Dos horas. Dios mío. ¡Dos horas! ¿Pero tú sabes lo que son dos horas? Sí, claro. Ciento veinte minutos, siete mil dos cientos segundos… Pero es que me dirás: dos horas no son nada, se pasan volando. ¡Volando! Exacto. Se me pasaron volando, pero no rápido. Quiero decir, yo estaba en un avión pasando las dos peores horas de mi vida, o al menos de aquel día. Horribles más que nada porque iba obligada por una parte: "míralo por la parte buena, un mes en otro país te irá bien para mejorar tus conocimientos del idioma, además de que harás amistades nuevas". ¿A qué te suena esto? Ajam, sí, acertaste. Suena a madre pesada, con más ganas de perderte de vista que las que tienes tú de perderla a ella. Si lo miraba por el lado positivo estar unos treinta días más o menos sin mi madre ni mi padre controlándome a cada segundo y además con plena libertad para hacer cualquier cosa, la verdad es que el viaje no estaba nada mal. Pero por el otro lado, no viajaba sola. Obviamente porque no tenía la edad suficiente como para viajar al extranjero por libre, así que me acompañaba mi hermana. ¿Hermana mayor igual a hermana responsable? No exactamente. Se podría decir que se había comprometido a acompañarme para hacer básicamente una cosa: desmadrarse. No lo voy a negar. Le gustan las fiestas, los chicos y las cosas espontáneas, así que viajar con ella sería divertido. Más que eso, diría que excitante. Ya me dirás, ella de inglés lo mucho que entiende es How are you?, thank you very much, very beautiful y poca cosa más. Pero bueno, que con eso y unas cuantas frases más así sueltas y algunos gestos ella ya se apaña. De todos modos, la única que iba a hablar era yo. Y tampoco es que necesitara mejorar el idioma, había sido una excusa que mi madre se había inventado para enviarme a más de mil kilómetros de ella y que además hiciera algo de provecho. ¿Algo de provecho? ¿Cómo qué? Pues como ponerse a trabajar en cualquier local, cobrando una mierda y encima tratada aún peor. Pero no había otra opción. O me iba o me quedaba estudiando todo el verano, cerrada en casa, sin ver a nadie y encima deshidratándome por el calor. Que visto así, irte al norte de Europa te ahorraba un caluroso verano de altas temperaturas y picaduras de mosquito. No iba a hacer frío pero tampoco mucho calor así que por las noches podría dormir a gusto. Además el tema del alojamiento ya estaba solucionado. Mi hermana, con tantos amigos que tiene, encontró a uno que vivía en Londres desde hacía varios meses y como el chaval es tan majo pues nos lo dejó y aprovechó para ir a ver a su familia. Así que nada, como ya todo estaba organizado por adelantado, lo único que nos hacía falta hacer era coger el avión e irnos a la capital británica: London.
Después de las dos terribles, asquerosas, aburridas, pesadas horas el avioncito aterrizó en uno de los aeropuertos de la cuidad de Londres. Ni siquiera se en que parte de la ciudad nos encontrábamos, pero lo que si se es que estaba lejos de la calle donde el chico ese tenía la casa. Que menuda casa, por cierto. Así, típica inglesa, con jardín en la entrada, en una urbanización alejada del centro, vecinos silenciosos… La verdad es que tampoco se estaría mal en un lugar como aquel. El único inconveniente de Inglaterra era el frío pero al ser verano eso no nos afectaba aún.
Un taxi inglés nos dejó justo enfrente del edificio. Nos cobró bastante, pero al ser en libras no sabíamos muy bien cuál era el equivalente a los euros así que pagamos y salimos del interior. El taxista ni nos ayudó a sacar el equipaje del maletero, arrancó el coche nada más sacar las maletas.
— ¿Y la llave? — le pregunté a mi hermana que miraba embobada la casa que teníamos enfrente.
No me contestó. Quizá ni me había escuchado. Le di un golpe en el brazo un poco más fuerte de lo intencionado.
— ¿La llave? — volví a preguntar alzando un poco más el tono de voz .
— ¿Eh? — preguntó confusa a la vez que me miraba — ¡Ah! Sí, sí. No la tengo.
— ¿Cómo que no la tienes? ¿Y entonces como entramos? — qué despiste de mujer por dios.
— Nos la tienen que dar. Me dijo que cuando llegáramos se la pidiéramos al vecino del número 21.
Era la casa de al lado, por fuera era idéntica a la nuestra -la 19- pero el jardín estaba mejor cuidado.
— Pues vete a buscarla — le dije .
— No puedo. La que tiene que practicar el inglés eres tú así que andando, vete a por ella — me dijo señalándome la puerta de la otra vivienda.
— Joder, siempre yo — contesté medio enfadada. — Pues entonces escojo yo la habitación.
— Sí, claro ¿por qué? — se quejó.
Ni la contesté. Sabía que iba a salirme con la mía así que abrí la puertecita de la entrada y entré en el jardín de al lado. Olía a hierba mojada, me encantaba. Me recordaba a las vacaciones en casa de la abuela, en un pueblecito de montaña, donde pasábamos todo el verano con los primos. Hacía tiempo que no íbamos a verla. De todas formas ahora ya no era lo mismo. La abuela no estaba como para aguantarnos.
A lo que iba, toqué al redondito interruptor que había al lado de la puerta. Justo al instante se abrió la puerta y apareció tras de ella un chico.
