-1-

EL ESPEJO PERFECTO

Por Berusaiyu

Hola todos, después de varios años, les traigo esta versión editada. No cambié su contenido, solo su forma en lo que respecta redacción y ortografía, e incluso, algunas cosas malas las dejé igual, para no cambiar la esencia de mi estilo de esos años.

Los personajes pertenecen al mundo de Lady Oscar, Berusaiyu no Bara o The Rose of Versailles, creado por Ryoko Ikeda, salvo Catalina y Antonio XD.

CAPÍTULO 1: CATA, LA GATA ACORRALADA.

La rueda de madera golpeaba el camino, haciendo polvo a las piedras pequeñas, y tropezando con las más grandes. A esa velocidad, solo figuraba su contorno, ya que el interior de la rueda permanecía invisible y transparente ante los ojos de los perseguidores. Los tropezones levantaban la carroza de manera violenta, a medida que los gritos anunciaban el fin del camino, donde comenzaría la lucha por la vida.

Los gritos del cochero eran desesperados, llenos de miedo ante una muerte segura, la cual, se le presentó de improviso al momento de sentir algo caliente en su pecho. El pobre hombre fue atravesado por la punta de la espada enemiga. El asesino tomó su lugar, y también, las riendas de los desbocados animales.

Entonces, una sombra humana tapó el sol, una gallarda en el más noble de los sentidos, ondeando su capa negra y su gloriosa espada brillante. Esta arremetió, sin compasión, contra el bandido, quien murió antes de llegar a tierra y su cuerpo fue pisado por los otros jinetes —sus compañeros de fechorías—. Las riendas fueron tomadas por tercera vez, ahora por manos nobles y valientes.

El carruaje seguía en su loca carrera, pero no podía competir con la velocidad ligera de los jinetes enmascarados vestidos de negro. Dos de ellos le dieron alcance y subieron, sujetándose de la parte trasera, mientras dos bandidos más, seguían cabalgando en los lados. Otro seguía, desde el frente, tratando de frenar a sus caballos de tiras, y atrás, dos más en persecución. En total, siete bandidos, sin contar al muerto por la espada defensora de aquel noble conductor.

A los enmascarados se les movía el techo del carruaje en su intento de llegar al tercer cochero. Eran dos, quienes sacaron sus espadas para acabar con la resistencia del noble conductor. Tomaron por atrás al cochero, pero fallaron en su primer intento. La velocidad de la espada del desconocido caballero los redujo al instante, matando a uno de ellos. Los dos, a los lados, lograron subirse arriba del carruaje también, con las mismas intenciones de sus compañeros. Esta vez, el gallardo cochero tuvo que encararlos con más pericia y destreza, que los anteriores, aun así, fue difícil.

El conductor dejó las riendas y se dispuso a pelear contra los tres invasores arriba del carruaje. Las espadas chocaron con las mismas fuerzas de antes, reflejos del sol las iluminaban en cada bloqueo, como estallidos de luces en formas de estrellas. Los caballos desbocados tiraban del carruaje con loca carrera.

Un pasajero, salió por la ventanilla en contra los enmascarados. Lanzó un cuchillo a uno de los jinetes, que trataba de abrir la puerta, dándole en el corazón. El cuerpo sin vida rodó por el camino, al tiempo que el bandido del frente, logró encaramarse a uno de los caballos de tira.

El carruaje frenó con fuerza y se detuvo. El noble conductor alcanzó a tomarse de una de las esquinas de este, para no caer. Los enmascarados lo golpearon con ahínco y lo botaron al suelo donde rodó varias veces. Su sombrero, adornado con una pluma gris, salió volando por los aires. Sintió un dolor caliente en su brazo y se levantó justo al momento, para encarar a uno, abalanzado con furia homicida. El pasajero salió del interior del carruaje, con cuchillo y espada en mano, para la defensa.

Cinco contra dos era la lucha desigual, sin embargo, los caballeros defensores, levantaban las espadas como poseídos por todos los dioses de la guerra. Aun así, el cansancio los vencía, no podrían resistir más.

La mano de uno de los enmascarados arremetía contra la espalda del caballero, cuando unos gritos distrajeron al bandido. Eran dos jinetes, que llegaron al lugar y desenfundaron sus espadas en contra de la desigualdad: Uno rubio vestido con el uniforme militar rojo, con hermosa medalla con cruz en su pecho; el segundo, de cabello negro, tomado con una cola en un cinto azul, y con el color de las esmeraldas en sus ojos.

El noble caballero mató a uno de un zarpazo cuando, el rubio de mirada fiera, mataba a otro de los bandidos. Distraído por la belleza de ese caballero vestido con el uniforme de la Guardia Imperial, un oficial de alto rango, detuvo su ataque por un segundo. Segundo implacable, que lo hizo blanco directo de la espada enemiga. Volteó tarde para impedir el fulminante sablazo.

La muerte le mostró su rostro, sin embargo, esta fue detenida por una espada de auxilio. Siguió la espada salvadora hasta su dueño y llegó a unos ojos verdes risueños, de mirada profunda, tanto que sintió perderse en ellos como también, perder la noción del tiempo.

—¿Señor, estáis bien? —dijo ese rostro gentil.

Trató de contestar, pero en ese momento, un nuevo peligro llegaba.

—¡Cuidado! —gritó su salvador, usando el cuerpo de escudo para proteger y responder el ataque de forma eficaz.

Ese joven de cabellos negros mató al infeliz que quería su muerte. Dio cuenta de ello, cuando observó al bandido ensangrentado a sus pies. Reaccionó como saliendo de un sueño y se enderezó con la espada en alto para atacar. Arremetió con furia contra los enmascarados que continuaban en pie, los cuales, al ver la desigualdad numérica, más el poderío de sus contrincantes, decidieron huir.

—¡André, escapan! —gritó el rubio comandante, antes de lanzarse en persecución.

El comandante lanzó su espada desde lo lejos, para darle en la espalda, con puntería eficaz, a uno de los cobardes. Cuando cayó el bandido, quitó rápidamente, la espada, ensartada en el hombre muerto, y continuó su persecución para alcanzar al último enmascarado que seguía con vida.

—¡Oscar, espérame! —gritó su joven salvador antes de salir tras el rubio.

Se unió a la persecución, corriendo detrás de André y por unos momentos, Oscar se perdió entre los matorrales. Segundos donde se le hizo familiar ese personaje. Volvió a verlo con el rastro perdido del enmascarado, entonces lo reconoció, pero mantuvo silencio.

—Se escapó —dijo Oscar.

—Debió tomar un camino secreto, si desapareció así, de forma tan repentina. —Se atrevió a hablar.

De inmediato tomó en cuenta a sus salvadores. De seguro, habían notado su acento español.

—Tenéis razón.

La comandante miró otra vez las huellas y las siguió hasta donde desaparecían. Abrió unos arbustos, descubriendo el camino. En el momento, escucharon el galope de unos caballos que se alejaban. Solo vieron el polvo levantado por un carruaje.

—Ese carruaje los estaba esperando —dijo André.

—Una emboscada bien planeada... ¿Quién sois vos caballero? —Oscar lo observó con interés.

—¡Está sangrando! —André se le acercó con preocupación y trató de alcanzar el brazo herido.

Retiró el brazo de improviso casi por instinto.

—¡Ah! Esto no es nada. —Sacó un pañuelo bordado de su manga y se envolvió la herida rápidamente, con pericia, sonriendo a André—. Sois muy amable, además de apuesto. Decidme, ¿cuál es el nombre de mi galante salvador?

André quedó pasmado con las palabras del noble caballero. Oscar avanzó hacia él y lo observó de pies a cabeza: era joven, un poco más alto que ella, de cabello negro y liso muy largo, hasta la cintura, pero un poco ondulado en las puntas; ojos pardos con una vivacidad pícara; tez morena, quizás bronceada por el sol y de contextura mediana. Traía puesta ropa de viaje, ropa noble, sin duda, de alta estirpe, lo único que le llamó la atención fue la chaqueta ajustada a la cintura, la cual era bastante pronunciada y las botas negras al estilo militar.

Oscar sacudió la sangre de su florín, en dos movimientos, golpeó los tacones de sus botas y presentó su espada.

—Soy Oscar Francois de Jarjayes, Comandante de la Guardia Imperial, y él es André Grandier. Decidnos ahora quién sois —ordenó con voz llana.

—Alguien parecida a vos —contestó con una sonrisa encantadora.

—¿Parecida? —repitieron al unísono Oscar y André.

Escucharon unos arbustos moverse. Oscar alzó su espada. André también se puso en guardia, solo el extraño caballero no se inmutó y permaneció calmado.

—Mi señora, ¿dónde está?

—Por aquí, Antonio —respondió el noble.

En un segundo, apareció un hombre, no tan joven, su piel estaba igualmente bronceada con unas señas casi imperceptibles de la edad.

—¿Logró atrapar al bandido? —dijo Antonio, tomando el brazo del noble.

El hombre examinó la herida de una mirada y vendó con otro pañuelo, todo esto, al tiempo que terminaba de hablar. Con la misma rapidez se colocó al lado del herido.

—No Antonio, escapó, lo estaban esperando para la huida. —Miró a Oscar y a André—. Estos son el Comandante Oscar Francois de Jarjayes y don André Grandier.

Antonio le pasó su sombrero, que había perdido en la lucha, e hizo una reverencia silenciosa a modo de saludo.

Oscar iba a decir algo, pero se le adelantó.

—Sí, os diré quién soy. —Se paró frente a ellos—. Doña Catalina Gabriel de la Barca y Espinoza, representante de su majestad, don Carlos III, Rey de España, en misión diplomática y de buena voluntad hacia vuestra majestad, don Luis XVI, Rey de Francia y hacia vuestro amado país. —Hizo una galante reverencia.

Permaneció de pie durante unos segundos, mostrando una encantadora sonrisa de dientes blancos, perfectos. Su mirada brillante recorrió a los dos sorprendidos, pero ella no se inmutó, siempre causaba ese efecto en quienes la conocían, incluso después de conocerla.

—¿Qué os causa tanta sorpresa comandante? ¿No sois vos de igual naturaleza que yo? —dijo Catalina y sus ojos brillantes denotaban diversión.

Oscar reaccionó de inmediato, saliendo de su estupor.

—Perdón, ¿vos me conocéis? —preguntó Oscar muy intrigada.

—Vuestra fama ha cruzado el mar hasta mis oídos. No hay muchos comandantes mujeres en la Guardia Imperial Francesa.

Ahora Oscar esbozó una pequeña sonrisa.

—Tampoco las hay en la Marina Real Española —dijo manteniendo la sonrisa torcida.

—Es cierto, no las hay. Es una verdadera lástima. —Catalina suspiró con cara de fastidio—. Si existieran más mujeres como nosotras, no se perderían tantas guerras.

—¡Cata! ¡La Gata de los Mares! —gritó André con asombro.

El chico reaccionó con lo dicho. Llevó las manos a su boca, tapando su imprudencia.

—¡André! ¡Más respeto! —regañó Oscar con energía.

—¡Perdón, perdón! —dijo André de un salto y enrojeciendo de pies a cabeza— ¡Ruego vuestro perdón Madame de la Barca!

—¿Madame de la Barca? —dijo sorprendida por un momento, luego estalló en carcajadas— ¡Pero qué horrible sonó eso! —Cruzó los brazos en el pecho—, prefiero que me digan doña Catalina o como me llaman los odiosos ingleses: Cata.

—Como queráis doña Cata. —Se apresuró a decir André—. Sois bienvenida

—¿Eh? Doña Cata... —dijo ensimismada.

Catalina volvió a romper en risa, ahora con más sonoridad y con lágrimas en los ojos. Oscar y André se quedaron parados, con profunda cara de interrogación. La sorpresa les dejó la mente en blanco, no sabían qué pensar de todo esto. Trataron de resolver el enigma camino a palacio, pero las cabezas se les revolvían, con cada acción de la noble dama.

Era una noble, de eso no había duda, sus rasgos finos, su profunda mirada y sus labios bien pronunciados de dibujo perfecto, la hacían una criatura sensual. Sin embargo, sus modales toscos y traviesos, la convertían en alguien de simpatía y de temeridad. Esto era fácil de comprender, pero la complejidad iba más allá.

Doña Catalina podía pasar de la brusquedad a la sensualidad, de un momento a otro. Podía subir al coche de un salto majestuoso, después de golpear a su sirviente en la espalda, con la palma de la mano —Antonio recibió el golpe con indiferencia, se notaba acostumbrado—, agarrar las riendas de los caballos con suma seguridad y mandato, mientras lanzaba un guiño pícaro, en extremo sugerente a André, capaz de sonrojar a la corte entera, ya que no solo el beneficiado con tal honra se deshacía en rubor, sino también, Oscar a su lado, padecía con la cara roja, sin saber si de vergüenza o de lo llamado lujuria.

Cuando pensaban que habían resuelto el enigma, el aire que la rodeaba cambiaba de forma, y sus ojos, su cuerpo, parecían guardar una fiera dormida. El apelativo "La Gata de los Mares" era de completo acertado como también, no lo era: algo sin definición.

Llegaron al Palacio de Versalles con escolta de Oscar y André, a falta de la propia. Al parecer, no trajo ninguna protección desde su país. Les dijo a ellos, que había venido en visita no oficial. Solo era un refuerzo a las relaciones diplomáticas entre los dos reinos. Sin embargo, a petición de ella, el rey de España la mandó en secreto para evitar posibles ataques, como el sucedido ahora. No quería llamar la atención y una escolta era demasiado lujo para ella:

—Es que el rey sabe lo terca que soy. —Terminó riendo "La Gata de los Mares".

También, solo la familia real francesa sabía de la visita de un embajador, pero los detalles fueron guardados a petición del rey de España. Quién hubiera perpetrado ese ataque a la carroza, estaba muy bien informado de algo tan secreto, que inclusive el Comandante de la Guardia Imperial Francesa, Oscar, no lo sabía.

—Tuve mucha suerte de encontrarme con vosotros, sino esta sería mi última aventura —concluyó Catalina en la entrada de Versalles, donde la recibieron los soldados de Oscar.

Quedaba la presentación ante los reyes, pero se le ocurrió la idea de entrar acompañada por alguien muy interesante. Alzó las cejas, y con su porte gallardo dijo:

—Sería mucho pedir, que me escolte este noble caballero ante la presencia de sus majestades —dijo señalando a André—. A propósito, me gustaría saber cuál es vuestro título.

—¡Qué! —gritó André al punto del desmayo.

Girodel y los demás soldados de la guardia imperial comenzaron a reírse de la cara de André, parecía que algo lo picó de improviso.

—André no es noble —dijo Girodel entre risas

—¿En serio? —Doña Catalina mostró sorpresa.

—Es verdad, André es de origen humilde —explicó Oscar con una sonrisa.

—Juraría, que por sus venas corre sangre de la más noble estirpe —dijo doña Catalina con seriedad en sus palabras, que enmudecieron al resto—. De igual forma, él puede ingresar a Versalles.

Caminó hacia el frente con la mirada de los demás fija en ella, pero no volteó. Antonio siguió a su ama y dio a entender que debían seguirla.

—André, vamos —ordenó Oscar.

Girodel y los soldados se quedaron parados en el patio, mientras Oscar y André siguieron a la extraña dama.

"Veremos qué se propone" —murmuró Oscar cuando cruzó el umbral del majestuoso palacio.

Continuará.