I

Canción

La nave escoraba. La madera crujía bajo los pies presurosos que corrían por cubierta de cabo a cabo, las piernas de los más jóvenes flaqueaban de tantos días en altamar, pero no se atrevían a detenerse, subían y bajaban del mástil más grande y viejo que habían visto cual monos, izaban y arriaban las velas más de un puñado de veces al día; aquellos que sabían leer y contar -uno, dos cuando mucho- eran mandados a las bodegas. Nadie replicaba, todos le temían, después de todo, él era el fantasma de los mares, el demonio en persona.

—Cientos de historias se cuentan de él, El inmortal... Algunas, que ni siquiera me atrevo a pensar.

—Anda, viejo, suelta la sopa.

—Ya. Ya. La más famosa de todas ellas, y en opinión de un humilde pirata, es la mejor de todas. Es aquella en que...

— ¿Es la de la canción?—interrumpió una voz.

—Sí...—respondió él desganado—, es la de la canción. Como decía—Aclaró la garganta—: Aún joven el capitán, apenas un grumete de cocina, éste se había embarcado a la más impensable e increíble de todas las naves, pero hace siglos ya que su nombre quedó en el olvido.

»El tiempo que los acompañó durante la mayoría del viaje fue favorable, pero una tarde una terrible tormenta los sorprendió... El saldo de muertos fue enorme, casi la totalidad de la tripulación, pero nuestro querido capitán no se contó entre estos, de lo contrario no estaría aquí—mofó, causando alguna que otra risa nerviosa—. Los pocos sobrevivientes no pudieron hacer otra cosa que navegar y navegar por días y días hasta que comenzaron a caer por inanición de uno a uno; pronto sólo quedó él, abandonado entre los muertos, había llegado tan lejos de cualquier mar conocido, algunos afirman que llegó a los confines del mundo.

»Se dice que la bruma siempre envolvía el barco, fuera día o fuera noche, haciendo imposible ver más allá de la nariz. Durante días, suponen, había escuchado un chapoteo en el agua, escucharlo de nuevo no se le hizo nada raro, pero algo le orilló a asomarse por la borda... Lo que vio lo dejó atónito: de arriba, una dama; pero su torso... estaba cubierto por escamas, poseía el rostro más bello que se podría admirar. Él se acercó, iluso, a la orilla del barco, ella aprovechó su oportunidad y le condujo a las profundidades para que se cumpliera su terrible destino. Pero algo ocurrió, ella le perdonó su vida, porqué eso nadie lo sabe, al regresar al chico a la superficie -aquí viene lo bueno- ella le entregó algo...

— ¿Qué le entregó?—intervino de nuevo la misma voz.

—Cállate—dijo una voz gutural furiosa—. Deja que Pete termine.

—Bien: ella le entregó...—hesitó, haciendo incrementar la tensión entre los presentes— un beso. El beso de la inmortalidad.

Todos contuvieron el aliento, sopesando y reflexionando cada una de las palabras del viejo pirata de canas amarillentas. Entre el silencio cada vez más creciente se escuchó un suspiro.

—The best kiss I've received...

Quienes se encontraban ahí juran y perjuran que el sonido de la voz del capitán fue apenas un susurro, pero aún así, hizo eco en cada recoveco de la embarcación haciendo estremecer hasta la médula a todo aquel que tuviera pie en barco.

El capitán, semblante fiero retratado en el rostro, se encontraba justo a sus espaldas.

—Así que... ¿descansando, bloody bastards?

—No, no, capitán—asaltaron decenas de voces.

—Well. Entonces, ¡¿por qué no están trabajando, perros sarnosos?!

Un tropel de pies se precipitaron a alejarse lo más posible del capitán. Una vez que se hubo asegurado de que cada quien se pusiera a hacer algo. Comenzó a caminar sin rumbo por la cubierta. Nada reordenaba mejor las ideas que el olor salino entrando y saliendo de los pulmones. Se recargó en la baranda con una inspiración dirigiendo la vista hacía donde se extendía la desierta playa de arenas blancas y más allá, la selva espesa y oscura.

—Te ves cansado, mi amigo.

—Estos ineptos me van a volver loco—bufó.

—Creí que ya lo estabas.

—No me tientes que bien puedo arrojarte por la borda—amenazó, el hombre de color se limitó a reír y recargó en la borda junto a su capitán; más que ser su esclavo era su compañero de viajes—. Cada tanto tiempo me gusta escuchar las historias que se cuentan acerca de mí. Concuerdo con Pete, ésta es una de las mejores, aunque esté muy lejos de la realidad...

—Entonces—dijo—, ¿no has visto nunca una sirena?

—Of course I do!—exclamó escandalizado—. Unas cuantas nada más, hermosas todas ellas y tan letales como dicen las leyendas.

—Debió haber sido un espectáculo digno de admirar.

—Já, no cuando todas ellas te rodean como tiburones, imaginando el sabor de tu sangre recorriendo sus gargantas.

—Aún así, me hubiera gustado—señaló, hesitó por un momento y dijo—: Desearía poder vivir tanto como tú, capitán Kirkland. Haría tantas cosas...

—Pobre inocente. Cualquier vida, escúchame: cualquier vida es mejor que ésta.

— ¿Cuántas vidas has vivido, capitán?—inquirió. El capitán sonrió quedamente.

—He vivido mucho, zopenco, no muchas vidas.

—Lo que habías dicho, lo dijiste como si hubieras vivido miles de ellas.

—No, sólo he vivido una; con ésta me basta, y hasta me sobra. Aunque a veces te puedes llevar tus sorpresas...

La mirada esmeralda se posó en las olas, iluminadas por la luz mortecina de una luna de invierno. En su casa estaría nevando en aquella época, pero en el Caribe la cosa era distinta. Casi siempre hacía un cima agradable para hacerse a la mar, noches apacibles y silenciosas solamente interrumpidas por el golpear de las olas en el casco del barco..., además del desagradable sonido producido por uno que otro mal marinero poco tolerante de estómago.

A parte de eso, todo era como siempre. Atracar en un puerto, descansar, conseguir ron, abastecer las bodegas, conseguir más ron -la piratería no es negocio fácil-, enrolar un par de mocosos tan verdes como la hierba en verano y después irse. Ya en el campo de trabajo... habían tenido unos cuantos problemas con la guardia española en el Golfo pero nada de qué preocuparse, de seguro que el spaniard estaría vuelto una tempestad en ese momento. Hasta hace poco, relativamente, se había dado a conocer a Nueva España al mundo y ya había recibido un número considerable de ataques extranjeros, éstos en su mayoría impulsados por la codicia. Pero lo que más atraía a los curiosos era el origen de aquella criatura vedada al mundo, nadie estaba completamente seguro de cómo había ido a parar a manos del español; un día él simplemente proclamó que cualquiera que osara acercarse a su colonia sin su permiso se enfrentaría a todo el peso de la flota española. Había detenido parcialmente las intenciones de algunos, pero no de otros.

Gran Bretaña no alcanzaba a comprender por qué el español hacía lo que hacía, pero nunca estaba de más molestarlo, las razones sobraban. De una cosa estaba seguro, si el español la celaba tanto debía ser muy valioso. Por lo que intuía no debía ser un niño muy desarrollado pues el su comercio era totalmente monopolizado por la Corona de España.

"Si él no lo hace por las buenas, lo obligaré por las malas"

— ¿Qué piensa el capitán?

—Nada de tu incumbencia—espetó.

—Así que estás de malas, ya decía yo que enfrentarte con esos españoles te había afectado.

— ¿Afectarme a mí? Bah. Don't make me laugh—señaló ufano.

—No todo es lo que parece.

Al no recibir algún comentario mordaz, tan usual en el inglés, el esclavo se volvió hacia él. El rubio se encontraba absorto, con la vista clavada hacia el frente. El africano lleno de curiosidad hizo lo mismo, y nada más hacerlo profirió palabras en su lengua.

Una mujer.

Se movía grácil y delicada. Una figura fantasmal en la playa, caminando, si es que se le pudiera llamar así, pues con cada paso parecía como si danzara; lo hacía cadenciosa y natural, se podía notar como con arrastraba con sus pies la arena. Girando de vez en vez con los brazos extendidos hacia el cielo. Su cabello ondeaba con la brisa marina.

—Baja un bote—musitó el capitán. El hombre no se movió—. ¡Ahora!

—Si quieres llegar a la orilla tendrás que hacerlo a nado—sentenció girando sobre sus pies y alejándose de la borda, rehuyendo a el hechizo de la mujer.

Entonces se escuchó el chapoteo en el agua. Inmediatamente se volvió y se precipitó hacia la orilla; de pronto, divisó la figura del capitán dando brazadas cada vez más rápidas en dirección a la plata. Estaban lo suficiente cerca como para que un hombre común pudiera llegar a la brevedad y siendo lo que era, Arthur no tardó en estar en la orilla. Por un momento se sintió desorientado. El agua le calaba hasta los huesos, tan helada como la mordida del metal en la piel.

Abrumado comenzó a girar el rostro de un lado a otro en busca de la misteriosa mujer, quien había parecido desaparecer. Sus ropas le incomodaban, ni siquiera se había molestado en quitarse la casaca, por suerte el sombrero se le había caído al lanzarse al agua. Desde el punto en que estaba apenas podía ver su barco de velas negras, por más que entornaba los ojos. Sonrió con suficiencia. Nadie le podía superar. Y lo embargó una melodía casi inaudible, mecánicamente comenzó a caminar, atraído por aquella voz.

¿Una dríada? No. Esa era una voz más humana, cálida y vehemente. Él había escuchado las voces de esas criaturas, éstas eran bellas, pero vacías y frías. Al doblar un pequeño cabo quebrado por una roca la divisó, aún caminaba tan tranquilamente que parecía no percatarse de su presencia. Entonces ella se volvió hacia él. La sola visión lo hizo detenerse, sí, la expresión en el rostro femenino parecía tan fiero y delicado a la vez, pero fueron sus ojos lo que le hicieron hesitar por un momento. Escarlatas. Tan rojos como la sangre corriendo por sus venas.

Ella sonrió, causando que un escalofrío recorriera la espalda del rubio. Entonces ella apresuró el paso y se adentró en la selva. Sin pensarlo dos veces él corrió tras la mujer, pero ésta la llevaba la delantera. Parecía saber muy bien hacía dónde iba, muy por el contrarió del capitán, quien veía desconocidas todas esas plantas y árboles.

—Ven... Ven...—la oía repetir—. Ven...

—Wait!

Pero ella se adentraba cada vez más y más, hasta que llegó un momento en que la perdió de vista. No se sentía perdido, era fácil regresar a la costa; el verdadero problema era querer regresar. Advirtió entonces un mortecino rayo de luz y siguió adelante. En un instante se encontró a cielo abierto, los árboles se extendían alrededor de todo el claro formando un círculo, un par de rocas con formas sumamente extrañas se encontraban en medio de él y la Luna parecía bañarlas con su luz.

Ahí fue donde escuchó el sollozo. Un apagado y nostálgico llanto proveniente de detrás de las rocas. Su extasiado subconsciente aunó cabos rápidamente y supuso que quien lloraba no era otra que la mujer. Pero el destino trabaja de formas misteriosas y lo que encontró al acercarse al montículo fue una niña de escasos ocho años, cabello tan negro como la noche que los envolvía, ojos grandes, dorados y refulgentes, como fuego en la oscuridad; su pequeño vestido estaba tan sucio y raído que apenas se distinguía el color.

El corsario inglés se acercó a ella y galante extendió un pañuelo que sacó de su manga derecha. La niña sollozante al percatarse del ofrecimiento del extraño se retrajo sobre sí. Si hablaba la niña no podría entenderlo, por lo que trató de recordar algunas palabras en castellano que tal vez podrían ayudarle.

—Yo. No. Hacer. Daño.

La pequeña aún en señal de alerta tomó una posición diferente; más temeraria que lo que se debiera suponer para su edad.

— ¿Quién eres?—preguntó—. ¿Qué quieres?

Algo se removió en el estómago de Arthur, sentía como si... No, no podía ser posible que esa niña fuera... ¿y si lo era? No había otra explicación para su sentir. Desechó la idea de utilizar palabras del spaniard y comenzó diferente.

— ¿Quién eres, pequeña?

—Yo le pregunté primero, señor.

—Sí, ya veo—sonrió e hizo una pronunciada reverencia como sólo él podía hacerla—. Mi nombre, pequeña dama, es Arthur Kirkland y soy... un amigo.

— ¿Un amigo?—cuestionó la avispada infante.

—Sí, un buen amigo. Ahora que te he dicho mi nombre, ¿me dirás el tuyo?

—No.

— ¡Qué!—exaltó—. ¿Por qué no?

—Porque eres un extraño—explicó con simpleza—. Y mi papito Antonio me ha dicho que nunca debo hablar con extraños.

—Pero si ya me estás hablando y te he dicho mi nombre, ya no soy un extraño, ¿don't you think?

—Tienes razón—admitió inocente. La niña había dejado de llorar por unos minutos al menos—. Mi nombre es María Victoria Fernández Carriedo. Pero también puedes llamarme Nueva España.

La pequeña aún no había aprendido a ser discreta y eso agradaba al pirata, quien comenzó a sonreír con sorna. ¿Una niña? Esperaba que fuera un niño, pero si no había más, aunque claro está criar a una niña es mucho más difícil que a un niño, mas eso no era ningún reto. Luego se las arreglaría.

—Dime, Victory...

—Me llamó Victoria—aclaró.

—Sí, eh, Victoria, ¿por qué llorabas?

En el acto, la pequeña comenzó a hacer amagos y reanudó su llanto. Tan desbordante y sin final que el pirata comenzó a sentirse azorado por su imprudencia. ¿Qué las lágrimas no se le acababan a esta niña? Entonces recordó aquella letra, y a duras penas comenzó:

Cuando el sol se ha de ocultar

y las sirenas cantan ya, en el abismo encontrarás

a la dama que es el mar.

Maravillas hallarás,

tristes rimas y demás.

Ella canta para él,

su pirata siempre fiel.

Muy joven la conoció y hechizado él quedó,

desde entonces un deseo se albergó en su puro corazón:

junto a ella siempre estar desde ese día,

hasta el final;

él pirata se formó mas su corazón se marchitó,

un brillo extraño se asomó en la mirada esmeralda.

Ella canta para él

tristes notas, siempre fiel,

recordando el corazón que la codicia envenenó.

Recordando a su pirata que siempre fiel

a su lado regresará.

Al termino de la canción, el inglés halló a la pequeña totalmente calmada, afortunadamente había de llorar. Lo miraba con sus ojos ambarinos de fijo a su rostro, se quedó un momento así hasta que prorrumpió en risotadas.

— ¿Qué sucede?—preguntó la nación.

—Tus... cejas...—respondió atacada por la risa.

— ¿Qué tienen mis cejas?

—Son muy raras—rió.

—¿Ah, sí? Y qué me dices de tu... eh, de tu... No puedo creer que esté peleando con una niña.

—Eres muy gracioso—dijo la pequeña sonriendo.

—Ahora me dirás...

— ¿Tú inventaste la canción?—quiso saber.

—No.

—Entonces, ¿quién?

—No lo sé.

— ¿Por qué cantas la canción si no sabes quién la inventó?

—Porque...

—Es una canción muy bonita, deberías de saber quién la inventó así me dirías, yo podría decírselo a tajtli Antonio y...

—¡No! No puedes decírselo.

— ¿Por qué no?—cuestionó malhumorada.

—Porque le diré a Antonio que escapaste y viniste aquí.

— ¡No escapé! Es sólo que no quiero que él se vaya de nuevo—respondió contrita—. Siempre me deja aquí cuando sale de viaje. Nunca está conmigo y yo lo extraño mucho.

— ¿Entonces que haces aquí?—preguntó poniéndose a la misma altura que la pequeña aún recargada sobre las formas de piedra.

—Creí que si me perdía, él se quedaría conmigo; yo sabría cómo regresar, pero luego me perdí de verdad y terminé aquí.

María hizo amago de querer llorar de nuevo, pero Arthur la tranquilizó.

—Don't cry, little Mary. Yo puedo ayudarte, si quieres.

— Sí, pero ¿eres un soldado?

— ¿Por qué deseas saberlo?

—Porque sí, anda dime.

El inglés se rió de la mordaz respuesta de la niña con aparentes ocho años. Quién sabe de dónde había sacado eso.

—No, no soy un soldado.

— ¿Capitán?

—Digamos que sí, soy algo parecido a un capitán. Mis hombres me llaman así.

—Entonces, ¿qué eres?

Arthur miró de fijo a la pequeña curiosa.

—Un pirata.

La pequeña se tapó la boca con sus dos manitas. Su padre le había dicho que jamás por nada del mundo debía acercarse a un pirata, mucho menos a ese que llamaban Ingatera, él era el más peligroso. Pero él pirata frente a ella no parecía malo y mucho menos podía ser aquél que su padre le había dicho.

— ¿Un pirata?—Él asintió—. Entonces, ¿conoces a Ingatera?

— ¿A quién?

—Ingatera. El peor y más malo pirata de todos los tiempos.

"¿Ingatera? Debe estar hablando de mí."

—Sí, sí lo conozco, miladi. Debes tener mucho cuidado con él. Es el pirata más malo y pendenciero que he visto.

— ¿Lo has visto?—María Victoria abrió los ojos como platos, Arthur asintió de una cabezada—. ¿Y no te dio miedo?

—No, ni un poquito.

—Vaya, eres muy valiente. ¿Podrías contarme cómo pasó?

El inglés sonrió ante la credulidad e inocencia de la niña, le parecía de lo más tierno. Lo miraba como si fuera un gran héroe o algo parecido. Pero no hacía más que mentirle y ella se lo creía. Se sintió un poco culpable por ello, pero desapareció en cuanto escuchó las voces.

— ¡María! ¡Hija!

"The spaniard"

—Mi querida, temo que me tengo que ir.

—Pero... ¿no me contarás la historia?

—Será otro día, linda.

—Promételo—dijo.

—I swear...—susurró con su mano al corazón—. Y como prueba de ello, te entrego esto.

Se incorporó. Volvió a tomar su pañuelo con las letras "A.K" y se lo entregó a la pequeña quien lo aceptó gustosa. El inglés hizo una reverencia tan solemne como cuando se presentó, tomó la mano de María y la besó. La niña no estaba acostumbrada a ese trato y se sintió extraña.

—Un gusto conocerte, mi pequeña dama.

Se dirigió a la selva y se perdió entre la espesura de ésta. Fue entonces que escuchó la voz de su padre llamándola desesperadamente, y a la de él se unían otras más. No tardó en ver el resplandor de las antorchas. Rápidamente guardó el pañuelo en el bolsillo.

— ¡Aquí estoy!, ¡aquí estoy!

Antonio escuchó la voz de su hijita y volvió inmediatamente el caballo hacia donde se escuchaba la voz de la infante. Sintió un gran alivió al verla, se abalanzó sobre ella sin decir nada, a pesar de ser un poco más grande la tomó en sus brazos.

—María Victoria, no me vuelvas a hacer esto, por favor.

—Me dio mucho miedo, tajtli.

—Ya todo pasó, mi pequeña.

La abrazó aún más fuerte y volvió a subir al caballo, puso a María en el frente y en compañía de sus soldados se alejó. Apenas se percató de la silueta de ojos esmeralda que los observaba desde la penumbra.


¡Hola, de nuevo! Esta vez traigo esta historia de mi OC México María Victoria y nuestro caballero inglés favorito. Haciendo papel especial de pirata en este primer capítulo. No se los prometo 100% histórico, aún me falla esa parte, a veces me emociono.

Gracias por leer. No olviden comentar. La retroalimentación es amor. Hasta el próximo. Ciao!