¡Holi! Este es un regalo para el fandom de HTTYD y para mí misma, pues me encanta la Navidad y las historias ñoñas de amor victorianas durante la época navideña. Si no os importa, en este fic voy a escribir las notas al final, para hacer aclaraciones históricas y demás. Solo deciros que en este cuento navideño no hay dragones, ni fantasía. Sería como un AU situado en la Inglaterra victoriana, por tanto si os gustan pelis como La Joven Victoria, Miss Potter, Orgullo & Prejuicio o series como Victoria, Downton Abbey, etc. este es vuestro fic. Lo he escrito con mucho cariño y le he metido muchas horas, pero estoy muy contenta con el resultado.

Por cierto, la portada de este fic la he hecho yo. No soy artista, así que no está extraordinario. Lo he pintado con pinturas acuarelables y me lo he pasado muy bien haciéndolo. Astrid no se parece tanto como Hipo porque tiene el pelo recogido, como era costumbre en la época victoriana. Aún tengo que mejorar, pero de momento creo que esta portada es lo bastante digna.

Espero que os guste este fic tanto como a mí.

Aprovecho para deciros que quedan seis días para Navidad.

Nos leemos al final.


Belgravia (Londres), 24 de diciembre de 1843.

El movimiento en la casa de los Hofferson era frenético.

Astrid podía escuchar cómo los criados corrían de un lado a otro, nerviosos y apurados por todo lo que debía hacerse todavía. Oyó a su madre hablar con la señora Williams, el ama de llaves, ultimando los detalles de la cena y la lista de invitados. Su padre estaría en su despacho, fumando su pipa junto con su tío a la vez que tomaban la primera copa de whisky del día para celebrar las fiestas.

La joven se recolocó la manta que le cubría los hombros y reposó su mejilla contra la pequeña ventana circular del desván de su casa. El cristal estaba tan frío que perdió la sensibilidad de la piel. El desván era el lugar más frío de toda la casa, pero gozaba de unas vistas preciosas de la calle nevada sin que nadie la avistara y disfrutando de un anonimato del que no siempre podía saborear.

La familia Hofferson era lo que muchos catalogaban como "nuevos ricos". El bisabuelo de Astrid, Thobias Hofferson, había creado una editorial de enorme éxito que continuaba su actividad lideraba por la tercera generación, compuesta por el padre de Astrid, Thomas Hofferson, y su tío Finn. Ambos hombres celebraban desde hacía tiempo que el negocio, Hofferson & Co., contaba con la continuidad de una cuarta generación, representada en Tommy Hofferson, el hermano mayor de Astrid. La pequeña de los Hofferson ni siquiera se atrevía a soñar que la permitieran liderar el negocio, pero le gustaba fantasear con la idea de que algún día pudiera ocupar un lugar en la empresa.

Pero no, era imposible. Astrid era una mujer y, al parecer, su destino se reducía a casarse, a tener muchos hijos sanos y guapos que dieran continuidad al negocio familiar y a mantener la casa de su marido.

Sin embargo, dado que Astrid había crecido entre rotativas, libros y papel y había cogido una enorme pasión por la lectura y la escritura, aunque esto último era una afición que mantenía mayormente en secreto y que muy pocos conocían. Una dama como ella no debía distraer su mente con fantasías tontas como convertirse en escritora.

Pero Astrid Hofferson no era una dama corriente.

En junio había cumplido diecisiete y había sido presentada en sociedad ante la mismísima reina Victoria. Desde entonces, Astrid había acudido a decenas de bailes como el mayor trofeo al que muchos jóvenes aspiraban a ganar, no solo porque pertenecía a una de las familias más adineradas de toda Inglaterra, sino porque había sido reconocida como una de las damas más bellas de Londres. Sin embargo, Astrid Hofferson se había ganado la fama de ser una joven prepotente y arrogante. Muchos pensaban que esa actitud se debía porque Astrid se lo tenía creído por su riqueza, pero la verdad era que no podía soportar verse como un premio por el que competir.

Su familia no la presionaba todavía con el asunto del matrimonio, pero no habían ocultado su entusiasmo a espaldas de la joven ante la posibilidad de que pudiera casarse con algún Lord para meter a la familia entre la aristocracia inglesa. No obstante, los Hofferson conocían el carácter de su hija y dada su juventud decidieron no sacarle el asunto hasta que cumpliera la mayoría de edad.

—Señora Williams, ¿ha visto a Astrid por algún casual? —preguntó la señora Hofferson en la escalera.

—No la he visto en toda la tarde, señora —respondió el ama de llaves no muy sorprendida por la pregunta.

—Esta niña… ¡Sabe que tiene que prepararse! Los invitados no tardarán en llegar —comentó la señora Hofferson irritada.

Astrid puso los ojos en blanco y volvió a centrar su atención en su libro. A principios de mes, su padre había traído entusiasmado una copia de lo que se vaticinaba como uno de los mayores éxitos editoriales de aquellas navidades. Astrid no había ocultado nunca su admiración por el señor Charles Dickens, por lo que se adueñó rápidamente del pequeño relato llamado Canción de Navidad. No obstante, las semanas siguientes habían sido una auténtica locura para la joven, dado que su madre insistía en que su hija debía tener un rol especial en la organización del baile y debía lucir esplendorosa. La joven Hofferson había terminado tan cansada y aburrida de probarse vestidos, escoger servilletas y elaborar centros de mesa que se dormía tan pronto se metía en la cama y no había tenido ocasión para leer la obra de Dickens. La única actividad con la que realmente había disfrutado fue con la colocación y decoración del árbol de Navidad, costumbre que habían iniciado el año pasado, tras haberse conocido que la familia real había puesto uno en el Castillo de Windsor. Las reproducciones que vieron en los periódicos les gustó tanto que decidieron continuar con la tradición que el príncipe Alberto había traído a Inglaterra.

Astrid había conseguido escaquearse al desván tan pronto se dio cuenta que su familia estaba demasiado preocupada por el baile como para acordarse de ella. Había cogido el libro y, todavía vestida con un sencillo y viejo vestido verde botella sin corsé que acostumbraba a llevar cuando estaba a solas con su familia, Astrid corrió a su escondite favorito para devorar el libro del señor Dickens.

Sin embargo, Astrid todavía estaba en la mitad del relato cuando su madre subió al desván. A estas alturas de la vida, la señora Hofferson conocía todos los rincones en los que su hija podía esconderse, por lo que no le fue complicado encontrarla en el desván llena de polvo y con las mejillas enrojecidas por el frío.

—¡Dios mío, Astrid! ¿Qué voy hacer contigo? —exclamó su madre desde la escotilla—. Hazme el favor de bajar. Heather lleva al menos una hora buscándote porque tienes que lavarte, peinarte y vestirte.

—Está bien, madre —respondió Astrid cerrado el libro con aire aburrido.

La señora Hofferson era una mujer atenta y dedicada a su familia. Desafortunadamente, sus sueños de tener una familia numerosa se había disipado tan pronto nació Astrid. El parto de la pequeña de los Hofferson se había complicado hasta tal punto que la vida de la madre había pendido de un hilo, aunque la niña había nacido sana y fuerte. La señora Hofferson consiguió recuperarse, pero el médico le había advertido que era improbable que pudiera tener más hijos. No obstante, con un heredero sano como Tommy y una hija hermosa e inteligente como Astrid, los Hofferson no podían pedir más. Amaban a sus hijos con locura y, aunque la relación entre los hermanos no era la ideal, los habían mimado y consentido más de lo debido, sobre todo al mayor.

Astrid bajó del desván y siguió a su madre hasta el baño, donde la esperaba Heather, su criada, con una sonrisa divertida y con la bañera hasta arriba de agua caliente con hierbas aromáticas. La madre le dio un beso en la mejilla antes de marcharse a atender los asuntos de la fiesta y tan pronto se marchó, Astrid no esperó a que Heather la desvistiera. La criada, de la edad de Astrid, sabía de sobra que su ama le gustaba valerse por sí misma por lo que esperó a que la muchacha se metiera en la bañera para comenzar lavarle el cabello mientras Astrid se frotaba el cuerpo con una esponja.

—¿Qué habéis hecho para que se os enrede tanto el pelo?—se quejó Heather mientras peinaba el pelo con un cepillo, procurando no tirar demasiado de su cuero cabelludo.

—Puede que me haya metido en una batalla contra los ratones del desván —dijo Astrid con aire distraído.

—¡Ay, señorita! ¡Qué imaginación tiene! Batallas con ratones…¡Habrase visto! —dijo Heather riéndose.

Después del baño, Heather la secó y la vistió. Astrid odiaba el corsé con todo su ser y, mientras Heather apretaba los lazos con fuerza, Astrid soñaba con el día en que lo quemaría en la chimenea. La tendencia, al parecer, era llevarlo tan prieto que solo debía entrar el aire justo para que funcionaran los pulmones. Heather le puso el incómodo arnés para el vuelo del vestido y por último el flamante vestido azul celeste de volantes y con cintas de raso color rosa que dejaban sus hombros al aire. A Astrid le incomodaban enormemente aquellos vestidos con tanta pompa y floritura, pero su madre insistía que una dama de su clase debía vestir con las últimas tendencias. Lo único a lo que no cedía Astrid era con cómo debía llevar el pelo. La joven no soportaba los tirabuzones dado que de niña se había quemado el pelo con el metal ardiente de una pinzas rizadoras. Desde entonces, Astrid solo toleraba recogidos simples que no tuvieran que depender de ningún artilugio que pasara por el fuego.

Heather peinó su cabello en dos trenzas para después recogerlas en un recogido bajo con numerosas horquillas de perlas. Sujetó su flequillo tras el moño y observó con orgullo su creación mientras Astrid se miraba en su reflejo con indiferencia. Antes de ponerse sus guantes, la joven miró de reojo la copia de Canción de Navidad y decidió llevársela consigo.

Astrid bajó al suntuoso salón del baile con el libro escondido en las faldas de su vestido. Muy disimuladamente fue a una de las antesalas que no se abrirían durante la velada y escondió su libro tras uno de los cojines del sofá, a la espera de que la joven pudiera escaquearse esa noche para finalizar su lectura. Tommy la esperaba con una sonrisa socarrona y apoyado contra el marco de la puerta.

—¿Qué haces? —preguntó él con vacile.

—Nada que te interese —replicó Astrid molesta porque su hermano la espiara.

—¿Seguro? Parecías muy dispuesta a esconder algo ahí dentro —insinuó Tommy—. ¿Acaso una carta de amor que no quieres que lea?

—Por el amor de Dios, Tommy, ¿cuándo vas a crecer? —musitó Astrid irritada cruzando el salón del baile.

—Nunca —contestó él con sorna.

Astrid puso los ojos en blanco y fue a buscar a sus padres, quienes ya rondaban la entrada a la espera de que llegaran los primeros invitados. El señor Hofferson alabó el atuendo de su hija con la devoción que siempre le había caracterizado a él. Astrid respondió a sus halagos con un beso en la mejilla mientras que su madre revisaba que su pelo estaba lo suficientemente correcto para la ocasión. Tommy se puso junto a su padre, quien recolocó el lazo de su corbata, para irritación del joven heredero.

Sonó la campana de la puerta.

La fiesta daba comienzo por fin.

No se recordaba un baile como aquel en años. El árbol de los Hofferson era la envidia de la sociedad londinense y hay quienes insinuaron que ni la propia reina Victoria podía aspirar a tener un árbol como aquel en el palacio de Buckingham. Además, los Hofferson eran anfitriones excelentes y no faltaba música, bebida y comida en su baile. Sin lugar a dudas, la señora Hofferson podía sentirse orgullosa de su exquisita organización.

Astrid, sin embargo, le hubiera gustado pasar las Navidades en privado con su familia. Tenía la sensación de que aquella no era más que un espejismo de felicidad y que nada se sentía real. Astrid bailó con un par de caballeros, más por cortesía que por otra cosa, y bebió ponche de huevo cerca de sus padres, ya que no presumía tener amistad con ninguna de las damas allí presentes. No era de extrañar, además de que Astrid era una de las solteras más cotizadas de la sala, el resto de damas veía con animadversión la actitud estrafalaria de la muchacha. No comprendían porque Astrid no mostrara interés por casarse y que enfocara su atención en los libros y en la política, aficiones más típicas entre los hombres. A ojos del mundo, Astrid Hofferson era la hija consentida, mimada y sabelotodo de una familia de nuevos ricos que terminaría casándose con el mejor postor. No obstante, Astrid había aprendido que la mejor táctica era ignorar los comentarios y distraerse por sí misma, sin la necesidad de tener amigas que hablaran mal a su espalda.

Astrid buscó a su hermano entre el gentío, pero no le encontró. Se preguntó si no estaría otra vez persiguiendo las faldas de alguna pobre ilusa que pensaría que terminaría la noche convirtiéndose en una futura Hofferson. En algún punto de la fiesta, un hombre enorme y pelirrojo se acercó a sus padres, quienes parecían enormemente ilusionados de verle. El hombre tenía aspecto rudo e intimidante, pero su mirada era afable y tenía una sonrisa enorme dibujada en sus labios. Su padre le hizo un gesto a su hija para que se acercara a saludar.

—Su Señoría, permítame presentarle a mi hija pequeña, Astrid Hofferson —indicó el señor Hofferson sonriente y la joven respondió con una reverencia—. Astrid, este es Su Señoría Lord Estoico Haddock, conde de Drumnadrochit. Es un honor que haya aceptado nuestra invitación, amigo mío. ¿Hace cuánto que nos veíamos?

—¡Por lo menos diez años! —señaló el hombre con su fuerte acento escocés—. Me alegra que gocéis de tan buena salud.

—¿Cómo está Lady Haddock, milord? —preguntó la señora Hofferson con amabilidad.

—Bien, lamenta enormemente no haber podido venir, pero Valka tiene por costumbre atender a los pobres en Nochebuena y ya estaba comprometida cuando recibimos la invitación —explicó Lord Haddock—. Os presentaría a mi hijo Henry, pero me temo que le he perdido de vista hace un buen rato. Seguramente se ha escondido, ya que no es muy aficionado a los bailes.

A Astrid le sorprendió que aquel hombre no le diera ninguna importancia a que su mujer hubiera priorizado ir a dar de comer a los pobres que acudir a un reputado acto social o que confesara tan livianamente que su hijo no era aficionado a los bailes. Su madre parecía más que desconcertada por esta actitud, pero el señor Hofferson le dio una palmada afectuosa en su hombro y comenzaron a hablar sobre la situación del mercado editorial en Inverness.

—Ven cariño, dejemos a los hombres hablar de negocios —dijo su madre sonriendo a Lord Haddock—. Me ha parecido ver a los Jorgerson por allí, vamos a saludarles.

—No, mamá, te lo suplico ¡Cualquiera menos los Jorgerson!

Astrid no soportaba al hijo mayor de esa familia, Richard, aunque ella le llamaba Mocoso por su carácter insoportable y egocéntrico. No era un secreto que los Jorgerson quisieran unirse a una familia tan adinerada como los Hofferson, pero Astrid había dejado claro que si se daba una unión con esa familia no sería por un matrimonio con ella. Sin embargo, para su enorme suerte, una dama se acercó a su madre para saludarla y Astrid aprovechó su distracción para escaparse.

Entró en la antesala donde había escondido el libro de Dickens y la cerró con pestillo. La joven reposó su frente contra la puerta y rezó porque sus padres no la buscaran por un rato y le dieran un momento de paz. De repente, escuchó un carraspeo a su espalda.

—Disculpe señorita, pero me temo que este escondite ya está cogido —dijo una voz nasal.

Astrid se giró asustada y vio a un muchacho de cabello cobrizo sentado en el sofá con las piernas cruzadas y con su copia de Canción de Navidad entre sus manos. El joven la observaba curioso y un tanto ruborizado por verse a solas con una dama tan hermosa.

—Me temo, señor, que este escondite es mío —señaló Astrid enfada—. Por no decirle que se ha adueñado de un libro que yo misma he ocultado ahí antes de comenzar la fiesta.

—¡Vaya! Pues ya me puede perdonar, pero no tengo intención de abandonar la lectura hasta terminarla —respondió el joven molesto por el tono de la joven—. Además, yo llegué antes.

Astrid se indignó por la insolente actitud del joven y dio dos grandes zancadas para quitarle el libro de las manos. No obstante, el joven reaccionó a tiempo y se levantó del sofá. Astrid intentó quitarle el libro una vez más y el hombre decidió jugar sucio y aprovechó la diferencia de alturas levantando sus brazos para que no pudiera alcanzarlo. Astrid decidió que si él quería guerra se había asegurar de dársela y le dio un pisotón con todas sus fuerzas. El hombre, sorprendido por el inesperado ataque, ahogó un grito sorprendido, pero utilizó todas su voluntad para no ceder a las insistencias de la dama. Astrid, muy harta de él, exclamó:

—¿Qué clase de caballero le roba un libro a una dama?

—¿Y qué clase de dama ataca sin cuartel a un caballero? —preguntó él indignado.

—¡La hija de los señores de esta casa a quién usted tan descaradamente le está robando su libro y su escondite! —respondió ella fastidiada.

La expresión de ira del joven se transformó en uno de sorpresa y, de repente, se ruborizó.

—No me diga que usted es… ¿Astrid Hofferson? —balbuceó él nervioso.

—La misma, ¿y quién es usted si puede saberse?

—Soy Henry Haddock, el hijo de Lord Estoico Haddock de Drumnadrochit —se presentó él azorado.

Astrid palideció al escuchar su nombre y sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago. ¿Qué iban a pensar sus padres si Henry Haddock le acusaba de haberle atacado sin miramientos?

—Disculpe mi insolencia, Lord Haddock —Astrid hizo una reverencia pronunciada y intentó controlar que su voz no temblara en exceso—. No sabía que erais vos. Lo siento de verdad.

—En realidad, soy yo el que debería disculparse, señorita Hofferson —insistió Henry haciendo una torpe reverencia—. Pensaba que era una dama reclamando algo que no era suyo. Discúlpeme por no haberla reconocido y por haberme adueñado de su libro.

Henry le entregó su copia de Canción de Navidad con las mejillas coloradas y claramente avergonzado.

—Lord Haddock...

—Por favor, no me llame así, Lord Haddock es mi padre, prefiero que me llamen Henry o Hipo.

—¿Hipo? —Astrid frunció el ceño extrañada.

—Sí, es un apodo que tengo desde siempre —matizó él con una sonrisa tímida.

Astrid carraspeó incómoda. Aquel hombre, con aire insolente, pero a su vez introvertido, no parecía ser el hijo de un Lord, mucho menos de alguien como Estoico Haddock. Aunque el joven era alto y de hombros anchos, era notablemente delgado y desgarbado. Sin embargo, Astrid había podido jurar que nunca había visto unos ojos tan verdes y vitales como los suyos.

—Como comprenderá, no puedo tutearle así como así, Lord Haddock. Acabo de conocerle —matizó Astrid sintiendo el rubor de sus mejillas cuando se dio cuenta que Henry la observaba con atención.

—¡Oh! Pido que me disculpe de nuevo, no era mi intención incomodarla —respondió el joven—. Si lo prefiere, puede llamarme señor Haddock, sigue siendo correcto y mucho menos grandilocuente.

Astrid asintió con la cabeza. A continuación, un incómodo silencio reinó en el pequeño salón y los dos, conscientes de lo desafortunada que era la situación de verse solos sin carabina y sin ni siquiera haberse presentado oficialmente, no sabían hacia dónde mirar. Sin embargo, ninguno parecía dispuesto a volver a la fiesta por lo que Astrid, consciente que era su turno para hablar, miró al libro antes de preguntar:

—¿Qué le está pareciendo el libro?

Hipo parpadeó sorprendido por su pregunta y sacudió la cabeza.

—Es… curioso, tengo que admitir que no había leído nada del señor Dickens, pero su personaje, el tal señor Scrouge, es bastante peculiar —comentó dubitativo—. Pero me parece muy original la inserción de personajes fantasmagóricos en el relato, aunque lamentablemente solo he leído hasta la visita del Espíritu de las Navidades Presentes, por lo que no sería justo juzgar el cuento sin terminarlo.

—Veo que está más o menos donde me he quedado yo —comentó Astrid—. Tenía intención de esconderme aquí para acabarlo.

Astrid abrazó el libro contra su pecho e Hipo sonrió con simpatía.

—¿Cree que su familia notará su ausencia por unos minutos? —preguntó él y se puso un tanto nervioso al ver la cara de sorpresa de la joven por su comentario—. Desafortunadamente, no habrá librerías abiertas hasta pasado mañana, por lo que no podré disfrutar del final de este relato en el ambiente festivo en el que se supone que debe leerse. ¿Le supondría mucha molestia si lo termináramos juntos?

—¿Cómo pretende que lo hagamos? No veo muy decoroso que usted y yo nos sentamos tan cerca para leer del mismo libro —comentó Astrid con recelo.

—No, no, por favor, le iba a sugerir que nos hiciéramos turnos para leerlo en voz alta. Yo me sentaré en la butaca y usted puede sentarse en el sofá, que seguro que está más cómoda —propuso él señalando su vestido.

Astrid le miró detenidamente. Pese a su primera impresión —que había sido bastante mala—, Hipo parecía un joven lo bastante prudente y cauteloso como para hacer nada que pudiera incomodarla. La situación era un tanto escandalosa, pero Astrid realmente deseaba terminar el libro y no le parecía justo privarle de una lectura que le había tenido tan sumergido. La joven se acomodó en el sofá, rozando sin querer su brazo contra el suyo.

—Muy bien, como es su propuesta permitiré que empiece usted —le sugirió ella ofreciéndole su libro—. Espero una interpretación exquisita por su parte.

—Más me vale no decepcionarla entonces—dijo él inclinando la cabeza antes de coger el libro.

Astrid sonrió con complicidad y observó cómo el joven Haddock se sentó en el sillón y abría el libro justo donde había dejado su lectura. Astrid no tardó en sumergirse en su voz y la historia que le narraba, olvidándose del baile y la situación tan poco decorosa en la que se encontraba. Hipo se esforzó en complacerla poniendo voces a los personajes, aunque era innegable que la interpretación no era su punto fuerte. Su imitación del señor Scrooge le pareció una mala imitación de su padre, añadiendo que le costaba ocultar su propio acento escocés. Cuando Hipo terminó la cuarta estrofa del relato de Dickens, Astrid se encargó de leer la última parte. Procuró ignorar los intensos ojos del joven y se enfocó en su interpretación, la cual había trabajado y madurado con los años. Tenía costumbre de leer en voz alta en las reuniones familiares, sobre todo cuando la editorial de su familia publicaba una novela de gran éxito, por tanto no se avergonzaba de hacer voces ridículas y exageradas para mejorar la experiencia. Hipo parecía fascinado con el cuento y Astrid disfrutó enormemente con la lectura de los últimos párrafos.

—¡Qué Dios nos bendiga a todos, a cada uno de nosotros! —finalizó Astrid imitando la voz infantil del pequeño Tim

Astrid cerró el libro y no pudo evitar abrazarlo con ternura contra su pecho. Escuchó como Hipo se sorbió la nariz, visiblemente emocionado, y sonrió nervioso.

—Señorita Hofferson, usted es indudablemente la mejor cuentacuentos que he tenido el placer de escuchar.

Astrid se ruborizó.

—Gra-gracias, aunque creo que usted exagera —balbuceó ella restándole importancia.

—¿Ha pensado alguna vez en ir a los hospicios a leer a los huérfanos? Estoy seguro de que los niños adorarán escucharla —comentó él sonriente.

Astrid se sorprendió por su sugerencia; pero, para su vergüenza, jamás se lo había planteado. En ese momento, recordó a Lady Haddock, quién estaba pasando la Nochebuena atendiendo a los pobres en lugar de acudir al baile de sus padres. La familia de Astrid había colaborado puntualmente en colectas y hacían donaciones a diferentes asociaciones para ayuda de huérfanos y enfermos pobres, pero jamás se habían personado en ningún orfanato u hospital. Astrid se removió incómoda en el sofá y decidió levantarse para ocultar su vergüenza.

—Bueno, señor Haddock, comprenderá que como hija de los anfitriones he de volver a la fiesta y tengo entendido que su padre lleva rato buscándole —hizo una reverencia—. Espero que disfrute de la velada.

—¿Ya se va? —preguntó él decepcionado—. Esperaba comentar con usted el relato.

—Comprenderá que no es adecuado estar solos sin alguien más presente. Además, ni siquiera nos han presentado oficialmente.

Hipo sacudió la cabeza y dibujó una mueca amarga ante el apunte de Astrid. Se levantó de su butaca y se colocó bien la chaqueta de su traje.

—Salga usted primero y al rato saldré yo, así nadie sospechará de nuestro encuentro —sugirió él un tanto distante.

—Me parece correcto lo que sugiere, espere cinco minutos después de salir yo.

Hipo asintió con la cabeza y Astrid quitó el cerrojo de la puerta para volver discretamente a la fiesta. Para su suerte, nadie pareció darse cuenta de la reentrada de la joven Hofferson al baile, por lo que Astrid aprovechó para pasear por el salón del baile, observando y saludando por pura cortesía a los invitados que disfrutaban y bailaban al ritmo de la orquesta que su padre había contratado.

Se acercó al árbol y observó con interés los bonitos decorados navideños que su madre había comprado a un ornamentista alemán.

—Dos peniques por tus pensamientos.

Astrid se giró con una sonrisa al reconocer la voz de su tío Finn. El hombre extendió sus brazos para abrazar a su sobrina favorita y Astrid le abrazó con gran gusto.

—¿Cómo estás, tío? —preguntó la joven con ternura.

—Ahora estupendamente, mi corazón se llena de dicha con solo verte. Sin lugar a dudas, eres la muchacha más bonita del baile, por no decir la más lista —respondió él.

Astrid se ruborizó levemente, pero sonrió de oreja a oreja. Su tío no era un hombre generoso en halagos, pero era incuestionable que Finn Hofferson sentía una gran debilidad por su sobrina.

—Seguro que se lo dices a todas tus sobrinas —se burló Astrid.

—Por supuesto, a la única que tengo sobre todo —dijo él con una sonrisita pícara—. Por cierto, tengo algo para ti.

Astrid alzó las cejas sorprendida cuando su tío Finn sacó de su chaqueta un paquete envuelto cuidadosamente en un papel poco ostentoso. Astrid se mordió el labio, visiblemente excitada. Finn le entregó el regalo y Astrid lo abrió con mimo. Dentro se hallaba un bonito cuaderno de tapas forradas en cuero rojo. Astrid lo abrió y pudo oler el maravilloso a papel nuevo.

—Para que escribas esas historias que tanto te gusta inventarte.

—¡Oh tío! ¡Es precioso! Pero ya sabes que mis padres no aprobarán nada de esto.

—Bueno, ya tienes diecisiete años, por lo que no tienen porque saber absolutamente todo sobre ti, ¿no crees? —Finn le besó la frente—. Será nuestro pequeño secreto. Esperaré impaciente al día en que me devuelvas ese cuaderno escrito de cabo a rabo.

Astrid volvió a abrazarle y estaba dispuesta a sacar a su tío a bailar cuando su madre apareció entre el gentío.

—¿Dónde estabas? ¡Llevo un buen rato buscándote! —exclamó su madre visiblemente molesta—. Ven, quiero presentarte a alguien.

Astrid puso los ojos en blanco y entregó el cuaderno a su tío para que se lo guardara a buen recaudo. Acompañó a su madre, agarrada de la mano, y rezó porque no la llevara —otra vez— ante los Jorgerson. Sin embargo, Astrid no tardó en visualizar a Lord Haddock junto con un muchacho de pelo cobrizo hablando con su padre.

—Su Señoría, milord —su madre hizo una reverencia a Lord Estoico y a Hipo y Astrid no tardó en imitarla—. Lord Haddock permita que le presente a Astrid, nuestra hija pequeña. Astrid, cielo, este es Lord Henry Haddock, heredero del condado de Drumnadrochit.

—Milord —saludó Astrid con otra reverencia.

—Señorita Hofferson —saludó él haciendo lo mismo y cogió su mano para besarla.

Astrid pudo ver la complicidad en sus ojos y un atisbo de sonrisa en sus labios. La joven, ruborizada, tuvo que esforzarse en no darle un pisotón para advertirle que disimulara un poquito más, pero era evidente que a Hipo le divertía la situación.

—Me preguntaba si la señorita Hofferson tendría el honor de bailar la siguiente pieza conmigo.

Tanto Astrid como Estoico parecían sorprendidos por la propuesta de Hipo, pero Astrid aceptó la invitación con un balbuceo. Sus padres no podían ni creerse que su hija aceptara un baile tan rápido sin soltar una mueca o un comentario despectivo, pero la satisfacción se dibujó rápidamente en sus rostros cuando el joven Lord Haddock la sacó a la pista de baile para bailar un vals.

—¿No podíais ser un poco más prudente? Nuestros padres pensarán cualquier cosa tras su repentina invitación —le regañó ella.

—Discúlpeme, pero me ha dejado con la miel en los labios —el rubor inundó sus mejillas llenas de pecas—. Me parece muy desafortunado que no hayamos comentado Canción de Navidad, por lo que me gustaría aprovechar lo que queda de velada para que compartamos impresiones.

—¿Por qué le importa tanto lo que yo piense? —preguntó ella extrañada.

—Porque creo que usted es la persona más interesante de toda esta fiesta y no encuentro todos los días a alguien tan interesado en la lectura —ambos se agarraron en la posición correcta para iniciar el baile e Hipo tragó saliva—. Tengo que advertirle de una cosa.

—¿Sí? —la joven estaba abrumada por la cercanía del joven.

—Soy un bailarín terrible, por lo que me adelanto a disculparme si alguno de mis dos pies izquierdos es tan torpe como para pisarla.

Astrid sonrió y negó con la cabeza divertida.

—Es usted el caballero más extraño que he conocido nunca, señor Haddock.

—No le sorprenderá saber que me lo dicen bastante a menudo —confesó él sacudiendo los hombros.

La música dio comienzo y ambos bailaron no una, sino hasta tres piezas, pese a que Hipo la pisara un par de veces. Conversaron toda la noche, cambiaron opiniones sobre diferentes autores y terminaron yendo a temas que sorprendieron a ambos, como la esclavitud en América o el gran movimiento industrial que estaba extendiéndose por Europa. Hipo no parecía sorprendido de que una mujer hablara con tanta libertad y conocimiento sobre los temas de la actualidad y realmente se veía interesado en su opinión. Sin embargo, también hablaron de sus familias, de Escocia y del caballo de Hipo, Desdentao, del que hablaba con enorme afecto. Astrid terminó confesando que su mayor distracción se basaba en leer y en escribir, lo cual interesó enormemente al joven Haddock, quien insistió en conocer alguna de las tramas de sus historias.

Al finalizar la velada y ya vistiéndose la ropa de abrigo para abandonar el hogar de los Hofferson, Hipo le preguntó discretamente si podían intercambiarse correspondencia.

—No vengo mucho a Londres, pero realmente me gustaría seguir hablando con usted. Además, siendo su familia los dueños de tan importante editorial, seguro que puede mantenerme al tanto de todas las novedades literarias. Drumnadrochit está en medio de ninguna parte y es difícil enterarse de algo a menos que me acerque a Inverness. Además, me gustaría que me mandara alguno de sus escritos, seguro que son apasionantes.

—Me temo que no, señor Haddock, solo soy una aficionada y estoy convencida de que mis relatos son meros textos absurdos —le aseguró Astrid avergonzada—. Sin embargo, me gusta la idea de escribirnos, estoy convencida de que tendrá innumerables historias que contarme sobre las Tierras Altas.

Lord Haddock llamó a su hijo desde la puerta e Hipo cogió de su mano para besarla.

—Feliz Navidad, señorita Hofferson —murmuró con las mejillas enrojecidas, pero con una sonrisa torcida.

Astrid no pudo evitar hacer lo mismo.

—Feliz Navidad, señor Haddock.

Xx.

La dinámica de esta historia es la siguiente: cada día desde hoy hasta el 24 de diciembre publicaré un capítulo. Son un total de seis capítulos que transcurren en torno a los cuentos navideños que Charles Dickens publicó desde 1843 hasta 1848. Todos son Hiccstrid y todo ocurre en la misma línea temporal.

En este capítulo, Astrid tiene 17 años e Hipo tiene 19.

¿Por qué Charles Dickens? Todos los años tengo costumbre de ver la peli animada de Canción de Navidad (la versión del tío Gilito (el tío del Pato Donald que no sé como se llama en latinoamérica) de Disney) y el año pasado leí por fin el relato. Investigando un poco sobre el cuento, resulta que este cuento supuso un antes y un después en la Navidad de la sociedad inglesa y era un canto para recuperar las tradiciones navideñas en una Inglaterra que estaba muy afectada por la pobreza y empezaba a sufrir los estragos de la industrialización. Además, coincide con que el Príncipe Alberto, el marido de la Reina Victoria, había empezado a integrar costumbres alemanamente navideñas, en la Corte, por tanto la moda del árbol de Navidad y los villancicos empezaron a extenderse rápidamente por la población.

Si no habéis leído Canción de Navidad, hacedlo. Es una maravilla de relato perfecta para estas fechas.

Aprovecho este pequeño apartado también para comentar que estoy escribiendo otro fic de Cómo entrenar a tu dragón llamado Wicked Game, si eres nueva y no me conoces, te animo a que leas algo muy diferente a este fic. Si ya me lees, que sepas que estoy en ello y que actualizaré lo antes que pueda.

Pasad todas un bonito día.

Y Feliz Navidad.