¡Feliz año nuevo a todos! Aquí traigo un regalo para... ¡Bella Scullw! Aunque también ha sido un regalo para mí, créeme.
Me pediste un fic que narrara con detalle los Días Oscuros, sus personajes, los hechos... Y ha surgido Tiempos de ceniza, que tiene como protagonista a Thea, una niña un tanto peculiar a la que verás crecer y que te contará con detalle todo lo que querías saber sobre esta misteriosa época.
Este fic no es un one-shoot: tendrá varios capítulos, y hoy subiré como mínimo dos para que puedas disfrutar de parte de tu regalo. Espero que no te importe (es más, espero que te ilusione que tu regalo vaya a durar días y sea más largo de lo que esperabas).
Aquí encontrarás detalles, migas, que te recordaran claramente al mundo de los Juegos del Hambre que leemos. Si tienes alguna duda o curiosidad sobre lugares y sucesos, no dudes en mandarme un PM.
Un besazo, y que lo disfrutes tanto como yo.
Aunque los Días Oscuros y las pocas pistas que tenemos de ellos pertenecen a Suzanne Collins, la mayoría de los hechos de esta historia y sus personajes son invención mía.
Capítulo 1
Mi abuelo los llamó tiempos de ceniza.
Fueron aquellos cuatro años que, sin quererlo ni preverlo, se nos escurrieron de entre los dedos como el agua. Pero no nos dimos cuenta de esto hasta pasados estos tiempos, cuando empezamos a reparar en que las cosechas hacía mucho que estaban preparadas, en lo deterioradas que se habían quedado nuestras casas, en el polvo acumulado en algunas sillas del comedor por falta de su habitual comensal. Lo notamos en nuestras heridas, que empezaban a cicatrizar, y en nuestros niños, que ya no eran niños, sino guerreros muertos o malheridos. Lo notamos en nuestras arrugas o en la ausencia de los más allegados. Y sobre todo en las manchas que la guerra nos había dejado en nuestras tierras.
Habían pasado cuatro años, pero aún recordábamos el primer día como si lo estuviéramos viviendo. Otra vez.
El día en que todo empezó a torcerse fue el día casi-más-normal de mi vida.
Curiosamente, no puedo decir si fue un lunes o un jueves, aunque sí puedo asegurar que no había ninguna nube en el cielo, algo muy extraño en el lugar donde vivo: North State, el estado más grande de la Confederación de los Estados de Nueva América, o la CENA. Mi estado no es el que está más al norte, pero lo usual es tener días nublados y con llovizna. Eso durante los meses en los ue el termómetro no baja de cero, cuando solemos cambiar los suelos de barro por resbaladizas placas de hielo. Y nieve. Mucha nieve.
Digo que fue casi-más-normal porque ciertamente no se diferenciaba mucho de cualquier otro día de mi rutina. Despertarme y desayunar. Trabajar. Comer. Trabajar. Ir al Almacén, volver a casa y dormir. Con excepción de los sábados y domingos, en los que me dedicaba a salir a jugar con mis amigos o aprender con mamá lo aburridas que podían resultar las matemáticas. La única diferencia fue tan mínima y corriente que no se nos pasó por la cabeza que cambiaría en unas semanas nuestra vida por completo. Quiero decir, ¿quién no ha oído hablar de un volcán en erupción alguna vez?
Aquel día madrugué como cualquier otro, solo que en vez de despertarme mi madre fue un sol radiante colándose por mi ventana el que se adelantó a ella. Decidí quedarme tumbada unos minutos, y miré el techo blanco sin pensar en nada. Al final, entró mi madre para avisarme de que ya tenía el desayuno en la mesa. Me vestí con rapidez, me calcé las botas para trabajar y salí de mi cuarto para desayunar junto a mi madre.
Mamá preparaba unos desayunos monumentales, y siempre ponía la excusa de que estaba en edad de crecer. Aunque fuera cierto (tenía trece años recién cumplidos), era incapaz de acabar todo lo que tenía en el plato, y siempre terminaba llevándome lo que me sobraba y lo echaba en el patio de la vecina, una anciana cuya única compañía eran tres gatos escuálidos que se comían cualquier cosa que les echara.
Mi padre y mi hermano salían antes para pasar por el Almacén y reunirse con toda la escuadra antes de dirigirse a nuestro nuevo sector con todas las herramientas y el equipo necesario para despejar de árboles los diez kilómetros cuadrados asignados para los próximos tres meses. Puede parecer mucho tiempo, pero no podéis ni imaginaros el tamaño de nuestros árboles.
El abuelo solía contarme que antes de las Catástrofes hubo un tiempo en que los árboles ordinarios no medían ni un metro de ancho y muy pocos alcanzaban los diez metros de alto. Ahora que esas cifras se multiplican (¿contaminación radiactiva del suelo?, ¿adaptación de la naturaleza a la nueva Tierra?) podemos tardar cinco horas con un árbol sencillo. ¿Cuántos árboles puede haber en diez kilómetros cuadrados?
Antes de salir de casa en dirección a mi sector, mamá me dijo como cada día:
―¡Ten cuidado, cariño!
Por si aún no lo sabéis, era leñadora. Era comprensible que a mi madre le preocupara que me dedicara a rondar por debajo de árboles que estaban siendo talados.
Bueno, en realidad por aquel entonces no era más que una ayudante, una aprendiza inmersa en una escuadra de treinta y cinco hombres y siete mujeres.
Quizá debería aclarar que en nuestro oficio nunca hubo ningún movimiento machista. Si tan solo había siete mujeres era porque el resto de ellas prefería trabajar en la construcción y en el bricolaje, unos oficios mucho más creativos y relajantes. Sin irnos muy lejos, a mí me ofrecieron un trabajo en el taller de Till, nuestro vecino, en cuanto cumplí doce años y dejé la escuela por voluntad propia para trabajar, como solía hacer un 84% de los alumnos.
Quería que ocupara un puesto en barniz y tallado. Lo rechacé al instante, pero os voy a explicar por qué. Siempre había sido una niña muy activa. Mi doctora lo denominaba hiperactividad, y le recomendaba a mi madre que hiciera algún deporte o cualquier otra actividad que me agotara para descansar por las noches. Porque no solo era hiperactiva, sino que padecía insomnio, y siempre fui por ello la cruz de mis padres. Una niña inquieta y traviesa que había dado más de un disgusto.
Un trabajo tallando delicadezas y barnizando mesas nunca habría sido el más adecuado para mí. Además, yo siempre había soñado con trabajar en el bosque, en una escuadra, talando árboles y forzando mis músculos para demostrar que valía tanto o más que mi padre y mi hermano.
Para mí, trabajar no era una obligación. Disfrutaba el tener que madrugar, el caminar hasta el sector que habían asignado a nuestra escuadra. Trabajábamos de ocho de la mañana a seis de la tarde, y aunque en verano los días parecían alargarse el doble y el calor nos nublaba la mente a veces, me encantaba pasar horas y horas entre árboles, aunque fuera solo para talarlos y arrancarles de su tierra. Olvidaba el exterior y me centraba en mi cometido, que consistía básicamente en ir de un lado a otro a ofrecer mis manos donde más se me necesitara.
Había nacido para ello, y mi padre siempre estuvo a favor de que dejara las clases, pero mi madre solía llevar la voz cantante en esa relación. Ella había nacido en East Coast (el estado más pequeño de la CENA), un estado en que la edad legal para dejar la escuela estaba en los dieciocho. Además, mi abuelo, un profesor de historia, le había inculcado la importancia de la cultura cuando aún vivía allí. Por ello y por muchas más razones, nos costó llegar a un acuerdo con ella.
Al final, permitió que dejara las clases con la condición de que al menos los fines de semana dejara que me enseñase nociones básicas de matemáticas. Mi abuelo ya se encargaba de las lecciones de historia cada vez que íbamos a visitarle.
Lo cierto es que ese era el único remedio casero que me hacía dormir del tirón.
Al llegar al sector ese día, los leñadores ya se habían puesto en marcha. Más de uno ya tenía las motosierras encendidas, y otros estaban asegurando su equipo de protección. En cuanto me vio mi padre, dejó de hablar con su segundo al mando y se dirigió a mí.
Papá era el oficial de nuestra escuadra, pero eso nunca nos había aportado a mi hermano ni a mí ninguna ventaja en el trabajo. Todo lo contrario: esperaba más de nosotros que de ningún otro de sus trabajadores.
―¡Thea! Llegas tarde ―murmuró mientras abría su carpeta. Me dio algunas indicaciones. ―Necesito que te encargues hoy de avanzar al siguiente perímetro. Hazme un informe y marca los árboles alfa. A los beta hazles simplemente una raya.
Asentí a desgana, porque un informe no era lo más entretenido que podría haberme mandado aquel día. Podría haberme unido al grupo que engrasaba las herramientas, como ayudante para llevar los troncos en el cargador… ¡Incluso traer agua a los leñadores hubiera sido mejor!
Me quejé, pero mi padre no dio su brazo a torcer.
―Clasificar es una de las tareas más importantes, hija.
Mascullé algo incomprensible y me marché en dirección al perímetro que empezaríamos a trabajar la próxima semana. Apretaba la carpeta contra el pecho cuando Lucas, mi vecino y antiguo compañero de clase, se acercó.
―¡Eh, Thea!
Me detuve para esperarlo. Lucas me alcanzó y continué caminando junto a él entre los leñadores y trabajadores.
―¿Qué vas ha hacer hoy?
―Informes ―dije enseñándole la carpeta ―. ¿Vienes?
―Me ha dicho tu padre que te eche una mano.
―Al menos entre dos acabaremos pronto.
Pasamos la mañana en el perímetro clasificando los cincuenta y dos árboles, treinta y nueve alfas y trece betas. A los alfas les atábamos lazos rojos en las ramas más bajas, y los betas los marcábamos con estacas como podíamos. A pesar de ser un trabajo aburrido, entre los dos conseguimos llegar a reírnos mientras jugábamos a ver quién clasificaba más árboles en dos minutos.
Lo que pretendo explicando esto es mostrar que éramos realmente felices. No necesitábamos gran cosa para divertirnos, y esto es en parte por la esencia que todos los niños tenemos. También echo de menos la facilidad que antes tenía para reírme. Y la voz de Lucas, del que ahora solo me queda su presencia física.
Para cuando volvimos al perímetro en el que estaba trabajando nuestra escuadra, el sol ya estaba en lo más alto. Vi a mi hermano Adonne entre varios leñadores. Todos los de su grupo estaban sentados descansando bajo la sombra de varios árboles, y aprovechaban para comer y recargar energías. Me acerqué a Adonne y me tendió uno de los bocadillos que mamá nos había preparado para los tres.
Comí junto a Lucas, y continuamos riéndonos. A pesar de ser los más jóvenes, jamás nos había intimidado estar rodeados de adultos. Para ellos el tenernos allí suponía corrientes nuevas, y nos solían decir que animábamos el ambiente de nuestra escuadra.
Al acabar, Reebo, la tercera mano de mi padre, me mandó que les llevara agua a aquellos que aún no se habían tomado su descanso. Era una tarea fija que solían asignarme a diario.
―Llévales agua también al grupo de Mina. Están trabajando en un árbol bastante rebelde.
Cuando regresé de la plaza con un carro montacargas repleto de garrafas, los leñadores empezaron a rodearme, dándome las gracias y haciendo desaparecer gran parte de las botellas. Me acerqué a Mina. Tras ella, tres hombres colgados de las ramas más altas aligeraban el peso del árbol antes de que fuera talado.
Al verme, la mujer se acercó a mí, quitándose las gafas protectoras.
―¡Hey, chicos, Thea trae agua!
Mina tuvo que hacerles unas cuantas señas para que detuvieran el trabajo. Probablemente no la habían escuchado entre el sonido ensordecedor de las motosierras y los cascos. Descendieron con cuidado. Y fue cuando reparé en que uno de ellos era Jerome.
Jerome, Jem para los amigos, era el hermano de una de mis antiguas amigas. Por aquel entonces tenía dieciséis años, pero esa cifra nunca evitó que me fijase en él la primera vez que fui a casa de Suse, cuando salió al jardín trasero para incordiarnos, un año atrás. Me parecía alguien bastante interesante…
¿Para qué engañaros? Estaba colada por él, y a pesar de esos insalvables tres años, nada me impedía observarle de reojo, sobre todo desde que trabajábamos en la misma escuadra. Y aunque era consciente de que nunca habría nada entre nosotros (para él yo solo era una de las amigas de su hermana pequeña), no podía evitar sonrojarme cada vez que se dirigía a mí.
Aquella vez no fue una excepción.
―¡Qué haríamos sin ti! ―exclamó mientras caminaba hacia mí.
Él y sus otros dos compañeros se pasaron una de las garrafas. Jem se limpió los labios con su brazo. Yo dejé las otras dos garrafas en el suelo, agotada.
―¿No es mucha carga que empujar a través del bosque? ―Me apretó el bíceps. ―Bueno, estoy seguro de que en nada te tendremos sosteniendo un hacha ―sonrió.
Y ahí fue: la cara se me incendió, y empecé a tartamudear.
―Bueno… sí, eso espero.
Volvió a sonreír. No era la única que pensaba que tenía una de las sonrisas más deslumbrantes de todos los chicos que había visto. Y él lo sabía.
En ese instante, un par de chicas pasaron junto a nosotros, empujando otro carro lleno de maderas ya cortadas a hachazos. Una de ellas le miró de reojó y se sonrojó. Un rojo muy distinto al que yo tendría en esos momentos, que me hacía parecer un tomate. El suyo la hacía parecer… deseable.
Jem le guiñó un ojo, y supe que esa chica había sido una de sus muchas conquistas.
Sí, Jem era todo un ligón.
Por la tarde me dediqué a tareas mucho más productivas que un aburrido informe. Engrasé algunas herramientas, como las motosierras; afilé las desgastadas hachas y usé algunas de ellas para cortar ramas podadas. Volví a traer garrafas, descompuse tocones, ayudé a mi padre a hacer otro informe (distinto al de por la mañana pero igual de aburrido)...
Una jornada laboriosa y mortalmente normal.
Dedicamos la última hora de nuestra jornada a trasladar todas las herramientas y carros al Almacén. No podíamos dejarlas en nuestros sectores porque existían bandas que se dedicaban a rapiñar aquellas cosas que nos habíamos olvidado.
Probablemente, esa fuera siempre la mejor parte del día, la que pasábamos en el Almacén. Todos nuestros días acababan allí.
El Almacén era una gran nave situada a las afueras del bosque, donde todos las escuadras se reunían al final de sus jornadas. Aparte de tener que ir para entregar los informes diarios que debían hacer los oficiales, era un punto de encuentro y reunión entre todos los leñadores de mi provincia.
Lo que más me gustaba era el ambiente. La gente hablaba alto, sin preocupaciones, riéndose o regañando. Era puro contacto humano, y respirábamos compañerismo. Todos se conocían.
Ese día, Lucas y yo nos sentamos sobre los troncos que había en un carro montacargas, y nos dedicamos a ver pasar y escuchar a los leñadores, que nos saludaban con familiaridad. Había un par de radios encendidas y las voces de los locutores se entremezclaban con las conversaciones del Almacén. Reebo nos llamó para ayudar a cargar un camión que iría directo al centro de la ciudad, donde estaban situados la mayoría de las fábricas de muebles; así que nos vimos obligados a seguirlo por la nave hasta la zona de carga y descarga. Mientras metíamos troncos, los mayores hablaban de los temas habituales por aquel entonces: los impuestos, los sueldos y la reciente inundación de la costa de Louissiana.
―¿Cuándo fue la última inundación? ¿Hace tres meses?
―Dos meses y veintiún días ―aseguró Mint. Aunque no pertenecía a nuestra escuadra era amigo íntimo de Reebo.
―Lo dicho. Hacía mucho tiempo que no había una. Se dice que ha causado menos de mil muertos, lo cual no está nada mal. Apenas ha sido una catástrofe en condiciones.
Mint chasqueó la lengua mostrando su acuerdo.
―Pero la verdadera catástrofe está por venirnos a nosotros ahora. Se rumorea que van a volver a subir los impuestos en productos de primera necesidad. Ya sabes, para cubrir los gastos del puerto y conseguir tenerlo en funcionamiento cuanto antes. Parece que el Capitolio no puede sobrevivir sin su marisco.
El último comentario de Mint era cierto. Desde que el Capitolio surgió de entre los escombros como el pueblo salvador, se dedicó a unir todos los estados independientes que se habían formado en lo que quedaba de continente por medio de acuerdos, especialmente políticos. El Capitolio siempre sintió un especial interés por Louissiana debido a que era el único estado existente conocido con una costa accesible y con el suficiente coraje como para aventurarse al mar, nuestro mayor enemigo desde… Bueno, desde que cualquiera puede recordar.
El caso es que desde el estado que controla toda la política de la CENA siempre se mostró una gran dependencia al pescado, y a la hora de incorporarse a la Confederación Louissiana aprovechó esa posición de ventaja para pedir más presencia en el Congreso del Capitolio, el lugar donde nuestros representantes votaban todas y cada una de las decisiones que se tomaban y que involucraban a los trece estados. Al final, Louissiana obtuvo tres cabezas más que el resto de estados en el Congreso, y el Capitolio ha tenido desde entonces un flujo continuo de marisco.
―No hace ni medio mes desde la última subida y ya quieren volver a rascarnos los bolsillos. ¿Es que nuestros políticos no ven que ya casi nadie llega a fin de mes?
A partir de ese momento, desconecté. A esa edad no me interesaba para nada la economía. No volví a atender a la conversación hasta que metieron a Lucas.
―Hijo, ¿tu familia no tiene parientes en Louissiana?
―Sí. Esta mañana llamaron para que no nos preocupásemos. Están todos bien.
Al igual que parte de mi sangre era del este, Lucas provenía del sur. Podías descubrir esto con tan solo mirarle. El bronceado de su piel era natural y desentonaba con el resto de los nativos de North State, donde la ausencia del sol se reflejaba en las pieles pálidas y sin mucho color. Yo tenía algo de color en la cara (en East Coast era lo más corriente, al igual que los ojos azules que por desgracia no había heredado de mi madre), pero nada comparado con los sureños de pieles melocotón y ojos verdosos, más claros que nuestros árboles.
―Son pescadores, ¿cierto?
Lucas asintió, pero estaba algo distraído con una de las trece televisiones que colgaban de las paredes de la nave.
―Pues no podrán volver a dedicarse al mar hasta dentro de un par de meses, supongo, cuando el puerto vuelva a estar activo…
Reebo también centró la atención en la televisión, y me pregunté qué habría de interesante en el noticiario diario, el único canal disponible y activo las veinticuatro horas.
Al igual que Mint y otros muchos trabajadores dejé lo que estaba haciendo para escuchar al hombre que daba la noticia. Cerca de Wisconsin un volcán había entrado en erupción en extrañas circunstancias. Y digo extrañas porque verdaderamente fueron sospechosas.
Quiero decir, desde hacía siglos había un grupo de científicos que se dedicaban exclusivamente a prevenir de las catástrofes capaces de detectarse con un margen de tiempo, como los huracanes, los tornados, los diluvios, las repentinas subidas del nivel del mar. Las erupciones volcánicas.
Pero esta vez, se les había escapado algún dato que podría habernos alertado de ese suceso. A pesar de ser uno de los volcanes más vigilados por varios motivos (a, llevaba dormido siglos, algo totalmente desconcertante por los numerosos seísmos de la zona y su gran tamaño; y b, los volcanes eran las catástrofes que más consecuencias a largo tiempo podían acarrear, y todos estaban rigurosamente vigilados), ¿había iniciado su cuenta atrás sin que los científicos notasen ningún cambio?
Lo primero que dijo el famoso hombre de las noticias fue que por suerte el volcán estaba bastante alejado del lugar más cercano habitado, y que no supondría ningún riesgo para los habitantes de la ciudad.
Lo único que había que hacer era dejar a la naturaleza seguir su curso y adaptarnos a ella, tal y como llevábamos haciendo desde la Gran Catástrofe.
El problema es que nunca fue obra de la naturaleza.
