La orquesta tocaba suavemente. Invitados llegarían de todo el mundo. Aquella noche una gran pregunta cambiaría nuestras vidas. Sumido en mis pensamientos, aguardaba a que aquella chica de rubia cabellera bajase a bailar conmigo en el gran salón. Tenía las manos sudorosas y los nervios invadían cada centímetro de mi ser, ¿Lo haría? ¿Por fin me atrevería a hacerlo?

Y entonces apareció. El vestido carmesí resaltaba su fina figura, los tonos de fondo crecían a cada paso que daba. El destello de sus ojos esmeralda me hacía divagar, sus delicadas manos tocaron las mías, estaba seguro de que estaban hechas las unas para las otras, así como nuestros corazones. Al comenzar, la atención de todos los presentes se vació en nosotros, el recién presentado Grandchester a la sociedad tomaba con seguridad la cintura de la bella chica que bailaba a su lado.

En medio del salón, las luces hacían que sus pecas se vieran aún más hermosas. Me miró fijamente, la habitación se redujo a ella, nada más que ella.

-Te amo– le espeté en el balcón. Los invitados cenaban, nos habíamos colado en el pasillo de los criados y la brisa invernal hacía que su melena reluciera bajo el claro de la luna. No sabía cómo llevar esto. Já, el gran señor Grandchester no sabía cómo manipular esta situación. Ya era suficiente tener que estar a la posición del apellido que había condenado mi vida.

Se giró. Lo había dicho en voz alta ¡Lo había hecho! Y ahora ¿Qué? Sus ojos se clavaron en los míos.

-Yo… yo también, Terry- Cuando pronunciaba mi nombre, me volvía loco.

-Y… ¿Tú crees que… deberíamos… no sé… es decir… ya sabes… - tartamudeé, llevé una mano a mi nuca y rompí el contacto visual. Diablos.

-¿Sí?

Comencé a ruborizarme. Si no ahora, ¿cuándo?

-¿Quieres casarte conmigo?- Dejé salir todo, la sangre se me fue a los talones. Balanceaba mi cuerpo hacia adelante y hacia atrás.

-Yo…- Bajó la mirada. ¿Lo había hecho mal? – No puedo.

-¿Qué?- La noche estrellada comenzaba a ponerse totalmente oscura ante mis ojos. Di un paso atrás. Deseaba que la tierra me tragara.

-No puedo- dijo intentando contener una de sus estruendosas carcajadas.

-Candice!- Y entonces la soltó, se rió hasta más no poder con una mano en mi antebrazo.

-¡Claro que quiero casarme contigo! – Y me besó. Me besó. La besé. Nos besamos. Y entonces era mía.

-…Un brindis por los novios- dijo mi padre a los presentes, quienes vitorearon a la pareja. Uno de ellos se levantó de su mesa, caminó al lado de mi prometida; rebuscó algo en su saco y entonces lo mostró. Una revólver 45.

- ¡Abajo todos!- tomó a Candy por el cuello, corrió por el vestíbulo, arrastrándola.

-¡Suéltame, maldito cretino!- Pataleaba. Corrí a ella. Dos tipos me tomaron por la espalda, les propiné uno que otro golpe y para entonces se retorcían en el suelo. El tipo subía a su Spyder 918 platino, tomó la principal. Lo seguí en mi SSC Tuatara, pronto se unieron tres coches más a la persecución. Él viró a la izquierda, yo lo imité. Entonces asomaron sus armas dos sunroofs, balas por doquier abollaban el auto, una de ellas dio en la llanta. Así, sin ton ni son, intenté seguirle el paso al idiota.

Una curva. Un destello. Un estruendo. Un golpe. El mundo se desvaneció.