Disclaimer: Amour Sucré no me pertenece. Por tanto, Castiel tampoco.

Advertencias: Va de sexo. Pero no es PWP, no tanto al menos. Quiero centrarme en lo que, para muchos, se convirtió Castiel en el último episodio. Personalmente, no lo condeno por el hecho de no prometerle la vida a Sucrette. Vamos, que las cosas pueden ser así en la realidad.


Asmodeo

—Otorgame el cielo en este infierno—


Sus palmas queman, queman sobre su vestido, y siente su nariz marcando un camino descontinuado en el que la llena de incertidumbre y más deseo. Está sumida, sumisa frente a él, que le calienta el alma, el pecho, que le calienta.

Ella es su presa, en algunos momentos su diosa. Se dedica a observarla a ratos, y sabe que está logrando lo que quiere, lo que tanto ha deseado desde que volvió a verla. Tan bien, tan buena, tan buena. Es lo que siempre ha sido, es lo que él siempre ha rogado en cada rostro de cada chica, en cada voz y en cada caricia. Pero está decidido a no volver a ser un perro, su perro. Ella es quien debe actuar bajo sus términos ahora, es ella quien debe sufrir el ansia de la ausencia, y él quien debe oír sus ruegos amargos sobre sus sábanas, y sobre sus sábanas.

Él le apreta con firmeza y un rastro de consideración los muslos y la acerca, y después de mucho tiempo se atreve a probar sus labios. Rojos labios, rosados labios.

Se dedica a probar el sabor de su piel, esa que tapaba el vestido tan discreto e indiscreto, con el que descubrió que los ángulos son poderosos, atrapantes y sujerentes. Lo habría vuelto loco, consiguió volverlo loco, sigue volviéndolo loco. Es una musa, se volvió su musa por un largo tiempo y, maldita, regresó para atormentarlo. A pesar de todo lo que rogó, a pesar de todo lo que dolió y lo que le gritó a su ausencia.

Ella tira sutilmente de su cabello y maldice fuertemente, en medio de tanto libido y oxitocina que le llega a la traquea y se dispara, y la hace ver fuego infernal en sus párpados.

Y cuando se congela, le dedica una mirada, una de varias, una lejos de ser la última. Lo toma por el cuello y lo acerca, se deja hacer y su lengua se lo dice. Ni siquiera le duele verse perdido, ni siquiera se esfuerza por notarlo, ni siquiera lo ve. Sus piernas, encantadoras y malintencionadas lo acercan, lo acarician, lo apresan. Se lo gritan, se lo ordenan.

Que ella nunca fue la presa, que siempre fue su diosa. Y que él seguirá abandonándose entre su aroma a dulzura y perversión.