Mil ochocientos cincuenta y nueve yenes en tu billetera, tus tonfas, Hibird, y un hambre terrible. No llevas nada más encima mientras caminas por la Namimori de las siete de la tarde.

Pero como pueblo tempranero que es, el sushi ya ha cerrado, los puestos callejeros de yakisoba se han recogido y sólo quedan como opción algunas cadenas de comida rápida americana que hay cerca de donde estás.

Y las entrañas te ruegan que entres en ese KFC con que acabas de toparte en tu andar.

Pides la típica cubeta de pollo, más que por favoritismo, porque es lo primero que se ve en el menú, -y porque es lo único que el hoyo negro en tu bolsillo te permite costear-.

Pero entonces, cuando estás a punto de dar el primer mordisco, el piar de tu pequeña ave te hace recordar que aún la llevas en tu hombro.

Y por alguna razón, se te hace incómodo que tu mascota te esté mirando.

Desvías la vista hacia la cubeta. Observas de nuevo al animal. Otra vez te fijas en la cubeta.

¿Qué demonios?

Sales del recinto sin probar bocado, tal cual como has entrado. Sólo teniendo tus tonfas, Hibird, un hambre terrible y mil ochocientos cincuenta yenes que debiste haber llevado al Burger King de dos cuadras más adelante desde un principio.