Prologo

Hertfordshire, Inglaterra Mayo, 1862

Una tos violenta la despertó de golpe. Se sentó en la cama y se frotó la cara con el puño intentando despejarse la cabeza y aliviar el escozor de sus húmedos ojos. ¿Dónde estaba? No era su dormitorio. No estaba a salvo, ni arropada en su cama como pensaba. Los petirrojos. El nido. La cabaña. Ahora recordaba. La estancia se iluminó con un gran resplandor y notó una fuerte oleada de calor. Se puso de rodillas; tenía las pupilas dilatadas del asombro. ¿Luz solar? Imposible. Era de noche. Una noche inusualmente fría. Por eso había buscado cobijo. Cuando se metió en la cabaña y se enterró entre un montón de mantas viejas estaba temblando. Sin embargo, ahora hacía un calor insoportable, el pelo se le pegaba al cuello, su camisón estaba enganchado a la piel como un caramelo pegajoso. ¿Por qué?

El brillo se intensificó, un muro de llamas la acechaba como un tigre a punto de atacar. Fuego. La cabaña estaba ardiendo. Gimió aterrada y se refugió en un rincón, llevándose una manta a la mejilla para protegerse. Sus ásperos carraspeos se unían al ominoso crujido de las llamas, cuyo sonido suponía un aterrador contraste con la cadenciosa melodía con la que se había quedado dormida. La caja de música. El miedo le creó un nudo en el estómago. ¿Dónde estaba la caja de música? Empezó a palpar por el suelo desesperadamente. Ahí estaba, pensó agarrándola con sus dedos temblorosos. Justo donde la había dejado, sólo que ahora estaba muda, tras haber realizado su habitual milagro esa misma noche. Las notas plateadas habían llegado hasta las copas de los árboles, apaciguando a los petirrojos recién nacidos y luego la habían acompañado hasta la cabaña, acunándola y serenándola hasta quedarse dormida. Pero luego se había despertado en una pesadilla. Al mirar por la habitación en llamas, de pronto se dio cuenta del horror de la situación. Ni siquiera su caja de música podía protegerla de todo esto. Si se quedaba allí moriría. No quería morir.

«Mamá», susurró instintivamente, pero enseguida se dio cuenta de lo tonta que era. ¿Cómo podía llamar a su madre para que la salvara cuando ninguno de sus padres tenía ni la menor idea de dónde estaba? Nadie más podía salvarla. Sacó fuerza de flaqueza, lanzó a un lado la manta e intentó ponerse en pie agarrando su caja de música. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se las secó, consciente de que no le quedaba mucho tiempo antes de que el fuego avanzara y le quitara toda oportunidad de escapar. Tenía que actuar ahora. Se abrió paso por la cabaña, tropezando una y otra vez con las cajas que había por en medio, gimiendo de dolor cada vez pero sin gritar. Eso supondría tener que respirar e inhalar el humo que acechaba a su nariz y a sus pulmones. Mantenía los labios apretados y se tragaba sus sollozos. Tras diez pasos que le parecieron un centenar, consiguió llegar a la puerta. El picaporte ardía de tal modo que se quemó los dedos al tocarlo y los retiró de inmediato. Volvió a intentarlo, pero no sirvió de nada. No podía soportar el dolor el tiempo suficiente como para abrir la puerta. Sus pulmones estaban a punto de estallar. Tenía que salir como fuera. De pronto se miró la manga del camisón y recordó a su madre cuando utilizaba los trapos de cocina para sacar las ollas calientes del horno. Quizás el camisón sirviera para esa misma finalidad. Se bajó la manga con determinación hasta que se cubrió toda la mano. Hecho esto, agarró de nuevo el picaporte, sintió que el calor le irradiaba a través de la fina tela mientras lo giraba desesperadamente. Al mismo tiempo, a pesar de su frágil complexión, tiró con todas sus fuerzas. La puerta se abrió, liberándola de su prisión de fuego. La fría noche le golpeó en la cara; estaba cargada de olor a almizcle y a madera quemada; salió tropezando, jadeando una y otra vez para recuperar el aliento. Se tambaleó por la hierba, resbalando una y otra vez, hasta que le flaquearon las fuerzas y se le doblaron las rodillas cayendo al suelo, aunque a salvo. Todavía agarrada a su caja de música, se las arregló para girar la cabeza, se apartó su enredada mata de pelo y pudo contemplar toda la magnitud de lo que había escapado. Había llamas por todas partes. Estaban destruyendo todos los edificios, desde la cabaña hasta las habitaciones del servicio. Las habitaciones del servicio... ¡Dios mío, no! «¡Mamá!» El miedo se apoderó de ella como un monstruoso dragón de un cuento de hadas. De nuevo se esforzó por levantarse, enredándose con el dobladillo de su camisón y cayendo al suelo. Se puso otra vez en pie, colocó sus manos al lado de la boca y gritó: «¡Papá!» Estaba mareada, pero no hizo caso, dio tres pasos más hacia el muro de humo y llamas. Nunca consiguió llegar. «Mamá...» Empezó a tambalearse y a realizar todos sus movimientos de una manera extraña; sus gestos eran lentos y fantasmagóricos. De pronto, sus piernas se negaron a obedecer las órdenes de su mente aturdida por el humo, la hierba empezó a crecer a una velocidad alarmante. Volvió a llamar a sus padres, pero su voz sonaba muy extraña y parecía venir del más allá. «Mamá... papá... », Esta vez lo que salió de su garganta fue como un graznido. Se le cerraron los ojos y la inconsciencia se impuso a sus súplicas y a sus fuerzas; las salvajes llamas completaban su misión letal mientras ella caía lejos de su alcance. Uno a uno los edificios fueron devorados por ese furioso infierno. A salvo de su tediosa destrucción, ella yacía inconsciente; la caja de música se había quedado algo más atrás. A salvo y en perfecto estado, su madreperla y reborde dorado no habían sufrido ningún daño. Su melodía se había silenciado.