No sabía si era religiosa, y la verdad, no se consideraba como tal, pero lo cierto era que seguía guardando con el máximo cuidado las figuritas de Athenea y Apollo que Caroline Adama le había regalado hacía ya tanto tiempo.
Las seguía guardando en su taquilla, envueltas en el paño de terciopelo negro que había pertenecido a su madre, era lo único que le quedaba de ella, y era irónico que lo guardase junto con lo único que tenía de Caroline, la que podría haber llegado a considerar una madre si las cosas no hubiesen ocurrido como habían ocurrido.
Pero aún así, Caroline Adama había sido para ella más madre que lo que había sido Sarah Thrace en toda su vida.
Kara desplegó el paño con cuidado frente a ella, depositándolo sobre uno de los bancos de madera de los vestuarios, y todo lo despacio que pudo colocó las figuras de los Dioses frente a ella, mirándola, mirándolas.
El bronce del que estaban hechas reflejaba difícilmente la luz que la habitación dejaba caer sobre ellas, los meses, incluso los años, habían hecho también su trabajo sobre ese pequeño recuerdo de lo que había sido su vida.
Respiró profundamente, mirando minuciosamente cada pequeño detalle que había sido labrado sobre el metal. Alargando todo lo posible el momento que iba a llegar, y el motivo por el que se encontraba de rodillas ante ellas.
Muchas veces se había encontrado en semejante situación, muchas veces había sacado esas piezas de metal de su funda y se había aferrado a ellas lo máximo que había podido, y siempre, todas esas veces, había terminado su plegaria pidiendo a los Dioses que aquella fuese la última vez que tuviese que hacer eso, pero encontrándose en una guerra como en la que se encontraban, no era de esperar que ellos la hiciesen mucho caso.
En silencio recordó la primera vez que había hecho eso mismo hacía ya bastante tiempo, la primera vez que lo había hecho realmente en serio y realmente habiendo perdido cualquier esperanza. Y recordándolo ahora le asaltó la sorpresa de que aquella primera vez no había sido por Zak, y se sintió de nuevo culpable, esa culpabilidad que sabía que no conseguiría dejar atrás nunca.
Siempre había sido Lee, y siempre seguiría siendo Lee, pero ella no lo sabía por aquel entonces tan bien como lo sabía en aquellos momentos. Por aquel entonces él sólo era el hermano estirado de su novio, el chico que parecía no haber roto un plato en su vida y que seguramente no sabía cómo pasárselo realmente bien.
Kara ya tenía asumido que solía equivocarse muchas veces.
- Dioses de Kobol, oíd mis plegarias. Cuidad de las almas de vuestros hijos e hijas, en especial de la de Lee Adama. - Murmuró entre susurros, sin apartar la vista ni por un momento de las figuras.
Volvió a pensar en lo que había ocurrido aquella vez, volvió a pensar en cuáles habían sido sus palabras, tan parecidas a las que ahora acababa de pronunciar, pero tan separadas en el tiempo. Entonces ella sabía que él había muerto, ahora no estaba segura. Entonces ella estaba equivocada respecto a su muerte, ahora... ahora no estaba segura.
- Por favor. - Murmuró esta vez sin importarle a quién o a qué se lo estaba pidiendo. - Haced que vuelva conmigo, que pueda pedirle perdón, que nuestras últimas palabras no sean de odio.
