Prólogo
- Todo va a salir bien.
El doctor James Foxter sonrió con ternura a su hija. Ella le devolvió la sonrisa. Le faltaba un diente, algo normal a sus ocho años.
- Lo sé, papi. No tengo miedo -le dijo la niña-. ¿Sabes por qué? Porque me lo has prometido.
La pequeña le cogió dos dedos con la mano donde ya le habían colocado la vía intravenosa. Pese a haberse pasado la mitad de su corta vida enferma, Ellie nunca perdía la alegría. Era ella quien le daba esperanzas, y no al revés. Era ella quien iba a ser intervenida a vida o muerte, pero era él quien estaba asustado.
- Mamá estaría muy orgullosa de ti –le dijo, conteniendo las lágrimas con mucho esfuerzo. Su hija no podía verle tan afectado. Le había prometido que todo saldría bien-. Te veré en unas horas, ¿de acuerdo?
- Sí.
Se inclinó sobre la mesa de operaciones para darle un beso en la frente, colocándole luego un mechón de pelo dorado que se había escapado del gorro. Ellie sonrió apenas, soñolienta; la primera dosis de anestesia ya hacía su efecto. No tardó en dormirse. Mientras una enfermera le ayudaba a colocarse los guantes, oyó que el anestesista empezaba a recitar los valores habituales.
Todo estaba listo.
James Foxter respiró profundamente y se subió la mascarilla de cirujano.
- ¿James?...
Unas horas más tarde, alguien tocaba insistentemente a la puerta de su despacho. No reconocía la voz. No le importaba. Ya no le importaba nada.
Todavía no se había quitado la bata de cirujano. Su cuerpo entero se estremecía debido a los sollozos, la cara era un lodazal de sudor y lágrimas. Era la viva imagen de la desesperación.
- ¡James! ¡Por favor, abre! No fue tu culpa, sabías que podía pasar...
Recordaba haber salido del quirófano y derrumbarse en el suelo al alcanzar la esquina del pasillo, desierto a esa hora de la madrugada. De lo siguiente que fue consciente fue de verse sentado sobre la moqueta de su despacho, la espalda apoyada en el escritorio. Aquello tenía que ser una pesadilla; al menos, parecía tan irreal como una. Pero el dolor que sentía sí era real. Le roía las entrañas, no le dejaba respirar.
- ¡James, por favor!...
No ha sufrido, doctor Foxter, se ha ido en paz, le había dicho la misma enfermera que le había ayudado con los guantes, mientras desconectaban los aparatos para silenciar el persistente zumbido que llenaba la sala de operaciones.
Se había ido. Ahora estaba solo. Y lo que era peor, le había fallado. Le había fallado a su única hija.
Más golpes en la puerta. James Foxter alzó la pistola. Oscilando debido al incontrolable temblor de su mano, el cañón se hundió en la bata de cirujano, justo encima del corazón. Durante unos instantes lo notó golpear como loco contra el metal, como si intentase huir de lo que estaba a punto de ocurrir. La sangre le golpeaba frenéticamente en los oídos, en todo el cuerpo. No es justo, se dijo, el de mi pequeña no volverá a latir. Por mi culpa. No pude hacer nada.
El médico cerró los ojos, alzando la mirada al techo. Hacia el cielo. Las lágrimas corrían por su rostro.
- Te lo prometí, cielo... -sollozó- Te lo prometí... Y te he fallado...
Disparó.
