El sol iluminaba las torres de coral del castillo que aun dormía. Las burbujas reventándose apenas formadas, eran el único sonido alrededor. Un caballito de mar que era uno de los pajes del palacio se agitaba precipitándose por la escalera central, el pasillo conectaba directamente con los aposentos reales. La hora de despertar del rey se acercaba y debía abrir las ventanas antes de que el servicio entrara con el desayuno.

Sacudiendo las aletas la puerta se abrió como siempre, sin embargo los ronquidos del rey no llenaban la estancia. La nariz del pequeño hipocampo dorado se agito nerviosa. Adentrándose sin hacer ruido corrió las blancas cortinas translucidas y dejo entrar la luz con una sonrisa ante las cosquillas y el calor, echó una rápida miradita al rey quedo mudo, el color rehuyó de su pequeño cuerpo.

—¡El, el, el!—Tartamudeó abriendo inconmensurable los ojos y precipitándose a la salida.—¡Sebastián!, ¡Sebastián!, ¡El rey esta, El rey esta…!

El llanto de las princesas se escuchaba sobre la superficie, escapando con la briza y la espuma del mar. Desconsoladas, las seis jóvenes sirenas se sacudían entre temblores violentos. Sebastián caminaba nerviosamente de un lado a otro, sumido en el silencio; si se pudiera, se diría que sudaba su problema, con las tenazas contra la espalda sus patas marchaban rítmicamente emitiendo un tintineo constante sobre el suelo. Flounder en silencio mirándolo fijamente, con los ojos enrojecidos por la pena y el llanto.

—¿No la han encontrado aún?— Preguntó con voz tímida, preocupado.

El rey encontrado muerto en su cama, la sangre alrededor de él como una mascada de seda roja transparente, que parecía tener vida agitada por la corriente, desprendiéndose del cuerpo; la barba blanca también teñida de rojo. La corona no estaba ni tampoco el tridente símbolo de su poder.

Sus allegados vueltos locos.

Claramente fue asesinato, alguien se atrevió a atacar al rey mientras dormía, hiriéndolo en apariencia, con su propia arma drenándole la vida. Después del hallazgo, Sebastián fue el encargado de comunicárselo a sus hijas, sorprendiéndose al darse cuenta de que la menor no se encontraba en su cama y tampoco había rastro de su presencia en el castillo.

Algo andaba realmente mal y no haría más que empeorar si no se resolvían cuanto antes.

Masajeándose los grandes parpados, el cangrejo se quedo quieto y meneo la cabeza. El castillo permanecería cerrado, la policía de delfines se encontraba patrullando la zona y era quien dirigía la investigación, las princesas debían quedarse en calidad de sospechosas y su salida del castillo quedo prohibida también para su protección, no sabía quien estaba atacando a la familia real ni si sería el único incidente. Sebastián, libre de sospecha encabezaba la investigación y supliría junto con el concejo de mantas el trabajo pendiente del rey.

Respirando hondo hincho el pecho temiendo la dirección de sus pensamientos escuchando a Flounder suspirar.

Sabia a donde tenía que ir y a quién acudir, no podía descartar a los habitantes de la superficie además, necesitaba a alguien capaz de pensar como lo hacen las mentes perversas y que pudiera controlar con sus propias tenazas.

Apretando los grandes labios miro a la distancia, donde los abismales.

—Necesitamos hacer algo.

Cualquier movimiento en falso significaba la muerte. El pequeño pulpo multicolor tintineaba las llaves firmemente sujetas en uno de sus tentáculos, mirando a Sebastián por detrás, sabía que algo muy malo debió ocurrir en el reino para que se presentara la mano derecha del rey y no el monarca mismo.

Empujando su cuerpo entero sin problemas por un agujero espero a que el cangrejo le siguiera. El barco se había fusionado con la naturaleza, recubierto de coral, debían ir al fondo de la vieja nave para encontrar lo que buscaban.

El silencio y la oscuridad erizaban al pequeño crustáceo.

—Hemos llegado. Seguramente ya sabe que estamos aquí.— Exclamó el viejo pulpo entre burbujas empujando la llave y abriendo la puerta para dejarle el paso libre a Sebastián.

—¿No entrará conmigo?

—No se me permite.

Sebastián tragó audiblemente y nado dentro.

El pulpo estiro uno de sus tentáculos y la luz entro por una pequeña ventanilla redonda en la parte superior. Partículas doradas brillaban alrededor de la cabeza roja que permanecía gacha. De no ser porque podía ver los delgados hombros agitándose suavemente pensaría que estaba muerto.

El parecido con la desaparecida Ariel le sobresalto, idénticos, desde la punta de la aleta hasta la nariz.

—¿A qué se debe tan memorable visita?, ¿El viejo está demasiado ocupado para ocuparse el mismo de mi?

Susurro la vocecilla dulce y melodiosa, el tono era masculino pero no dejaba de ser suave. Bastó para atraer de regreso al cangrejo quien carraspeo colocando una tenaza contra la boca.

—El rey ha muerto.

Espero, a que alguna emoción se arrastrara sobre los delicados rasgos, deformándolos por la pena o la angustia sin embargo fue una lenta y maliciosa sonrisa lo único que consiguió.

—Con que por fin ha muerto…

—No fue en circunstancias normales.— El cangrejo murmuro turbado. Parpadeando cuando la curiosidad transformo la carita del chico frente a él. El príncipe desterrado.

—¿Entonces?...— La aleta se agito suavemente mostrando impaciencia.

—Fue asesinado. Y también la menor de sus hijas se encuentra desaparecida.

El hondino abrió los ojos resplandeciendo el azul, la masa de cabello ondeo alrededor de su cabeza.— ¿Y piensan que tuve algo que ver?, ¡No es como si no lo hubiese hecho de tener la oportunidad!, sin embargo aquí, custodiado, anclado al suelo como un sucio secreto…

Sacudiendo la aleta Sebastián noto por primera vez el grillete que se cerraba en la punta de esta, horrorizado. Cosa que no paso desapercibida por el joven príncipe.

—¡Oh!, ¿Te gusta?, Padre ordeno que debía llevar el grillete al ras con las aletas, en cualquier otra parte podía tentarme a arrancarme alguna extremidad y liberarme, sin embargo sin la aleta no puedo nadar y me hundiría hasta las profundidades si intentaba escapar… muy listo.

Sebastian sacudió la cabeza retrocediendo un paso. —¡Se que no ha sido usted!

—No.— Un atisbo de miedo o sufrimiento pareció parpadear en el fondo de los ojos del pequeño tritón pero fue tan rápido y Sebastián estaba tan asustado que dudo que de verdad lo hubiera visto.—No fui yo.

Algo dentro del cangrejo se suavizó un poco, tomando una bocanada de agua se relajo intentando parecer cordial.— Por eso he venido a ofrecerle un acuerdo.

El cabizbajo príncipe levanto la cabeza, viéndose tan inocente como su hermana pequeña.

Los gemelos no eran comunes en el mundo acuático, tras nacer debía deshacerse de uno de ellos, esos tiempos eran extraños y la guerra sobre la superficie se libraba también en el océano por la supervivencia. No había forma de anunciar el nacimiento de un heredero, no cuando el pueblo no soportaría la salida del rey tritón…

En esas épocas Sebastián ni siquiera había nacido, su tatarabuelo fue quien aconsejo y socorrió al monarca.

—Habla cangrejo…

—Mi nombre es Sebastián.

—Habla entonces Sebastián.

—Su libertad a cambio del servicio al rey, una última muestra de lealtad que destruirá sus grilletes. Encuentra al asesino y a tu hermana, la princesa Ariel y te juro que no volverás aquí siempre que dejes al reino en paz.

Los rasgos del príncipe se iluminaron y una amplia sonrisa blanca se apodero de su boca, ansioso miro hacia la ventana por un largo minuto.

—¿Sin trampas?

—Sin trampas…

—Acepto, pero quiero una sola cosa.

Sebastián rezó por qué no fuera él servido en un plato. Resistiendo sin lograrlo el temblor que le sacudía las rodillas.

—Deseo un arma, si el asesino pudo con el rey un arma es necesaria para defenderme.

—Sebastián se horrorizo y quejándose se mordió la punta de las tenazas lanzando al frente.—¡El tridente no!, ¡Ha sido robado también!

Inmediatamente trago, lamentándose de tener, de nuevo, una boca tan grande.

El príncipe parpadeó haciendo un mohín ante la nueva información tomando al cangrejo que había quedado a su alcance entre las palmas.— No quiero el tridente, pero ahora, creo que necesito algo más potente de lo que pensaba…un cuchillo o una daga no servirán…¡Sebastián!— Mirándolo fijamente a los ojos sonrió con alguna idea siniestra en mente.

—¿siiii?— susurro en un tono agudo.

—Consígueme un cañón de mano… algo que pueda atravesar el pecho de un hombre humano y una bestia en un segundo.

—¡Lo que usted quiera su majestad!—Sebastián tembló intentando apartarse de su toque, no esperaba que el príncipe pidiera algo tan peligroso y prohibido, ahora entendía cómo es que termino en la prisión…

—No me llames majestad.—La voz del tritón sonó cansada soltándolo después de palmear torpemente su cabeza con la mano.—podrías tentarme a quedarme con el trono.

Sebastián quedo mudo ante la mirada azulina.—¿Cómo debería llamarte entonces?

Los delgados hombros se hundieron despreocupados.—Por mi nombre, llámame Ariel.