La cuenta seguía avanzando: ocho, nueve,… o tal vez solo seis. Ninguno de ellos tenía constancia de cuánto tiempo llevaban ambas en la oscuridad.

Reese se encontraba en el interior del vagón limpiando su armamento cuando Bear empezó a ladrar de manera descontrolada. Los tres miraron al perro intentando interpretar a qué se debían aquellos ladridos.

- ¡Bear! – dijo Finch con tono seco, creando un pequeño eco en la estación. El perro echó a correr y de un salto entró en un hueco situado bajo el andén. La mirada de Reese al ver salir de nuevo al animal alertó a Finch, quien dejó el escritorio para recoger aquello que el perro llevaba en la boca.

- Root… - susurró Reese a la vez que se acercaba a ella. – Tal vez quieras ver esto. - Root intentó reunir todo el coraje posible para sostenerla. Sin decir una sola palabra, apretó la llave en su mano y dejó la sala a sus espaldas.

A lo largo de Lenox Avenue empezó a recordar lo que sentía cuando escuchaba a la Máquina. Ilusión, esperanza, alegría… conseguía hacerle sentir llena. Samaritan se encargó de arrebatarle por segunda vez parte de esa alegría antes de apagarse definitivamente. "32, 31, 30,…" susurraba al acercarse. Mientras tanto, su mente seguía recordando los meses anteriores, los cuales los había pasado hackeando las cámaras de vigilancia de la ciudad de Nueva York con la esperanza de obtener una imagen, una pista sólida. Día tras día, la agonía crecía, apagando su ilusión por saber de ella y empezó a escuchar a Finch, quien ya daba todo por perdido.

Su respiración se detuvo al ver el siguiente número, "29". Su cuerpo se paralizó y su temblorosa mano era la única que continuaba en acción. La acercó a la cerradura, empujando a su vez el pomo de la puerta para poder adentrarse en el interior. La oscuridad abrazaba todo el espacio y el aroma que mantenía la sala fue lo suficientemente fuerte para embriagar a Root. "Sameen…" susurró con la esperanza de obtener una respuesta. Esperó. Silencio.

Dejándose llevar por sus pasos, cayó cerca del cabecero de la cama. Las lágrimas brotaban por sus mejillas y el frío erizó su cabello. Su cuerpo necesitó estar arropado, necesitó estar junto a ella. Lo único que pudo sentir en ese momento fue la almohada, la cual abrazó con todas sus fuerzas, deseando que en algún momento ella viniese para retirarla y ocupar su lugar. La noche empezó a pasar y Root, somnolienta, levantó la mirada hacia el techo. Minutos más tarde, logró encontrar fuerzas para sentarse al lado de la cama y abrir el cajón de la mesita.

- Dos de octubre, 1988. – leyó en la fotografía. La Máquina le contó sobre ello, pero nunca le había visto. El hombre lucía la misma sonrisa que su hija, él llevaba puesta una camiseta de los Philadelphia Eagles; ella, en cambio, una simple camiseta negra manchada lo más seguro por el perrito caliente que sostenía en su mano derecha.

Sus dedos acariciaron la superficie de la fotografía con la esperanza de que la pequeña niña saliese del papel y pudiera estar allí junto a ella, explicándole una y otra vez aquella historia. Cambió de fotografía y volvió a leer: "enero, 2013". Root no se extrañó con la mirada que Cole dirigía a su compañera, la entendía… la compartía.

Una ráfaga de viento abrió la ventana situada al lado de la cama. Root dejó las fotografías encima de la mesita, cogió la primera camiseta de tirantes que encontró en el armario y se sentó sobre el alfeizar. Su mirada quedó perdida entre la multitud que bajaba la calle y el aire que se abría paso por el interior la ayudó a secar sus mejillas. "¿Dónde estás?", gritó internamente sin esperanza de obtener una respuesta, pero esta vez, una voz susurró entre la oscuridad:

- ¿Root?