Diclaimer: Ni Hetalia, ni la obra de J.M Barrie me pertenecen.
Fic realizado como respuesta al evento FrUK Entente Cordiale 2015
El vuelo de Arthur Kirkland
ATENCIÓN: A finales de abril recibí tres reviews troll en el fic insultándome a mí tanto como persona como escritora. En uno de los reviews, amenazaron con denunciar el fic por "plagiar la obra de J.M Barrie", cuando es evidente que el fic solo está ambientado en su universo y funciona como una continuación —la prosa de ambos, además, es sumamente diferente y, de paso, a estas alturas Peter Pan es de dominio público—. La administración de esta página hizo caso a la denuncia y borró la historia aunque el fic es mío, tanto la narración como la trama.
Lamento mucho que se haya perdido todos sus comentarios, favoritos y alertas. No sé si todavía el troll quiera divertirse un rato con la historia o piense denunciar otra vez, pero si es así y la historia vuelve a ser borrada, la pueden continuar leyendo en Ao3, otra página de fanfiction: (http) : (/)(/)(archiveofourown).org(/)works(/)3729154 (sin los espacios ni los paréntesis; si el link les da problemas, pueden buscar el link en mi profile). Ya subí allí el segundo capítulo y, por supuesto, pueden dejar allí sus comentarios sobre el fic (la página acepta anónimos :3). Por los momentos ha resultado ser una página más segura que esta. A ver qué pasa por aquí esta vez :(
Advertencias: Preslash una buena parte de la historia. AU. Sobre los personajes de Hetalia… Ann es el nombre que le suelo dar a Wy, Michelle es Seychelles, Monique es Mónaco, Emma es Bélgica, Vincent es Holanda y Casper es Camerún.
Muchísimas gracias a Suzume Mizuno por corregir el capítulo, tus palabras siempre son las mejores :)
El viaje de Francis
Todos los niños se hacen mayores. Lo van asimilando con el paso del tiempo. Aprender a gatear, a caminar, a decir sus primeras palabras… Luego viene lo más difícil, como contar hasta más allá de diez y leer las palabras que conforman los libros. Su bisabuela Wendy lo supo cuando cumplió los dos años de edad. Su abuela Jane, que le gustaba vivir en negación, acabó por resignarse a los tres años. Su madre, Marianne, lo comprendió a los dos años y no tardó en decretar que ella jamás crecería en el alma —fue la primera en hacerlo, incluso antes que sus amistades—.
Se dice que los dos años es el comienzo del fin. Entiendes que acabarás convirtiéndote en un adulto con corbata o con tacones altos para ir a trabajar, para formar una familia y traer niños al mundo… que acabarán decepcionados. Como todos.
Solo estas tres niñas saben la verdad: el comienzo del fin en realidad sucede cuando abandonas la isla de Nunca Jamás. Porque allí tú, y solo tú, eres quien pone un pie en el universo complicado de los adultos. Si se te hace fácil comprender este universo, ¡mal vas! Ya eres uno de ellos.
Ya no existirán para ti sueños de sirenas, de piratas y de indios en constante guerra…
Francis Bonnefoy a sus siete años podía leer decentemente, pues tuvo que tragarse el abecedario en la escuela, que le aburría porque las ilustraciones que acompañaban a cada una de las letras tenían tanto chiste como la lista de ingredientes de un cartón de leche. Todavía recordaba el castigo de su profesora cuando se negó a recitar el alfabeto porque "a esas letras les falta ser señoras elegantes como mi mamá y sus amigas, no pienso ser un alcahueta del descuido". Alcahueta y descuido eran dos palabras que escuchaba a menudo en boca de aquellas mujeres, y Francis más o menos había concluido que significaba lo opuesto a la cuidada elegancia de su madre y el resto de las personas de su entorno. Esa vez pasó todo el día sentado en un taburete de cara a la pared como si, dándole la espalda a sus compañeros con un puntiagudo sombrero pasado de moda, recapacitara su manera de pensar. De tratarse de otro chico, habría recibido un castigo más severo pero su padre donaba bastante dinero a la escuela y se había ganado una reputación: Nadie podía tocar al chico Bonnefoy.
En las tardes, su madre le leía novelas románticas que transformaron su mundo para siempre. Francis supo, tan cierto como el matrimonio entre Marianne y Claude Bonnefoy, que al mundo lo gobernaba el amor. De allí que los caballeros arriesgaran su vida para salvar doncellas, que las princesas desfallecieran al escuchar el nombre de su amante, o que el beso del amor verdadero fuera el arma definitiva contra todos los males del mundo. El amor vencía hasta a lo imposible. Excepto, por supuesto, escapar del mundo de los adultos.
Quería jugar a correr, al escondite y a saltar la cuerda, pero también jugar a ser amado. Ya representara al caballero o a la doncella, al señor orgulloso que no aceptaba el amor de una mujer de menor posición social que él, o la mujer malcasada que descubría la felicidad gracias a su amante. Sus compañeras de juegos eran Monique, su hermana menor, y Michelle, uno de los niños de los que se encargaban sus padres. A menudo las dos tardaban en captar a qué se referían sus juegos, pero Francis, quien era precoz y le sobraba imaginación, se lo explicaba citando ejemplos de las novelas de su madre y de las anécdotas que se contaban entre sus círculos de amistades.
Monique y Michelle lo comprendían después de sus elaborados parloteos; los demás pequeños se limitaban, como primera reacción, a negar con la cabeza y seguir en su infantil ignorancia dentro del orfanato. El orfanato Darling era administrado por los descendientes de sus fundadores: John, Michael y Wendy. Siempre estaba lleno de niños que creían en grandes aventuras y que Francis supiera, sus padres y sus tíos admitían a todos los que se presentaban a sus puertas. Les sobraba camas y, cuando no, buscaban más para que nadie tuviera que dormir en una cesta —como se había presentado Michelle cuando era una bebé—.
Los chicos que vivían en casas como la de Francis, en cambio, se burlaron la vez que sugirió ese tipo de juegos cursis en el jardín de uno de ellos. Cuando besó a una niña en la mejilla, se ganó un coro de risas y una pequeña indignada queriendo estamparle la cabeza contra el suelo —tal vez fue mala idea escoger a Elizabeth como la delicada señorita de sus suspiros. A Elizabeth, a diferencia de Monique o Emma, le costaba comprender los refinamientos de una niña de su clase—. En otra ocasión, besó a un niño en la mejilla, se ganó un golpe y una declaración de odio eterno —al fin y al cabo, Vincent tampoco le parecía tan lindo así que no lo lamentó por mucho tiempo—.
Cuando los intentos de besos y amores épicos amenazaron la rectitud que todo niño londinense debía demostrar ante los demás, su padre decidió tener una charla con su primogénito. Claude Bonnefoy no sobresalía por sus reprimendas, así que cuando recibía una de él, Francis sabía que sería un pecado tomarlo a la ligera. A partir de entonces se limitó a jugar de esa manera con Monique y Michelle, quienes tampoco tenían problemas en ser el caballero o la dama según se diera la ocasión.
Por supuesto, también cedía y aceptaba los papeles que creaban las otras niñas. A su hermana le gustaba fingir que era un comerciante y, por alguna razón, los botones que hacían de monedas la colmaban de alegría. Michelle, en cambio, prefería jugar a la familia, con Monique y Francis como sus hijos.
La niña de piel oscura no tenía padres. Había sido encontrada en la entrada del orfanato Darling y nadie supo cómo había llegado hasta allí si era demasiado pequeña para andar por sí sola. A Francis ni siquiera le permitían cruzar la calle por su cuenta. No hallaron rastros de identificación, tampoco se asemejaba a alguien conocido.
Era una moda en el orfanato no tener padres, y un juego muy popular entre los niños pequeños, fingir que sí tenían uno. Cuando esto sucedía, y a menos que se tratara de Michelle, Francis se quedaba a un lado considerando que sería injusto matar a sus padres en un trágico accidente solo para poder convertirse en el hijo de uno de los huérfanos. Por lo demás, como sus padres ayudaban bastante en ese edificio, Francis pasaba suficiente tiempo como para variar los juegos de los infantes.
Francis quiso dejar de depender de las lecturas de su madre. Así, fue él quien comenzó a leer a Monique y a Michelle, imitando las voces de los personajes y pidiéndoles a ellas que lo ayudaran con la interpretación. Se sumergían en historias de amor. Cuando cumplió los ocho años, ya se sabía un repertorio de libros y se había inventado unos cuantos más.
Al adquirir confianza con sus narraciones, comenzó a contarlas cuando se reunía tanto con los niños del orfanato como con el resto de sus amistades. A sus amigos no les gustaba lo empalagoso que era en sus muestras de afecto, o que estuviera tan empeñado en encontrar un amor doloroso pero épico en cualquier persona que se le presentara, sin embargo fijaban su atención en él en cuanto comenzaban sus relatos. ¿Esto se debía a las historias que había aprendido? No, sino por su forma de narrarlo, como si él hubiera estado allí, como si él mismo estuviera relatando sus vivencias. Francis le otorgaba vida a sus historias e incluso improvisaba cuando la trama de una novela tomaba un rumbo que a él no le entusiasmaba.
Por supuesto, leía otros textos aparte de las historias de amor, como sus lecciones de la escuela o la receta de los libros de cocina porque todavía no era un experto para preparar, por ejemplo, una tarta de manzana sin necesidad de una guía. Aprender a leer era otro paso hacia la adultez. Uno de los tantos ritos que lo iban a convertir en una persona mayor, "exitosa" agregaba Monique.
Pan siempre dijo que se fijó en él por sus historias.
Todo niño conoce a Peter Pan. Quien se marchó de casa cuando contaba con un día nacido porque odió la posibilidad de convertirse en adulto. Vivió un tiempo con las hadas en los jardines de Kensington, donde se hizo amigo de una cabra y aprendió a tocar la flauta. No se sabe cuándo emprendió el viaje a Nunca Jamás, ni cuándo arribó en la isla para convertirla en su hogar.
Cada niño soñaba con su parte favorita de Nunca Jamás. A Michelle le gustaban las sirenas del lago, mientras que Monique prefería a los feroces piratas y sus tesoros escondidos. A Elizabeth le encantaban la tribu de indios y cuando no se iba de caza con ellos, jugaba a ir de caza con sus amigos. Casper adoraba los animales exóticos de la isla, mientras que Roderich se inclinaba por las aves, y solo Iván se entusiasmaba ante la mención del cocodrilo. Por supuesto, cada uno admiraba al jefe absoluto de la isla. Era quien llevaba a cabo las mejores aventuras, y Francis se sabía cada una de ellas.
¿Cómo? A través de sus sueños. Ellos eran una ventana hacia Nunca Jamás y Peter Pan. Sus favoritos eran los niños perdidos. A Francis le fascinaban y le intrigaban por igual: ¿de dónde provenían esos niños sin mamá ni papá? ¿Por qué no recordaban nada de su vida anterior en Londres?
Ellos nunca eran los mismos: la isla de Nunca Jamás permanecía estable en el tiempo, pero los niños perdidos llegaban y se marchaban como si su temporada en la isla fuera solo una ilusión. Por eso, Francis veía a menudo caras nuevas. ¿Qué ocurría con los demás? ¿Regresaban a Londres o iban a parar a otro sitio mágico?
Francis a veces los envidiaba, porque vivían para jugar sin hacer la tarea ni aguantar los regaños de los profesores. Otras veces no sabía qué sentir cuando recordaba que no tenían familia. No tenían una mamá que los besara por las noches, un papá que los abrazara y le dijera lo mucho que los quería.
Solo contaban con ellos mismos y nadie más.
Ocurrió una noche, cuando sus padres se marcharon a una velada de beneficencia. Francis arropó a Monique en su cama, le dio dos besos de buenas noches y le dejó encendida su lámpara en la mesita de noche para alejar las pesadillas. Se marchó a su habitación, cerró la puerta y se vistió con su pijama favorito, hecho por su madre, de color blanco, y en el centro había cosido un corazón rojo.
Cometió la imprudencia de abrir la ventana. Su madre, su abuela antes que ella, y su bisabuela como la primera de todas, adoptaron la costumbre de abrir la ventana por las noches solo en compañía de adultos y si era estrictamente necesario. Nadie se creería las cosas, o personas, que pueden entrar por ellas. Aunque estén en un piso alto, demasiado alto para alcanzarlo con una escalera.
No era una noche especialmente fría. Le gustaba el viento en su rostro, aunque le desordenara los cabellos. Se entretuvo unos instantes observando las calles nocturnas de Londres, hasta que un brillo en el cielo le llamó la atención.
Era una luz que titilaba pero Francis no entendía qué era: ¿una estrella? ¿Un planeta, como el planeta del amor y la belleza? ¿Un cometa?
Aprovechó para pedir un deseo: "Deseo vivir un amor como las novelas de mi madre, por favor".
Riéndose por semejante tontería, se aproximó a la cama.
¡Qué deseo más estúpido!
Francis se detuvo. Miró a su alrededor pero no había nada que le indicara que había alguien más allí. ¿Escuchaba voces? Esperaba que no, porque el bobo de Roderich decía que quienes escuchaban voces en la cabeza acababan en un horrible lugar.
Se acomodó en la cama, arropándose hasta la altura del pecho, y mantuvo los ojos abiertos. Se sentía intranquilo; su padre le decía que siempre creyera en sus instintos y ellos le gritaban en ese momento "¡mantente alerta!".
Cuando una figura delgada se posó en la ventana de su habitación, la primera acción de Francis fue cubrirse con la sábana y echarse a temblar. ¡Oh, no, no, no, un ladrón! ¡O tal vez un villano que secuestraba niños para comérselos!
Armándose de valor, retiró la sábana de su cabeza y vio quién amenazaba su paz de ese día. Se hubiera reído al comprobar que quien había entrado en su casa era un chico más bajito que él, vestido con una ropa hecha a base de hojas de los árboles —no le parecía el material más cómodo del mundo—, y con unas cejas espantosas que habría provocado el pánico en una persona sensible a la belleza. Sus orejas eran grandes en comparación con su rostro, pero a pesar de esto, tenía ojos bonitos y una nariz pequeña.
Pero ni la ropa, ni la apariencia física cautivaron a Francis. El niño se mantenía flotando a muchos centímetros del suelo. Era una forma de impresionar a alguien que acababas de conocer, "¡mira cómo mis pies no tocan el piso!", y no fallaba.
Francis se quedó con la boca abierta. Segundos después la cerró considerando que parecía un estúpido frente a un niño que podía volar.
—Eh… ¿Hola? —soltó, sin querer actuar como un maleducado. Aunque quien había irrumpido sin invitación fuera el otro—. ¿Quieres té? ¿Galletas? ¿Un vaso de leche?
—Te quiero a ti —dijo el chico, y luego reparó en lo que había dicho—. Digo, yo no exactamente, pero Pan sí, él te quiere. Y me mandó a buscarte, porque… bueno… ¿qué te importa? Eres una niña boba, pero sabes hacer algo que los demás no.
Te quiero a ti.
Francis había dejado de escucharlo después de aquella frase. Se sentó en la cama e intentó cubrirse sus rodillas.
—¡Qué pena, y yo en estas fachas! —exclamó, porque le habría gustado usar su mejor traje ante un niño que sabía volar—. Si me das tiempo, me vestiré y podrás quererme educadamente.
El niño arqueó una ceja.
—Que no te quiero a ti, que me da igual lo que usas y ¿por qué tu voz es como la de un niño?
—Soy un niño.
—No, de verdad, no estoy para perder el tiempo —insistió. Soltó un bufido y acabó por sentarse en la cama. A su lado, una luz titilaba sin cesar. ¿Era mago también? El niño comprendió su desconcierto—. Es Ann, un hada amiga mía. Es pequeña pero nada tonta, ella sabe que eres una niña. —El hada emitió un campaneo.
Francis sabía que se trataba del lenguaje de las hadas, incomprensible para un humano común y corriente.
—¿Eh? ¿Que dice la verdad? —soltó. Francis recordó las descripciones de su madre sobre el primer niño perdido; ¿se parecían? ¿Eran el mismo? ¿Cuántos niños acostumbraban entrar volando en las habitaciones de los demás?—. ¿Por qué luce como una niña, entonces…? Esto no está bien. Pan quería una madre, no otro niño.
—¿Pan de…? —comenzó Francis. Entonces, debía tratarse de un subordinado, no del niño con más aventuras de todos los tiempos. Seguía siendo una experiencia única, sin embargo—. ¡Yo puedo ser su madre! ¡Hasta su padre, su primo, lo que sea! ¿Vienes a llevarme a Nunca Jamás? ¿Así reclutan a los niños perdidos?
—No —dijo el chiquillo—. Hablas mucho. Cállate. Voy a consultar con Ann.
El niño y el hada hablaron en voz baja en el techo de la habitación. Francis se ahorró comentar que era de mala educación cuchichear en una reunión y se levantó para buscar sus pantuflas, además de tomar un cepillo e intentar arreglar su cabello.
La conmoción se había esfumado y ahora solo le entusiasmaba la posibilidad de jugar un buen rato en la isla de la infancia. Si hubiera un adulto observando la escena, sin duda cuestionaría sus decisiones —aparte de mandar al pequeño volador a darse un baño, porque lo necesitaba—.
El niño y el hada bajaron justo cuando Francis acabó de arreglarse.
—Estoy listo, gracias por esperar —les dijo.
—No te esperábamos, estábamos decidiendo si llevarte o no —dijo el otro—. Decidimos que Peter decida cuando te vea. ¡Ann!
Se escuchó otro campaneo.
El hada roció a Francis con polvo de hadas y, en un abrir y cerrar de ojos, ya se encontraba flotando por la habitación. A Francis le pareció maravilloso, hasta caer en cuenta que no tenía idea de cómo trasladarse en el aire. Intentó deslizarse sin mucho éxito, su cuerpo se negó a obedecerlo y se movió por inercia. El chico le tomó de la mano.
—Aprende rápido o morirás cuando estés solo por el cielo —le advirtió.
—¿Por qué solo? ¿No vas a ayudarme? —cuestionó Francis, al tiempo que llegaban a la ventana.
—No ayudo a nadie —masculló el niño—. Soy Arthur, el segundo al mando.
—¿Segundo al mando de qué? —El niño se lo pensó y no pareció encontrar una respuesta—. No importa, yo soy Francis y es un placer conocerte. Nunca antes me habían raptado.
—¿No? Yo rapto a mucha gente —dijo Arthur, con aire de ser un veterano—. Y a veces niños bobos como tú.
—No soy bobo, en el colegio tengo la máxima nota.
—El colegio es una pérdida de tiempo, pero cuando asistía, yo siempre tenía las notas más que máximas. Nadie podía conmigo.
Francis concluyó que Arthur se estaba inventado todo pero evitó señalárselo. Estaba volando sostenido por aquel niño que se veía muy confiado en el aire y no, no era un sueño. ¡Era una historia fabulosa para contar, una historia en donde él participaba!
Intentó comprender cómo era ese asunto de volar para evitar depender de Arthur. El niño se movía con la facilidad de un ave e iba ascendiendo más y más, hasta el punto de llegar al edificio más alto de Londres. Nunca antes había llegado tan lejos. Sonrió lo mejor que pudo. Lástima que Monique y Michelle se estuvieran perdiendo esa experiencia.
Por otro lado, Arthur había dicho que Peter Pan lo quería a él. ¡Tal y como su madre le había dicho que le había ocurrido a ella, y a la abuela Jane y a la bisabuela Wendy!
Era el momento de vivir su aventura a manos de un niño que presumía de raptar gente, otro niño que llevaba décadas sin cambiar en lo más mínimo y un puñado de niños sin hogar en el país de Nunca Jamás.
Notas:
Hay bastantes menciones a la obra de J.M Barrie, ¡disculpen los spoilers! Pero creo que a estas alturas la trama de Peter Pan es bastante conocida. Solo algunos datos: Wendy tuvo una hija llamada Jane y esta tuvo una hija llamada Marianne, quien me viene perfecta para usarla como nyoFrancia. Las tres fueron compañeras de Peter en Nunca Jamás.
En el libro, además, cada niño descubre que debe crecer y convertirse en adulto a la edad de dos años.
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