenos días, y yo le rasco un poco el lomo respondiendo a su matutino saludo. Después, me recuesto de nuevo en la cama, intentando rescatar mi glorioso estado con Morfeo. Imágenes de mi misma, ataviada en un inmaculado traje blanco bailan ante mis ojos entrecerrados, logrando sacar de mí un ronroneo de placer.
De pronto, Rocke se pone a ladrar de forma escandalosa. Al abrir los ojos e intentar descubrir el motivo de sus ladridos, mi vista acaba posándose en la ventana, en la procesión de Agentes de la Paz que, voluntariamente o no, desfilan ante mi fantasiosa vista. De un brinco salgo de la cama y acabo asomándome al mirador, para poder ojearles más de cerca, para poder rescatar la escena y convertirla después en parte de mi relicario personal, en parte de mi segundo sueño a alcanzar.
Seguramente estarán saliendo de una de las tantas reuniones que todos los años celebran en la temporada prejuegos, porque la cara de sumo cansancio que tienen, hablan por sí mismas. Caminan de dos en dos y en fila india, como un ejército desfilando al frente de su capitán. Para regocijo mío, algunos incluso me saludan con una inclinación de cabeza.
Al ser hija de agentes, o más preciso, al ser hija del jefe de agentes, pocas son las veces en que consigo pasar desapercibida…, y esta no es la excepción, a pesar de estar embutida en un almidonado camisón envejecido, de tener los cabellos revueltos y la mirada más exageradamente extasiada que seguramente hayan visto nunca. Sin embargo, es mi mentón burgués —herencia de mi cuadrado padre— mi nariz aristocrática y mi inseparable perro desteñido los que marcan de forma inequívoca la línea pública de mi identidad.
Podría haberme quedado ahí toda la mañana viéndoles pasar, de haberse tratado de otro día. Pero hoy no. Precisamente hoy no puedo contentarme con envidiarles en silencio como siempre, sino dejarles y colarme en la abarrotada Plaza Principal de nuestro Distrito 2 y colocarme en la fila de ansiosas chicas a la espera de ser cosechadas. Por lo que, animada, les hago un gesto de despedida con la mano, y me cuelo en el cuarto de baño para asearme.
Al llegar a la plaza, me posiciono en mi puesto, y empiezo a rezar en mi fuero interno que este año sí sea yo, que sí sea yo, que sí sea yo… porque hoy es el día de la cosecha. Hoy debe ser mi día, necesito que sea mi día. El día en que me convierta en el orgullo de mis padres, el día en que sea clasificada a participar en Los Juegos del Hambre.
—¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte! ¿Las damas primero? sí señores, la tributo del distrito 2 será… ¡Clove Caster!
Dicen que las cosas de tanto ir tras ellas, pedirlas o buscarlas se consiguen. ¿La verdad? no tengo ni idea de si sea cierto, y ni me importa mucho saberlo. Lo único que me importa es que por fin ¡por fin!, lo he conseguido, que voy a ser una nueva auténtica e inolvidable tributo.
Con determinación avanzo al frente de la fila a pasos marcados, desgarbados y precisos, subo al escenario envuelta en un manto de indiferencia externa y alegría interna, me coloco frente a la multitud y, con un soberano esfuerzo de contención de no echarme a reír por las miradas de envidia que muchas compañeras me lanzan, expreso mi suerte esbozando una sonrisa de pura y dura condescendencia.
De pie, erguida, atiendo a lo que queda de Selección. Mascullo por dentro cuando sale elegido Cato. Bueno, en realidad más que elegido, él mismo se presenta voluntario, porque si bien Tanatos, el primero al que seleccionaron está físicamente bien preparado, Kato no está dispuesto a que su némesis de toda la vida le robe la gloria… o eso, o es que, como sospecho, tiene sentimientos ocultos por su llorosa hermana.
Al verle avanzar apresuradamente hacia el escenario, como si temiese que otro le quitase el puesto, le doy un buen golpe mental para desahogar mi impotencia. No por rabia hacia el chico (porque lo cierto es que nos llevamos muy bien) sino porque reconozco que va a ser un contrincante muy difícil de abatir y, aunque desee que él también pueda volver a casa para que la chica quejica le de su merecida recompensa, entre él y yo, obviamente elijo mi supervivencia.
No es que tenga algo en contra de él. Es pura y simple lógica. De 24 tributos sólo uno puede salir con vida, y estoy decidida, por ese traje blanco que está esperando a que lo luzca, a que la vencedora de los 74º Juegos del Hambre sea yo.
Cuando Cato sube al escenario (a su favor admito que con una seguridad algo intimidante), me da una mirada de reojo como pidiendo y diciéndome que, por lo menos entre los dos, gane el mejor. Asintiendo con la cabeza, le devuelvo la intención mientras el alcalde termina de leer el más que sabido y cansino Tratado de la Traición, para luego mandarnos a darnos la mano. Girados de cara al público, agradecemos los aplausos con una pequeña reverencia, guiñando el gesto hacia la audiencia del Capitolio mientras suena el himno nacional.
En cuanto termina el himno, nos conducen directos al edificio de Justicia. Una vez dentro, nos llevan a cada uno a una sala aislada y lujosa. Sí, es el momento de las despedidas.
–No llores, Buela, bien sabes que volveré.
Calmo a mi abuela con soltura. A pesar de que siento ganas de llegar ya al Capitolio, guardo mi impaciencia en el compartimiento especial que tengo para estos sus habituales ataques de histeria que la dan, y empiezo a abrazarla con fuerza y a mecerla con dulzura. Sé que muchos piensan que soy fría y altiva. Lo segundo sólo cuando debo serlo (entiéndase cuando ando y hablo con mis padres) pero ¿lo primero…? no se acercan ni de lejos. Soy de las que piensan que cada moneda llama a otra moneda (el ojo por ojo de toda la vida, vamos) así que si ellos me tratan con frialdad, ¿qué esperan? ¿Que les sonría o que les ría tontamente la gracia sin replicar?
Después de que se vaya mi abuela, entran mis padres con Rocke cogido de la correa. Si por casualidad esperaba que me echen los brazos al cuello y que derramen unas cuantas lagrimitas por mi partida, bien puedo darme con las ganas en las narices. No, porque siguiendo con lo que realmente espero de ellos, se ponen a darme instrucciones de cómo poder eliminar a los otros tributos, mostrándome con mímicas las mejores formas de clavarles el cuchillo… en fin, portándose como padres que no desean ver a su hijita derrotada por unos fantoches insignificantes.
A pesar de sus buenas intenciones, lo cierto es que resulta algo innecesario. Vamos a ver, si cierto es que está prohibido entrenarse para sobrevivir al ser seleccionado como uno de los afortunados concursantes de Los Juegos, igual de cierto es que llevo entrenándome toda mi vida para este momento; que son ellos mismos los que me han enseñado veinticinco formas de matar con un cuchillo, doce formas de convertir mis manos desnudas en armas letales, y un sinfín de estrategias a tomar en cuenta para sobrevivir en la Arena.
Así que no es de extrañar que dedique más tiempo a despedirme de Rocke (la única razón capaz de hacer tambalear mi resolución de irme del Distrito) y pasar olímpicamente de sus órdenes. Por una vez en mi vida, puedo permitirme el lujo de hacer oídos sordos a sus palabras, y ellos, por una vez en sus vidas, deben tragarse la rabia y a aguantar una insultante indiferencia por mi parte.
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Al llegar a la estación, confirmo lo que ya me suponía: está llena de cámaras y periodistas que se pisan y empujan para captar la primera foto de los tributos del Distrito 2, el Distrito que, por cierto, es el que más orgullo vencedor les ha proporcionado, a ellos y a su insaciable audiencia. Kato y yo cuadramos los hombros, sonreímos encantados y entramos con determinación al tren que nos conducirá por primera vez al Capitolio, donde tendremos que pasar toda una semana de preparaciones y presentaciones.
De inmediato, el tren se pone en marcha y empieza a traquetear a una velocidad que bueno, para alguien nada acostumbrado al correteo de las ruedas, resulta un tanto mareante.
Después de conseguir tener bajo control el mareo y volver a poner la cabeza en su sitio, echo un vistazo a mi alrededor. Este tren es mucho más elegante que la bien amueblada casa del alcalde, la cual visitaba regularmente gracias a las exigencias sociales de mis padres; incluso mucho más que la sala de Justicia en la que se llevan a cabo las despedidas. Además, cotilleando y preguntando, descubro que cada uno de nosotros tiene su propia sección individual. La mía está compuesta por un espacioso dormitorio, un cargado cambiador y un cuarto de baño.
Me desanima un poco la imagen del servicio porque es un poco austero y simple, pero de inmediato me soborna la ardiente idea del agua caliente. Según Augusta Percival, la acompañante de nuestro distrito, el viaje durará toda la tarde, por lo que si quiero puedo hacer, comer o deshacer todo lo que me plazca porque todo lo que hay por aquí, incluso la vestimenta, son míos; con que esté lista para la cena, dice, se da por satisfecha. Así que, ni corta ni perezosa, armo una piscina casera en la bañera e intento relajarme todo lo que puedo, olvidando por un momento dónde estoy y hacia qué ardid me dirijo.
·.·.·.
Tres horas y media después, me acerco al comedor porque van a empezar a servir la cena. Es una amplia estancia con paredes de madera pulida, con altas sillas que al acercarme a ellas me hacen sentir que tengo las vistas de un garbancito, y con una mesa de cristal donde descansan numerosos manjares. Kato ya está sentado, junto con Augusta, Brutus y Enobaria, atacando un gran plato de chuletas de cordero con patatas al vapor.
La verdad es que el tío no se corta ni un pelo. Se llena tanto los carrillos de la boca que temo que en cualquier momento salga disparado un trozo de carne a mi cara, porque he tenido la desafortunada suerte de sentarme justo enfrente suyo; ver su forma de engullir la comida me frena un poco, pero tengo tanta hambre que descarto mis remilgos, fijo la vista en mi plato y empiezo a comer con igual de entusiasmo que él, pero eso sí, con mucha más moderación que el «Grandullón», como cariñosamente le llamo a veces.
La conversación todavía gira entorno a La Cosecha de la mañana. De si el evento ha estado o no, a la altura de los anteriores, sobre cómo han ido los aciertos de las apuestas, y del cómo han acabado siendo, Brutus y Enobaria, los mentores de este año. Y es que, si de algo no pueden presumir ellos, es de ser los únicos vencedores de nuestro Distrito… de hecho, nos hemos llevado ni más ni menos que a veinte de esos vencedores, nueve de los cuales, cinco hombres y cuatro mujeres, siguen todavía con vida.
Así que, para evitar un tráfico innecesario de mentores para tan solo dos tributos, cada año varían los mentores, los cuales, obviamente, fueron alguna vez tributo vencedor de su año. Si la expectativa de La Cosecha es saber qué chico o qué chica saldrá seleccionado, el adivinar a los dos mentores, la cifra máxima que permiten los vigilantes de Los Juegos, tampoco se queda atrás, ya que crea mucha expectación entre los apostadores.
—Entonces, ¿cómo lo decidís? –pregunta Cato entre bocado y bocado.
—Oh, eso es muy fácil –contesta Brutus haciendo un ademán desinteresado–. Simplemente hacemos otra selección como la vuestra, y quienes salgan elegidos… bueno, se sientan aquí con vosotros.
—¿Y ya está? –Gruñe un desilusionado Cato–. ¿Tanto secretismo para eso?
—Bueno, ten en cuenta que nosotros no hacemos dos sorteos, uno masculino y otro femenino –explica Brutus—. Simplemente dejamos que el último que haya sido vencedor se estrene como mentor en La Cosecha siguiente, mientras que el segundo mentor sale a boleo… independientemente de si coincide chico con chico, o chica con chica.
—Pero entonces el último vencedor en llegar tendrá más trabajo que hacer, porque hará más veces de mentor, ¿no? –plantea Cato.
—No –interviene Enobaria–, porque seguimos un orden ascendente… es decir, del último al penúltimo, al antepenúltimo… y así hasta llegar al primero de la lista. ¿Entendéis?
—¿Y no sería mucho más fácil dejar los dos nombres en manos del azar? –planteo, interviniendo yo también.
–Pues no. —Enobaria se muestra tajante a ese respecto—. Entre otras cosas porque el Capitolio tiene que tener anotado siempre un nombre presente. Además, de ese modo, así hacemos ver al nuevo vencedor que la pesadi… que la pesada carga aún no ha terminado.
Me parece una medida un poco extraña, la verdad. Pero claro, no soy quién para juzgar, así que me limito a asentir con la cabeza, aunque creo que ay mucho más de lo que estos vencedores están dispuestos a contarnos.
—En fin –retoma Brutus–, y hablando de vencedores… ¿tenéis alguna habilidad para aseguraros de ser también uno de ellos?
Como única respuesta, Cato y yo lanzamos al unísono y de forma perezosa el cuchillo de carne que cada uno de nosotros sostenemos en la mano, en dirección al moreno asistente que está reclinado contra la pared. El avox está cargado de los platos del postre, por lo que no le queda más remedio, en su impotencia, de asistir al cuándo los cubiertos se aproximan imparables a su extendido brazo. Los cuchillos se encuentran en el aire, formando una perfecta cruz que se balancea imparable hacia el joven.
Sin embargo, como sabía, pasan rozando su manga, agujereando la impávida ropa, clavándose firmemente contra la pared, y sujetando de paso al avox en ella. El cuchillo de Cato se queda tambaleando en la punta, mientras el mío se enclava hasta la empuñadura.
—Soy capaz de hacer el doble de eso aunque sea con una enclenque lanza –se apresura a asegurar Cato, ante la desdeñosa mirada de Enobaria.
Ante esa declaración, la vencedora le mira de arriba abajo, fijándose sobre todo en los tensos músculos de sus brazos y piernas; al terminar el análisis visual, le sonríe de manera afirmativa, obviamente creyendo su habilidad. Mientras que a mi… bueno, de mí ni siquiera se acuerda.
Me vuelvo hacia Brutus, esperando oír su opinión, pero me encuentro que él también está admirado por la destreza de Cato.
·.·.·.
Una vez llenos, nos trasladamos a otro compartimiento del tren para presenciar una de las tantas repeticiones que hacen a lo largo del día, de todas las cosechas de los doce distritos que tiene el país. Para ser sincera, no esperaba que hubiese gran competencia con los otros Distritos, pero la verdad es que este año se pasan de insignificantes, mis supuestos contrincantes. En serio. Amén de los habituales compañeros de los distritos 1 y 4, y de un extraviado gigante moreno del 11, los otros no merecen ciertamente ni un suspiro de alivio.
Mención a parte a la chica suicida del 12, porque aunque su posición de voluntaria denota que tiene ambición, viene del distrito más pobre, feo e indefenso de Panem. Muchos dirán que es valiente, otros que es envidiosa, o que no quería quitarle la gloria a su hermana pequeña, pero yo personalmente llego a la conclusión de que esa chica es simplemente tonta. Y una consumada genocida.
No es por ser cruel ni nada por el estilo, pero es que en setenta y tres Juegos del Hambre, los mineros han demostrado que no saben proteger sus vidas o, hablando en su jerga, no saben proteger sus minas. A excepción de su ahora mentor Haymitch Abernathy y de otro sortudo por ahí ya cadáver, han mostrado una penosa y deplorable defensa vital. Y, si no tienes posibilidades de regresar vivo y glorioso a casa, ¿qué sentido tiene cambiar y arriesgar tu vida si te has librado de la necesidad de ir a luchar?
Sacudo la cabeza con desaprobación.
«Los tontos», me digo, «sólo tienen cabida en un sitio: en una triste y estrecha caja de madera».
Estoy a punto de girarme hacia Cato y Brutus, que están sentados justo detrás de mí, para preguntarles qué piensan de la selección, cuando lo veo subir al escenario.
Peeta Mellark, dicen que se llama.
Incrédula, le miro, le miro y le miro y no me canso de mirarlo. "Altura media. Bajo y fornido. Pelo rubio ceniza que le cae en ondas sobre la frente". En su cara no se refleja ni el regocijo de Cato, la astucia de la pelirroja del Distrito 5, la seriedad del chico del Distrito 11, ni la inexpresividad de su compañera de escenario, sino que se ve claramente la conmoción que le ha producido su elección.
Aunque intenta visiblemente contener sus emociones, debe culpar a sus ojos, que son el más fiel de todos los espejos. Porque se saltan su orden de interiorizar sus sentimientos y reflejan claramente la alarma que siente al verse elegido en unos juegos en los que, contrario a mí, nunca ha querido participar.
Derretida, agradezco el fugaz primer plano que hacen de su cara, porque en ellos detengo mi vista, captando una mirada celeste, unos ojos… ¡oh, esos ojos! Jamás había visto unos ojos que transmitiesen tanto. A pesar de que no es a mí a quien mira. A pesar de que no es por mí por quien tiembla. A pesar de que no es a mí, con las manos, a quien tranquiliza en un apretón. A pesar, incluso, de las pocas posibilidades que hay en que me llegue a conocer fuera de un enfrentamiento.
No creo poder llegar a olvidar jamás esos ojos bañados en la profundidad celeste de la ternura y la bondad, la inequívoca muestra del temor y la falta de vergüenza por mostrar tal emoción ante las cámaras y el resto de la expectante nación. Unos ojos, sobre todo, capaces de admitir tales sentimientos sinceros, no rehuirlos en una máscara de petulancia, y sí ser aplastados por su seguridad, su fuerza de voluntad y su determinación.
Cuando me eligieron tributo, en lo primero que pensé fue que la suerte no me había abandonado, porque si algo tenía claro, era que debía volver a casa. Quería volver. Y, por mi abuela, sigo muy determinada a ello. Por eso no me desesperé cuando oí mi nombre, porque me lo tomé como una posibilidad más que me daban para alcanzar el puesto que tanto ambicionaba.
Y sin embargo, cuando más me alegro en participar, no es al percatarme que me he salido con la mía otra vez; no es al recordar las riquezas que me garantiza el vencer; no es ni siquiera la renombrada ilusión de poder (si quiero) pasar a formar parte de las filas de "Los ángeles justicieros" como interiormente llamo a los Agentes de la paz.
No. Es en este preciso momento, cuando me fijo en él sin querer, cuando la felicidad realmente me embarga. Porque, aun siendo una postura bizarra o masoquista, me doy cuenta de que gracias a Los Juegos del Hambre he encontrado mi gran ilusión.
Tanta fortaleza, humanidad, dulzura y, por supuesto, guapura… no está ahí, ante mis ojos, para nada. Está puesta para mí. Para que me acerque, pruebe, acaricie y deguste. Y, en estos momentos en que mi vida empieza a pender de un hilo, ¿a qué otra cosa agarrarme para evitar caer en el vértigo y, sí, para qué engañarnos, el miedo?
Me pierdo en sus ojos. En ese su mirar que grita su personalidad. Es bueno y seguro; es calma y futuro. Es todo eso afirmado sin conocerlo siquiera, pero reafirmado en el océano de su mirada, una mirada en la que me atrevo a bucear, sin saber que el robado tributo de mi corazón iba a convertirse en mi peor aliado, en el aclamado tributo jugador que pretendía poner por encima de mí ¡de mi! a una chica mártir incapaz de valorar lo que tanto tiene, y a lo que a mí tanto me falta… su amor.
