La llegada

—El bautismo—

Todo comenzó con una tempestad.

Aquella lluviosa mañana marcó el tercer mes de un difícil viaje por mar; aguas turbulentas que, en ocasiones, provocaron la desaparición de más de un pasajero. La embarcación, apenas en condiciones, no podía detenerse a buscar; simplemente debía seguir hasta hallar una orilla donde pudiera ponerse a salvo.

Debajo de la borda, la gente se apiñaba en los toscos camarotes, protegidos de las cortinas de agua. Los marineros iban y venían en corridas que se sentían sobre las cabezas, gritando unos a otros para mantener las velas y los mástiles en su lugar; una lucha sin cuartel contra el viento.

—Es un barco enorme, pero jamás había atravesado una tormenta así. Si continúa hasta la madrugada, nos hundiremos.

Uno de los pasajeros hablaba a otro mirando hacia arriba, mientras las maderas goteaban y crujían en el vaivén. Fue la única voz en susurros y murmullos por horas; quizás días. El silencio no importaba: todos pensaban lo mismo.

—No los escuches, llegaremos.

Una anciana de cabellos apretados susurró a la niña que sostenía contra su pecho. A pesar del calor humano, la pequeña temblaba entre el frío y el miedo. El océano parecía ulular en sus oídos, dándole forma a sus pesadillas desde que había abandonado su tierra. Ante la siguiente ola contra el barco, se apretó más contra la mujer.

—¿Cuándo terminará este viaje, seanmháthair ?

—Pronto, Niamh.

Las miradas grises se cruzaron, cristalinas. La arrugada mano acarició las mejillas rosadas de la pequeña que, tras las costras de mugre y su cabello enmarañado, guardaba un centenar de pecas en su piel. A su vez, la manito tocó el viejo rostro, estirando las pequeñas marcas que ya no se veían.

—¿Pronto del pronto de hace un tiempo o un pronto nuevo?

—Es un pronto nuevo... — le contestó con suavidad— De verdad, no falta mucho. Si llegamos al puerto... — se detuvo, dudando; pero la determinación de la niña le impidió flaquear — Cuando lleguemos al puerto, lo sabrás.

La niña asintió, separándose levemente para acomodarse la rizada melena, despejando el rostro. Miro hacia una de las ventanas de la escotilla, pero sólo había agua y oscuridad.

Siempre recuerda que lo importante es que estamos lejos de Tiarna na Droch — la niña volteó, asustada— ; a donde sea que vayamos, será lejos de él...

Como una respuesta insólita, un trueno sonó en la lejanía, perdido en el aguacero de la tormenta. Sonó una segunda vez, y una tercera. Pero en vez de alejarse, se hizo cada vez más cercano.

—No puede ser... te escuchó — susurró la infante, pálida. Se acercó a mirar con el rostro pegado a la escotilla, y notó como los relámpagos comenzaron casi a danzar en el agua, levantando más el océano a su alrededor. La anciana se sobresaltó, tomándola del brazo con algo de violencia.

—¡No pienses en él, Niamh! ¡No lo llam—!

En un instante que pareció una eternidad, la gente alrededor exclamó un grito cuando se escuchó un tumbo, todo se inclinó hacia un costado y un golpe quebrado aturdió los oídos.

Entonces llegó el frío, la oscuridad... y el silencio.

—00—

"No aún."

No podía moverse, ni respirar.

"No aún."

Era lo único que resonaba en su cabeza. Sus labios estaban sellados, al igual que sus ojos. Una extraña tensión hacía cosquillear sus manos y pies. Sus músculos se acalambraron de pronto, y una desagradable presión apretó cada uno de sus miembros.

Estaba cayendo al fondo del mar.

"No te pertenece."

Esa voz sonó más fuerte, imperante. Ahí supo que no era ella, sino alguien más. ¿Su abuela? ¿A quién la hablaba?

"Devuélvela."

Cuando su cuerpo comenzó a comprimirse, sintió miedo. Una conciencia más allá de ella le hizo saber lo inevitable. Quiso hacer algo más allá de la voz que parecía discutir con alguien más, pero nada respondió. Por el contrario, sus pulmones comenzaron a colapsar.

Voy a morir.

Por primera vez en su corta vida, supo lo que realmente significaba la muerte.

"No. No es tu hora"

La voz se dirigió a ella y, detrás de los párpados, todo se iluminó. Una luz llegó desde la cabeza y sintió un arrastre de los hombros hacia arriba. Algo la sacó hacia alguna dirección, porque pudo abrir los ojos y respirar. Tosió desesperada por vaciar los pulmones, dándole espacio al castañeo de sus dientes.

—¡Niamh! ¡Niamh!

Su corazón dio un vuelco de alivio al reconocer a su pariente. Esta la miró, como asegurándose de algo a su alrededor, y su único gesto de afecto ante el shock de la pequeña fue tomarle el cabello para estrujarlo, haciéndole una coleta improvisada con un pedazo de tela.

Esa parquedad no la sorprendió, porque su abuela jamás había sonreído; no al menos que recordara. Así que, en cambio, la niña miró a su alrededor mientras terminaba de ser acomodada y el ardor de su nariz disminuía. Tembló de frío y supo por qué.

Estaban en un pequeño bote. Habían atravesado el corazón de la tempestad en dirección hacia otro mar; dejando atrás los restos del barco que quedó como una decoración siniestra en un horizonte que comenzaba a clarear, vislumbrando el resto de maderas, objetos y restos de las velas principales. Un puñado de no más de diez personas había sobrevivido. El resto quedó en las profundidades.

—Seanmháthair — susurró azorada, con los ojos puestos en el escenario. Había conocido el miedo a la muerte, y ahora veía las secuelas. Una de sus manitos apretó las telas empapadas de la anciana, sin mirarla. — ... nosotros...

—El Señor de los Mares está furioso— comentó uno de los sobrevivientes— . Odia a todos aquellos que llenan las costas de su sobrina.

—¿Sobrina?— preguntó una joven, dándose calor a sí misma.

—Estamos en el Mediterráneo— acotó un muchacho que sostenía uno de los remos— . Es territorio de los helenos. Poseidón, señor de los océanos y Atenea, regente en la tierra, se confrontan constantemente.

—¿Y eso por qué?

—Resentimiento entre dioses. Si no puedes tener lo que el otro, destrúyelo.

—Qué estupidez...— bufó, cruzándose de brazos.

—Calla, mujer, o nos terminará de tragar — respondió más severamente el otro remero, parte de la tripulación que había quedado—. A donde vamos la influencia que tienen es real. Así que hay que hablar con respeto.

—Yo no voy a respetar a nadie que quiera matarme por capricho... no me interesan los problemas cósmicos de otros dioses que no sean los míos— la muchacha espetó, indignada por el temor de los demás —Quiero llegar a tierra.

—¡Toma este remo si tan apurada estás! Necesito dormir y falta para llegar a la playa — le gritó el otro joven, cansado de escucharla— Así que ¡cállate y trabaja!— Nadie dijo nada, y la muchacha no le quedó otra opción que obedecer.

A pesar de la acalorada discusión que marcó un poco de reacción entre los sobrevivientes, la niña no prestó más atención que la que le daba al horizonte y los restos del barco. Y para alivio del único marinero vivo, el cielo se despejó y mostró la luminiscencia de Polaris, la guía cardinal que siempre señalaba el Norte a los extraviados. Al mismo tiempo, en otra parte del Hemisferio, una pequeña estrella brilló dentro de una constelación que captó los ojos, aún lejanos, de un Destino inexorable.

Para muchos, todo terminó con el tifón.

Para ella, fue apenas el inicio.

—0—

Nacida de la tempestad—

Cuando el sol marcó el mediodía en la bóveda celeste, fue otro planeta. El día estaba radiante y el cielo no tenía una sola nube. Un fenómeno extraño para los que llegaron desde un lugar en el cual cosas como el viento árido no era algo común.

Al atracar el bote, un vigilante portuario los interceptó. Más compuestos gracias al calor y el alivio de pisar tierra, el marinero que obró de capitán del grupo le explicó lo que había pasado... o al menos lo intentó, porque el lugareño hizo gestos que no entendía lo que decía. Lo detuvo un momento y gritó hacia el fondo. Minutos después, apareció un viejo pescador de cabellos similares a los llegados.

—¡Vecinos de las islas! Hacía mucho que no veía gente de por allá.

—Por favor, explíquele por qué estamos aquí — le pidió el marinero, nervioso. En el interín, el vigilante llamó a otros compañeros y no parecía de buen humor. La gente que se había bajado del bote se amuchó detrás de los conversantes; y las personas que pasaban comenzaron a notar al pequeño grupo.

La pequeña se asomó entre ellos, apenas despierta de un sueño que logró concebir después de muchas horas en el mar. Se refregó los ojos y se corrió el pelo enmarañado de su rostro, para observar a su alrededor.

El puerto estaba en plena actividad. Había pescadores y mercaderes que intercambiaban alimentos, vasijas y telas por monedas cobrizas. Una vez cerrado los tratos, cargaban las cajas en barcazas que zarpaban de a montones, o en carretas empujadas por mulas. Lo más fascinante eran las pieles; tonos tostados y oliváceos que variaban entre un rostro y otro. Curtidas por el sol y el sudor, las coloridas faldas de las mujeres iban y venían, gesticulando vivamente. Y el aroma en el aire era algo que jamás había percibido en su vida; sal y algo más...

Cuando el marinero explicó al mercader toda la situación, este tradujo al grupo de guardias portuarios. Mientras hablaba lo contemplaron en silencio, sopesando la situación.

—Entonces, son refugiados. — dijo uno de los soldados al comerciante, y este asintió. Los llegados observaban la conversación entre la esperanza y la desesperación.

—Hay una guerra civil en su país y quisieron evitar a la muerte. No les fue muy bien a todos los que se fueron; pero los que quedaron aquí están.

Los soldados se miraron entre sí, hasta que finalmente habló el vigilante original.

—Deberán registrarse en el juzgado del centro de la ciudad. Las entradas de población están restringidas; usualmente no sería un problema, pero Rodorio ya no da a basto. Han llegado muchos desde cientos de lugares; incluso países vecinos buscan refugio aquí. Al final, tienen que viajar tierra adentro — los miró a todos un segundo — . No les garantizo que puedan quedarse, pero es lo único que les puedo decir.

—No puede culparlos, señor — intervino el compatriota de los refugiados — . Luchan por vivir y dejaron todo para llegar.

Los hombres locales se miraron una vez más, y se pudieron en filas de a dos.

—No todas las personas que han llegado del mar o de más lejos han sido bienvenidas — no entendían el lenguaje, pero sabían que esa reacción no había sido positiva. De hecho, todos parecían muy tensos — . Acompáñenos, anciano, deje a su hijo en el puesto un momento; necesitamos que alguien les diga qué hacer hasta que aprendan heleno.

—Desde luego — les sonrió a los extranjeros, hablando en la lengua materna — . Tienen que acompañarlos para registrarse, parece ser que no son los únicos que han huido hasta aquí y está atestado de gente por doquier.

La anciana frunció el ceño y se escondió en las telas que cubrían su cabello blanco, apretando los hombros de la niña que la miró con curiosidad. Cuando bajó la mirada, la pequeña parpadeó.

—¿La otra gente también huye de—?

—Cállate— le imperó. La pequeña bajó los ojos y tiró su vestido harapiento hacia abajo, avergonzada. No entendía por qué no podía decir nada.

Todos los viajantes habían huido porque algo había arrasado con todos sus pueblos, apenas subiendo al barco con lo puesto mientras esa nube negra destruía absolutamente todo.

Cerró los ojos con fuerza para olvidar la imagen de la gente pidiendo auxilio mientras era devorada, y los abrió cuando la anciana le dio un leve empujón para que comenzaran a caminar. Quiso preguntar a dónde iban, pero el susto a ser regañada de nuevo se lo impidió.

Toma mi mano.

Le pidió la mujer, y la apretó con firmeza. Al tener la mirada sobre sus botitas cuajadas, no supo que en algún momento del camino quedaron atrás de todo el grupo; y que en un parpadeo y otro, la vieja volteó con ella hacia otra dirección, alejándose del gentío.

Sólo cuando decidió ver hacia dónde se dirigían, la niña se percató que no solamente estaban alejándose de la ciudad, sino que subían un camino pedregoso hacia unas montañas delimitadas por construcciones. En la bruma de la distancia se distinguían una torre y, más lejana, una casa con la estatua gigante de una señora que sostenía algo en una de sus manos, y se afianzaba con un escudo en la otra.

—¡Alto ahí, anciana!

Un soldado con casco y lanza, las frenó en seco.

Has errado el camino, esta no es un área para civiles. Vuelve a Rodorio.

—No me he equivocado, muchacho — lo miró fijamente a los ojos, con determinación — . Sé que voy hacia el Santuario.

—¡Eh! — el muchacho empuñó su lanza, ya que no era común que aquel emplazamiento fuera conocido por cualquiera — ¡Le ordeno que me diga su intención ahora mismo!

—Traigo a la estrella que nació en la tempestad — contestó, sin inmutarse un milímetro. El soldado se tensó, pero no estaba más sorprendido que la pequeña, quien la miraba obnubilada... ¿sabía ese idioma?— ; ha brillado en el cielo y vengo de muy lejos para traerla.

Cuando el joven se dio cuenta que se refería a la niña, la observó y miró de nuevo a la anciana.

—¿Cómo sé si no es una trampa?

—Pronto sabrás por tus superiores que el llamado de este alma ha llegado. Les ahorré tiempo, ya que no lo poseen del todo — su voz se ensombreció — . El Señor del Inframundo quiso llevársela enviando a sus esbirros; luego, fue casi el Dios de los Mares quien la reclamó para sí. Sé por qué la desean y lo impedí, a costa de muchas vidas que ofrendé en el camino.

Estiró la mano hacia adelante, y adelantó a la niña frente al muchacho, haciéndola sonrojar.

No lo sabe, y no deberá saberlo.

—¿Dejarás esta huérfana aquí, sin más? — reaccionó el otro, escandalizado — Pensé que era un pariente suyo.

—Es mi nieta; y este es único el lugar en el mundo en el que estará segura. ¿Piensas que miento?

—Este lugar no es un campo de refugiados, señora — contestó ya fastidiado, poniendo la lanza firme a su costado — . Aquí no recibirá cuidados. Es un campo de entrenamiento militar.

La anciana mostró una sonrisa irónica, como pocas veces expresó su rostro.

—Si hubieras visto lo que vino por ella y lo que descuartizó a sus padres, también la pondrías a salvo aquí. Hagan lo que hagan, siempre será mejor que aquella Fortuna. Aquí se hará fuerte, porque para eso nació.

Los ojos grises brillaron con determinación e impaciencia.

Así está escrito.

El soldado quedó callado. Si bien lo correcto habría sido llamar a su capitán, algo de la situación le dio una extraña señal en su cabeza. Momentos después, emitió un silbido y se acercaron dos guardias que también vigilaban el camino.

—Llamen a la escolta femenina. Tenemos una candidata nueva.

La pequeña los miró nerviosa sin entender palabra; pero sabía que algo no estaba bien. Su corazón comenzó a la latir con fuerza, dándole un mal presentimiento. Cuando aparecieron mujeres en el camino dirigiéndose hacia ella, y notó que ninguna tenía rostro, palideció.

... —quiso zafarse del primer agarre; cuando la sujetaron más fuerte, gritó y trató de patalear — ... ¡NÁ! ¡Seanmháthair! — Entre sus lloriqueos volteó a buscar a la anciana, quien se alejó sin mirar atrás— ¡Ná fág dom!

—¡Muévete, vamos! — le dijo una de las mujeres, empujándola para que apresurara el paso — ¡Deja de llorar y camina!

—Deberá aprender griego si quiere sobrevivir — comentó el soldado a la guerrera, alejándose con prisa para retomar la guardia con sus compañeros — . No permitan que hable... otro idioma, está prohibido.

Al alejarse, una de las mujeres bufó, cruzándose de brazos.

—άγιος γαϊδάς. Es irlandés, ¿no se da cuenta? Es cuestión de verla. Los hombres mastican las hojas en vez de leerlas cuando estudian.

—Basta ya, tenemos que irnos al Campo — le criticó la otra.

La tormenta del mar llegó a tierra, y la lluvia comenzó a caer pesada en el camino cuesta arriba. Agua pesada y fría que cubrió el llanto de la pequeña, sumida en la más absoluta de las desolaciones.

Ese miedo sin voz y sus lágrimas cargadas de soledad fueron la última expresión visible que experimentaría su rostro, antes de ser enmascarado para siempre.

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