1965
Sirius dormía, a salvo en el mundo de los sueños, ajeno, tumbado sobre un brazo en medio de su gran cama de dosel. Soñaba que era un perro grande y negro y corría por el bosque, era de noche, podía oler el aire frío de las montañas y detectar la titilante y plateada luz de la luna que se colaba por entre las hojas. Era un sueño bonito, apacible. No había nadie más en él. Todo estaba sumido en una agradable solitud.
De repente, un grito ahogado cortó el silencio de la madrugada. Sirius se revolvió, incómodo, y ocultó la cabeza bajo las sábanas, gruñendo. En el sueño, su forma perruna avanzaba hacia un bonito lago oscuro y liso, pero, mientras tanto, una voz estridente le taladraba la parte de atrás de la cabeza, con cada vez más insistencia. "¡Sirius, Sirius!" gritaba, y parecía urgente. Sirius se resistió a salir de las garras de Morfeo, pero aquella voz insistía, taladrándole sus oídos. Con fastidio, el lago nocturno desapareció, y Sirius abrió los ojos despacio, soñoliento, preguntándose quién le podría haber despertado. Se rascó la cabeza con enfado mientras daba un profundo bostezo. "¡Sirius, Sirius!", la voz seguía, apremiante y, ahora se daba cuenta, aterrada. Aún así, el pequeño Sirius pensó que esa voz podría haberse esperado hasta que el sueño acabara. Además, se sentía tan calentito y cómodo metido en su cama...
"¡Sirius, por favor!" Al escuchar aquella última llamada, Sirius se incorporó con súbito, sintiendo un nudo de angustia en el estómago. Al parecer, Regulus volvía a tener pesadillas.
Sirius se destapó y saltó de la cama con agilidad. A tientas, localizó la lámpara de gas que descansaba junto a su mesilla de noche para situaciones con aquella, pero le costó un poco accionar la manilla ya que sus movimientos aún eran algo torpes, enturbiada como estaba su mente por el sueño. Sin embargo, revolvió la cabeza y se obligó a despertarse.
Se desplazó a una esquina de la habitación, donde descansaba una sencilla cómoda de tres cajones. En el primero sólo había una muda limpia que le iba pequeña y Sirius se ponía para ir a la iglesia. En el segundo, un montón de zapatos desparejados, y en el tercero, una diminuta llavecita de hierro que Sirius introdujo con dificultad en el pomo de la puerta. Ésta se abrió con crujido.
Los gritos de Regulus seguían resonando, pero ahora parecían más débiles, cómo el murmullo lastimero de un animal herido. Sirius miró con inquietud al rellano, que, si ya de por sí no resultaba muy cálido, de noche se volvía aterrador. El hueco de las escaleras a su izquierda parecía un pozo de la más insoldable oscuridad, la luz vacilante de la lámpara no lograba invadir las sombras del rellano, que se movían y temblaban cómo si se quejaran de que alguien perturbase su eterna oscuridad. Sirius vaciló, plantado en la entrada de su habitación y escrudiñando, imaginándose que de la densa oscuridad surgían monstruos, dementores o inferi. Contuvo un escalofrío. Pero el miedo se le pasó al escuchar un nuevo aullido de Regulus. Armándose de valor, Sirius tragó saliva y se recogió el dobladillo del camisón para que no hiciera su característico frufrú al pasar sobre el frío suelo. Empezó a avanzar con precaución, dando pasos certeros y contenidos, pero, tras un relámpago de miedo que le atravesó el cuerpo, acabó corriendo por el rellano. Su carrera fue tan precipitada que olvidó saltar la tabla suelta del encerado, la que crujía. Sirius temió despertar a Madre. Madre era temible cuándo la despertaban sin motivo. Y no, para ella que su hijo pequeño hubiera tenido una pesadilla no era para nada un motivo.
Sirius empujó la puerta de la habitación de su hermano (que siempre olvidaba cerrarla con llave), dejó la lámpara de gas en la mesilla de noche y abrió el dosel de la cama.
Al meterse entre las sábanas, notó inmediatamente que el pequeño cuerpo de Regulus se pegaba al suyo. Sirius le abrazó bien fuerte, rodeando con sus brazos sus estrechos hombros.
Sirius, Sirius... -sollozaba Regulus, mientras hundía la cabeza en el pecho de su hermano. Sirius notó como su camisón se humedecía por las lágrimas de su hermano.
No pasa nada, Reg, estoy aquí, no pasa nada. -decía Sirius con voz grave y tranquilizadora, apretando aún más su abrazo- Estamos en casa. Nadie te va a hacer daño.
Regulus dejó de llorar, apartó su cara del pecho de Sirius y se acurrucó junto a él, envuelto como estaba en el abrazo de su hermano.
Tengo miedo... tengo mucho miedo, Sirius. -su voz era tan aguda, tan angustiada que parecía casi un chillido ahogado. Sirius notó un retortijón de preocupación.
Ya ha pasado, no pasa nada, de verdad. -le tranquilizó, alzándole la barbilla para encarar sus ojos en los de Regulus.
Su hermano tenía una cara blanca y pálida, en su rostro aún restaba húmedas las lágrimas y sus pupilas estaban dilatadas por el terror más puro. Las sombras engullían las líneas de su rostro. Sirius notaba a Regulus entre sus brazos, con el cuerpo tembloroso y cubierto de una capa de sudor frío. Pequeño, frágil, y, sobre todo, muy asustado.
¿Quieres hablarlo? -preguntó Sirius suavemente-
Hay un boggart en el armario... Sirius, te lo juro, hay un boggart en el armario... -intentó incorporarse para señalar el gigantesco mueble que moraba en una esquina, pero fue sólo un impulso, Regulus se mantuvo quieto. El miedo tan intenso lo tenía así, incapaz de moverse.
No hay ningún boggart, tontorrón. Ya hemos mirado otras veces y...
¡Lo he oído! -exclamó Regulus- ¡Esta vez lo he oído! ¡Lo notaba aquí mismo, al lado de mi cama!
Madre y Padre no dejarían que algo así estuviera en casa.
Hubo unos instantes de silencio.
¿Puedes ir a mirarlo, por favor? -pidió Regulus en voz baja- Por favor...
Pero Reg, no hay nada en el armario.
¡Por favor, Sirius!... -suplicó el hermano pequeño con urgencia-
Sirius tragó saliva. A él tampoco le hacía mucha gracia meter la cabeza en el armario, que era inmenso y parecía no terminarse nunca, sólo filas y filas de gruesos abrigos. Pero cuándo Sirius empezaba a incorporarse, Regulus cambió de idea y lo arrastró de nuevo a la cama, temblando de nuevo.
¡No, Sirius! ¡No me dejes solo, por favor! ¡Sirius, no me dejes solo, tengo mucho miedo! -repitió, y su tono de voz volvía a ser peligrosamente agudo-
Y Sirius volvió a abrazar a su hermano, sin decir nada. Estaba acostumbrado a esos ataques de irracionalidad que tenía Regulus cuándo despertaba de una pesadilla. Así que, fiel a la costumbre, Sirius dejó que su hermano reposara la cabeza en su pecho, y empezó a acariciarle los cabellos con parsimonia, aquello siempre le tranquilizaba.
Así, poco a poco, su respiración agitada y superficial se volvió más pausada, sus temblores empezaron a reducirse. Todo su cuerpo se volvió laxo, relajado, seguro en brazos de su hermano.
Sirius, gracias por estar conmigo -soltó Regulus de repente- De verdad.
¿Qué? -Sirius se había ensimismado acariciándole el cabello- Yo siempre estoy para lo que necesites, ya lo sabes.
Y gracias por no burlarte de mí.
¿Yo? -inquirió Sirius en tono inocente- ¡Yo nunca me burlo de ti!
No seas mentiroso. -Regulus sonrió débilmente- A Madre no le gustaría. Diría "Oh, un Black no tiene pesadillas. ¿Qué miedo puede inspirarte la casa de mis padres?", o algo así.
No le diré nada, no te preocupes. -dijo en tono cariñoso- Va, duérmete.
Estuvieron así mucho tiempo hasta que Regulus empezó a acurrucarse y a cerrar los ojos. Sirius miraba a su hermano hundiéndose en las sábanas, tranquilo, seguro, alejado de los temores que le inspiraban el boggart del armario. Observó su rostro inerte, relajado, en que se intuía una reconfortada sonrisa, algo que nunca se veía estando Madre y Padre en presencia. Y, sin quererlo, su corazón se estremeció de algo extraño y hermoso, cálido, algo que no podía encontrarle palabra alguna y se extendía por todo su pecho, que le instaba a querer proteger a su hermano de todos los males del mundo.
Pero Regulus dio una sacudida y abrió mucho los ojos, murmurando "¡lo he oído!". El pequeño buscó con frenética urgencia el calor y la seguridad de su hermano, mientras éste le susurraba de forma automática palabras tranquilizadoras. Bajo las sábanas, Sirius entrelazó sus pies con los de su hermano, que asomaban por el camisón.
En la apacible semioscuridad que ofrecía la luz de la lámpara, Sirius se sintió seguro, resguardado. Le reconfortó por dentro sentir a Regulus durmiendo acurrucado a su lado, su respiración lenta y pausada. Se encontraba tan calentito y tan cómodo en la mullida cama que, bostezando, sus ojos fueron cerrándose poco a poco...
Un rato después, se pudo oír la voz soñolienta de Regulus en aquella habitación bañada por la penumbra.
Sirius.
¿Qué?
Te quiero.
