Quinn se despertó sola.

Y eso era raro, porque juraría que no estaba sola cuando se durmió, agotada, varias horas antes.

¿Algo sobre una cantante...? Ah, sí, ¡Babra! Rachel Barbra, como la diva cantante.

De mediana estatura y con unas curvas para morirse, con una mata de pelo ondulado castaño y los ojos de un marrón oscuro preciosos. Extraños e hipnotizadores ojos con un enigmático brillo.

No era que le interesaran sus secretos. Rachel había sido una simple distracción, un medio para olvidar el pasado y todo el dolor que significó el día anterior. Había buscado olvidar, divertirse, y la presencia de Rachel Berry se lo había permitido. Por lo menos, durante unas horas.

¿Y dónde estaba ella? Fuera seguía oscuro, y las sábanas revueltas seguían calientes: hacía poco que se había ido.

Frunció el ceño al pensar en su desaparición: ¡ese privilegio solía ser suyo! Vino, una cena y una mujer en la cama, pero sin complicarse, y mucho menos dejarla entrar en su mundo privado. Claro que eso era un poco más difícil cuando la cama era la suya.

Porque ella no vivía sola, recordó Quinn. Así que después de la cena la había llevado a su piso, rompiendo sus propias reglas, para tomar una copa... y otras cosas.

En realidad rompió dos reglas, recordó con una mueca, ya que Rachel trabajaba para ella, en la Galería Fabray de la planta baja.

Pero problemas desesperados requerían soluciones desesperadas y por eso había llevado a Rachel a su casa ante la necesidad de perderse en la belleza de su cuerpo perfecto de largas piernas. Y lo había hecho. La había deslumbrado, embrujado por no ser una de esas mujeres sofisticadas con las que mantenía un breve encuentro, además de por la excitación de la noche pasada. Su dolor había quedado anestesiado, incluso borrado.

Quinn gruñó al recordar lo del día anterior, se sentó en la cama, intentando borrar de su mente la tórrida escena de sexo, y salió de la habitación dando la espalda a las sábanas revueltas.

Se paró en seco al comprobar que, después de todo, no estaba sola.

Rachel, salía de la cocina con un vaso de agua en la mano, su desnudez quedaba oculta únicamente por la larga mata de pelo que le llegaba casi hasta la cintura.

Quinn sintió de inmediato despertarse su deseo al ver su cuerpo bronceado de largas y suaves piernas, caderas y cintura de sexys curvas, pechos firmes y pezones erectos. Pedía a gritos que la besaran, otra vez.

Se había fijado en ella hacía unos meses en la galería. Su belleza era tal que no podía evitar destacar. Pero hasta el día anterior no había hablado con ella.

Y la deseaba de nuevo. Otra vez.

—¿Qué haces? —preguntó con voz ronca.

Rachel se quedó sin habla al verla. No estaba segura del todo de cómo había acabado en el apartamento de Quinn Fabray. En su cama. En sus brazos.

Se había sentido atraída por ella desde que la vio. Enamorada, o más bien excitada, reconoció tristemente al recordar cada beso y caricia de la noche anterior, completamente a su merced desde el instante en que Quinn la tomó en sus brazos.

O tal vez ya estuviera perdida antes...

La carismática Quinn Fabray era la dueña de una galería de arte en Londres, donde ella trabajaba, además de otras dos, en París y Nueva York. Su tiempo lo repartía por igual entre las tres y tenía apartamentos encima de cada una de ellas.

Rachel llevaba varias semanas trabajando en su galería cuando vio por primera vez a la dueña. Cuando irrumpió en la sala oeste de la galería hacía cuatro meses, bombardeando con instrucciones a un gerente, Rachel sintió que el aire escapaba de sus pulmones.

Medía sobre un metro setenta y su cuerpo era delgado y atlético, con su café y ese corte de pelo desaliñado apartado de su rostro blanco, y sus ojos de una tonalidad dorada. Poseía un cierto aire de salvaje que reflejaba la energía de un león enjaulado. ¡E igualmente peligrosa!

Nunca, ni en sus más locos sueños, habría imaginado que se fijaría en ella, en una empleada novata. Pero la noche anterior se había tropezado accidentalmente con ella al salir de la galería y, en lugar de la mirada de reproche que había esperado, ambas se rieron y se disculparon. Aun así, se había quedado de piedra cuando Quinn la invitó a cenar, con el pretexto de que tras varios meses trabajando en la galería era hora de que se conocieran.

¡Que se conocieran!

Habían hecho bastante más que eso. No había un centímetro del cuerpo de Rachel que Quinn no hubiese tocado o besado. Sus mejillas enrojecieron al recordarlo.

Se encontró ante la desnuda perfección de su cuerpo. Un cuerpo que ella había descubierto la noche anterior, pálido, un tono muy sexy para su gusto, con unos pechos pequeños pero muy bonitos, unas piernas preciosas y un miembro para nada pequeño. Al contrario de lo que ella pensó, Quinn estaba muy orgullosa de esa parte de su anatomía. Su condición no era un secreto para nadie.

En ese momento, al percibir su erección, Rachel sintió un líquido fundirse entre sus propios muslos y el calor invadir su lánguido cuerpo.

—Espero que no te importe, tenía sed —contestó la morena mientras levantaba el vaso en que había bebido.

Quinn también tenía sed, pero no de agua. Le quitó el vaso y lo dejó sobre la mesa. Sus ojos se oscurecieron al agacharse para besar uno de sus erectos pezones. La miró a los ojos mientras pasaba la lengua por la sensible protuberancia, y sintió la creciente dureza entre sus piernas cuando ella gimió y sus ojos lanzaron destellos al arquearse su cuerpo contra el de Quinn.

Era preciosa, una diosa, y quería perderse en ella de nuevo, no para borrar los dolorosos recuerdos del día anterior, sino porque la deseaba con tal fiereza que sabía que no podría mostrarse delicada con ella. Era imposible. Necesitaba introducirse en Rachel, y sabía que ella recibiría ese deseo con el suyo propio. Como había hecho antes.

La levantó en sus brazos, hundiendo su lengua en la boca de la morena, que le rodeaba el cuello con los brazos mientras sus dedos se enredaban en la rubia cabellera.

Rachel temblaba cuando ella la volvió a tumbar sobre las sábanas revueltas, y sus bocas se fundieron mientras la mano de Quinn acariciaba su pezón, que ya estaba duro y erecto, inundando su cuerpo de calor y fuego líquido.

Rachel acarició su espalda, antes de bajar y tocarla ahí, encantada con la sensación de la dureza de Quinn en su mano. El gruñido que oyó confirmó que la rubia también estaba encantada.

Quinn se tumbó de espaldas mientras Rachel besaba sus pechos y bajaba por su estómago hasta el miembro que palpitaba entre los muslos. Su respiración se ahogó al sentir la sensual caricia de su lengua contra su miembro y, al tiempo que sabía que no iba a poder aguantar mucho más, deseaba hundirse en el calor de sus muslos, dentro de ella, acariciándola hasta alcanzar ese desgarrador clímax que tan bien recordaba, por partida doble, de la noche anterior.

Se colocó sobre ella y miró su excitado rostro mientras la penetraba lentamente y las caderas de ambas se movían al unísono, obligándola Rachel, con un lento movimiento, a que la penetrara más profundamente.

Minutos, o quizás horas, después, Rachel jadeó y sintió el placer que invadía su cuerpo tembloroso mientras perdía el control y alcanzaba la cima. Quinn la acompañó, con deliciosas y profundas sacudidas dentro de ella mientras se rendía a las sensaciones de su cuerpo.

Rachel se tumbó con la cabeza apoyada en su pecho mientras Quinn rodeaba su cintura con el brazo, muy cerca de ella. La morena nunca había sentido algo así. Sus cuerpos estaban perfectamente sincronizados y cuando llegaban al clímax era como un ballet.

Sonrió al pensar en lo feliz que era, totalmente relajada y completa. Le resultaría muy fácil enamorarse locamente de esa mujer. Suponiendo que no lo estuviese ya. Lo cual, considerando su desinhibida reacción ante ella, le hacía pensar que podría ser cierto.

En cualquier caso, se sentía más unida a Quinn de lo que había estado nunca a alguien, y se preguntaba por el futuro. ¿Pasarían el día juntas? Era domingo y no trabajaban. A lo mejor le apetecería que desayunaran juntas. Antes de hacer el amor. Luego, podían dar un paseo por el parque. Y luego...

Rachel, agotada y feliz, se durmió.

Quinn estaba despierta junto a ella, su cuerpo saciado, pero su mente repentinamente despierta.

Rachel Berry era preciosa y deseable, y respondía ante ella de una forma que le resultaba irresistible. Pero era esa falta de control lo que le advertía que tenía que resistirse a ella. Los grilletes de terciopelo de una mujer no eran para ella, ni la agradable intimidad que estrechaba los lazos hasta que una dejaba de ser dueña de sus pensamientos o acciones. Nunca más. Ésa era la causa del dolor y la desesperación que había intentado borrar la noche anterior.

Y además, era su empleada. Algo intocable. Aunque había hecho bastante más que tocarla. Había creado la situación que siempre había procurado evitar.

Desde su divorcio hacía dos años, había conocido a muchas mujeres, las había invitado a una copa y a cenar, se había acostado con ellas y se había marchado sin remordimientos. Ninguna de esas relaciones había durado lo bastante para crear un vínculo, sobre todo emocional. Pero una empleada, y por eso siempre las había evitado, iba a ser un poco más difícil de evitar.

Aún no estaba segura de cómo iba a tratar el hecho de que Rachel trabajara para ella. Lo más fácil sería despedirla, pero no parecía justo que perdiera su empleo por haberse acostado con ella. De hecho, la mayoría de las mujeres pensarían que su trabajo sería más seguro después de acostarse con la jefa.

Contempló el rostro que dormía en sus brazos. ¿Por qué había estado Rachel tan dispuesta a irse con ella la noche anterior? ¿Por el mismo motivo por el que había vuelto a hacer el amor con ella? Si no era eso, le esperaba una desagradable sorpresa.

Nadie, ni nada, sujetaba a Quinn Fabray, y mucho menos una sirena de cabello oscuro como le gustaban y ni con esos hermosos ojos color chocolate.


Rachel se sentía casi intimidada al entrar en la modernísima cocina varias horas después.

Se había despertado sola en la enorme cama de Quinn que le había recordado la tórrida escena de amor que allí había tenido lugar, tanto la noche anterior como esa misma mañana. Había recogido su ropa y se había dado el gusto de ducharse y vestirse antes de ir a buscar a Quinn.

La rubia se encontraba en la espaciosa cocina, vuelta de espaldas, mientras preparaba café. Llevaba puestos unos skinny jeans y una camiseta negra.

Rachel observó su espalda y su dorada cabellera, ahí mismo tan sexys como la recordaría siempre.

Con veintisiete años, cuatro más que ella, era sin duda la mujer más maravillosa que había visto jamás. No le sobraba ni un gramo de grasa, y sus manos, que tanto la habían acariciado, eran largas y delgadas. Y hacía el amor con una maestría que denotaba una experiencia que ella estaba lejos de igualar. Cierto que había estado casada cinco años, según Tina, otra ayudante de la galería. Se lo había contado hacía tres meses, después de otra visita relámpago de Quinn, durante la cual les había echado una bronca, antes de irse a la galería de París a aterrorizar a sus empleados de allí.

Tina le había explicado que Quinn era así a veces, que había tenido un hijo: un niño que había fallecido cuando tenía cuatro años. Su muerte había precipitado su divorcio hacía dos años y Quinn se hundía a veces en el torbellino de un infierno de emociones. No era de extrañar. Rachel no podía imaginarse nada más traumático que la muerte de un hijo. Pero esos retazos de información sobre su jefa no habían hecho sino aumentar su interés por ella.

La había observado a hurtadillas durante sus visitas a la galería. La había visto sonreír sólo ocasionalmente, aunque una vez se rió abiertamente, lo que suavizó la expresión de su rostro dándole un aspecto casi infantil, salvo por el profundo gesto de dolor que nunca abandonaba sus ojos. De vez en cuando irrumpía en la galería, con su vitalidad y energía, dejando a Rachel fascinada y perpleja, para luego desaparecer con la misma vitalidad. Pero Rachel nunca se habría imaginado que la invitara a cenar como lo hizo, ni que pasaría la noche con ella en su apartamento.

Quinn presintió la llegada de Rachel a la cocina, y notó su silencio, de pie tras ella, mientras seguía preparando café para retrasar el inevitable momento de la conversación. Conversación que a Quinn se le antojaba inútil tras pasar la noche con una mujer.

Para ella, la mañana después siempre había sido lo peor de las breves relaciones que había tenido desde su divorcio. ¿De qué se suponía que tenían que hablar? ¿Del tiempo? ¿De quién ganaría el campeonato de tenis ese año? ¿Del torneo Inglés de golf? Pero la alternativa era hablar sobre volverse a ver: algo inaceptable para Quinn. Sobre todo en ese caso. Comprendía que había cometido un terrible error, y no tenía intención de enmendarlo con la pretensión de que su relación (¿aventura de una noche?) tuviera algún futuro.

«Bueno, ha llegado el momento», pensó Quinn mientras se volvía hacia ella. Cuanto antes acabara con eso, antes podría proseguir con su vida.

Rachel llevaba puesta otra vez la blusa de seda negra y los ajustados pantalones del día anterior, y su cabello caía sedoso por los hombros. El maquillaje pretendía, aunque no conseguía, ocultar el enrojecimiento de sus mejillas, allí donde la intensidad de sus besos habían marcado su bronceada piel.

¡No iba a continuar! Tenía que dejar de pensar en lo salvaje y dispuesta que había sido esa mujer en sus brazos. De lo contrario acabarían de nuevo en la cama.

—¿Lista para marcharte? —Preguntó sin darle importancia— ¿O prefieres tomarte antes un café? —añadió mientras sujetaba la cafetera.

Rachel frunció el ceño ante tanta brusquedad. No podía esperar más para echarla. Se esfumaba la esperanza de pasar el día juntas, hablando, riendo y haciendo el amor.

—No... Gracias —Rechazó el café mientras se preguntaba si Quinn esperaba que se marchara sin más. Se produjo un incómodo silencio.

«¿A qué espera?», se preguntó Quinn. Le había ofrecido café, lo había rechazado y lo mejor para ambas sería que ella...

—Yo... será mejor que me vaya —dijo Rachel torpemente al notar la urgencia de Quinn, pero en un tono inquisitivo: como si esperara que ella le pidiera que se quedara.

¿Para qué? Habían cenado. Habían hecho el amor. Habían disfrutado. Y se había acabado. ¿Qué más esperaba de ella? Porque Quinn no tenía nada más que ofrecer.

—Mi compañero de piso seguramente se preguntará dónde estoy —añadió contrariada.

Quinn no se había molestado la noche anterior en preguntarle si estaba comprometida, o si por lo menos tenía pareja. Había estado demasiado concentrada en su propio dolor. Pero en esos momentos sentía curiosidad. No parecía la clase de mujer que engañara a su pareja. Pero tampoco le había parecido la clase de mujer que se acostaría con ella ¡y cómo se había equivocado!

Rachel pensaba que la situación era muy incómoda y no sabía exactamente cómo debía comportarse la mañana después de la noche anterior. Seguramente porque había pasado mucho tiempo desde la última mañana después de la noche anterior.

No era que fuera completamente inexperta: había mantenido una relación hacía unos años, en la universidad. Pero nunca había pasado la noche en el piso de alguien. Y ese alguien era Quinn Fabray, su jefa desde hacía seis meses, haciendo que la situación fuera aún más incómoda.

—¿Seguro que no quieres café? —suspiró Quinn aliviada ante su sugerencia de marcharse, mientras se servía una taza sin leche ni azúcar.

Rachel negó con la cabeza y reconoció tristemente que la insistencia de la invitación parecía más una cortesía que otra cosa, mientras Quinn se sentaba a beberse su café sin siquiera dirigirle una mirada.

La noche anterior se había visto completamente rodeada de las atenciones de esa atractiva y seductora mujer y no se podía creer su buena suerte cuando ella pareció mostrar su mismo interés. Pero iba a tener mucho tiempo para arrepentirse si ese comportamiento distante iba a ser la tónica general. Era el momento de acabar con esa situación embarazosa...

—Entonces me voy —dijo alegremente— Gracias por... la cena —añadió torpemente.

«Y por todo lo demás», pensó, sin decir nada. Después de la noche anterior, eso era demasiado incómodo. Si eso era lo que se sentía a la mañana siguiente, no tenía intención de repetirlo.

Quinn advirtió con una punzada de irritación que Rachel la miraba perpleja por su brusquedad. Esos increíbles ojos oscuros reflejaban recelo, y sus mejillas habían palidecido ante su evidente falta de entusiasmo. ¿Qué esperaba ella? ¿Que le hiciera un juramento de amor eterno? ¿Que asegurara que sería incapaz de vivir sin ella y que la invitara a viajar con ella a Nueva York esa misma mañana?

«Maldita sea», pensó. «¡Esto es la vida real y somos adultas, no unas niñatas románticas!» Las dos se habían divertido, pero eso era todo.

—Vuelvo a Nueva York esta misma mañana —dijo Quinn— pero te llamaré ¿de acuerdo? —añadió sin ninguna intención de cumplirlo.

Nunca debía haberse involucrado con una empleada, y no tenía intención de arreglarlo volviendo a tener una cita con Rachel. No le cabía duda de que si volviera a verla fuera de la galería, acabarían de nuevo en la cama. Incluso en esos momentos, cuando miraba su boca y ese cabello oscuro, las sexys curvas de su cuerpo bajo la blusa de seda y sus pantalones ajustados, sentía despertarse el deseo por ella.

Rachel comprendió que la estaba echando. No era tan ingenua como para no saber que cuando alguien decía ya te llamaré después de una noche, y sin siquiera pedirle el número de teléfono, significaba que no tenía intención de ponerse en contacto con ella nunca. Claro que en ese caso era algo distinto porque, si quería, podía conseguir su teléfono de la lista de empleados de la galería. Pero, por su tono carente de interés, ella sabía que no iba a hacerlo.

Después de la excitación de la cena la noche anterior y las horas pasadas haciendo el amor, la manera en que la había echado esa mañana había sido la experiencia más humillante de su vida. ¡Tenía que salir de allí ya!

Quinn observó que Rachel estaba a punto de largarse sin decir adiós. Y eso era lo que ella quería, ¿o no? Frunció el ceño mientras pensaba que no le gustaba ser la receptora de la despedida. Ella siempre había sido la que se marchaba, no al revés.

—Adiós, Rachel —sonrió mientras atravesaba la cocina para rodearle la cintura y atraerla hacia su protuberante dureza, sin disimular su erección.

Rachel la miró con inseguridad.

«Joder, qué ojos más bonitos tiene», pensó Quinn. Qué bonito lo tenía todo, si su memoria no le fallaba. Y sabía que no.

A lo mejor podían volverse a ver...«¡No! No seas idiota, Quinn», se reprendió a sí misma. Era mejor dejarlo como estaba. Dejarlo y esperar que con el tiempo ambas olvidaran que esa noche había existido.

Eso era exactamente lo que iba a hacer.


¡Lo prometido es deuda!

Paso con poco tiempo, pero quería dejaros el primer capítulo de esta historia. Aún no sé cuántos capítulos va a tener, pero no creo que muchos... así que por ahora se queda en multi-chapter. Contadme que os ha parecido este primer adelanto :)

Eso es todo por ahora. ¡Nos leemos pronto! ;)