Inuyasha pertenece a Rumiko Takahashi. Hago esto sin fines de lucro.
Wissh
Dama del Oeste
— ¿Rin irá con su amo?— No. Te quedarás un tiempo más aquí. Yo vendré cuándo sea el momento. — Ya veo. Entonces seré una buena niña y me quedaré aquí, esperando que Sesshomaru-sama venga a buscarme.
Los atardeceres eran considerados especiales y únicos en el Oeste. Cuando tocaban las montañas, podía oírse una melodía inundar las profundidades del bosque. Era dulce, algo melancólica que sobrecogía los corazones. Incluso hasta los más duros. Apreciarla no era algo fácil. Tomaba tiempo. Se necesitaba de mucho valor y fortaleza para siquiera estimar un poco las dulces palabras de aquella triste canción. Un canto que hurgaba, con apabullante destreza, los más fríos y sensibles interiores sacando sentimientos escondidos a la luz. Al escarnio de la realidad dura y fuerte.
Una canción que hacía vulnerable a cualquiera.
Algunos hablaban de una maldición. Las personas de otras tierras oían con celo las historias que se contaban sobre el Oeste. Sobre sus atardeceres mágicos, aquella canción y lo desesperanzador que todos y cada uno de sus habitantes parecían sentirse. Como si no estuviera permitido sentirse feliz o grato consigo mismo. Como si las risas fueran prohibidas y la felicidad fuera un insulto. Una maldición seguramente, todos pensaban. Después de todo, aquella era una tierra sin dueño. Sin Lord, sin protector, una maldición como aquella, tal vez producto del rencor de un espíritu, era el más lógico castigo ante el fracaso de lo que alguna vez fue un territorio próspero.
Él recordaba un paraíso. Ahora, viendo lo que alguna vez fue su hogar desolado por la tristeza y el dulce cantar de ese atardecer, se sintió horrorizado ante la infinita rabia que ocupó su pecho.
―¿Es este tu castigo? ―preguntó al viento. Era común que este enviara las plegarias a los dioses, y él esperaba que sus palabras llegaran a ese obstinado destinatario que, durante siglos, se tomó la molestia de ignorarlo. De ignorarlos a ambos.
A su lado su acompañante se limitó a mirarlo mientras escuchaba el murmullo de esas tierras. La aldea vecina se movía inquieta. Presentían peligro. Promesas terribles de dolor, de muerte e infortunio, como cualquier vil azote de un espíritu enojado. Por un momento se sintió tentado a desenfundar su espada, pero la inusual tranquilidad de su amigo, con aquella mirada de oro fija en el oscuro bosque a sus pies lo detuvo. Ambos pertenecían a cada cara de una misma monedad: serenidad y furia. Y aunque a veces intercambiaran roles, dependiendo de las circunstancias cabe destacar, de entre los dos, él era quien más alboroto se apreciaba por formar.
Suspiró y tomó asiento en la roca más cercana. Alguien tenía que esperar por la llegada de Jaken, y aunque él no fuera precisamente el ser predilecto de la malévola y anciana criatura, sabía que su compañero prefería acabar con ese asunto antes de que Jaken llegara. Sin quitar la mirada de la inmóvil figura que ahora era su amigo, saco de su zurrón una de las muchas tantas baratillas que adquirió aquella vez que la curiosidad los llevó a Dejima a ver algo de aquellos extranjeros que tanto recelo producían. Se trataba de un… ¿libro?, bueno, con seguridad no era muy difícil descubrir la diferencia. Ya había visto esos compendios de hojas de papel cosidos, pero dudaba de haber visto alguno que no tuviera ni un ápice de escritura en su interior. Otro artefacto, de lo más curioso, que no dudo en sacar de su bolsa, fue una hermosa pluma del color del hierro de algún ave extranjera, con punta afilada acompañada por un frasco de una tinta muy diferente a aquella que se acostumbraba.
Quizás fuera su naturaleza tranquila, o su personalidad mesurada y en perpetuo equilibrio, pero su gusto por plasmar imágenes hechas por sus manos, era una de las pocas cosas que disfrutaba hacer en su larga y longeva vida. Y con tan útiles herramientas traídas por los extranjeros y la influencia de ese entorno, no dudo en aprovechar esa oportunidad para crear algo. Esa vez, una reproducción de la figura quieta y en tensión que ahora era su amigo.
―Yo te espero aquí ―dijo, embebido ya con la imagen frente a él, mientras observaba a su compañero empezar a moverse entre la pastura.
Le respondió el silencio, pero no le importó. Sólo continuó dibujando la figura que poco a poco se iba perdiendo en la oscuridad del bosque, escuchando con su afilado oído como las mujeres enamoradas de la villa tapaban sus oídos. Como los hombres gruñían incómodos, como los niños de aferraban a sus madres asustados, y como los ancianos suplicaban por una despedida piadosa. Todos y cada uno de ellos rogando por algo de paz ante la severidad de ese dulce, pero triste, canto.
―Supongo que sí ―murmuró, perdiendo entre las líneas que la pluma en su mano creaba―. Este es su castigo ―De algún modo, ese pesar colectivo de la aldea llegó hasta él. Contagiándose con la misma nostalgia. No podía imaginarse lo mucho que eso le debía doler a su amigo quien, seguramente soportaba un pesar aún más grande que el de todos ellos.
Su pecho se sentía extraño. Su corazón muy pesado. Y sus sentidos en demasía inestables.
Sin dudarlo ni un poco se aferró a la empuñadura de su espada, como cualquier jovenzuelo se aferra a la falda de su madre. Ese era su único contacto con la realidad. Aquel era un territorio plagado de recuerdos, de memorias tan tangibles como lo era su armadura, su ropa, su espada. Un paraje donde perder siquiera la mínima conexión que se tiene con el entorno real, puede llevarte a un mundo de pesadillas. Así lo había querido aquel testarudo ser antes de partir. O eso era lo él pensaba, después de todo, él consideraba ese lugar una muestra de la más pura tristeza, y rencor, que un ser de su magnitud y poder pudiera sentir.
―Es tu castigo.
Desenfundó su espada. Único recuerdo del pasado que no representaba una amenaza hostil, así como lo era todo en ese bosque maldito. No quería perder esa pequeña conexión con lo tangible cuando tuviera que cruzar el portal. Lo necesitaba. Ella estaba sólo al otro lado, en el lugar que él le obsequió como muestra de su egoísmo por no querer dejarla partir.
Oteó a su alrededor luego de cruzar el primer puente. Atrás quedó la ira, el odio y la tristeza de ese ser egoísta y testarudo. Ahora sólo lo arropaba la melancolía de esa voz que cantaba lo, sólo para él, representaba la canción de cuna con la cual vivió gran parte de su infancia. Allí, todo ostentaba tranquilidad y paz. Ahí, la naturaleza no se veía aludida, ni afectada, por la música que surgía de lo más profundo de las entrañas del bosque. Ni siquiera el espeso miasma de ese poderoso Youki lograba quitarle esa sensación de paz, y sólo al sentirse empapado por esa seguridad arrulladora, enfundo de nuevo su espada.
Era un aroma que le gustaba. Lo recordaba siempre con añoranza en sus viajes. Con una personalidad tan "explosiva", como su fiel compañero gustaba decir, a veces necesitaba algo con lo cual canalizar su desenfrenado poder. Permitió que ese perfume lo rodeaba con delicadeza, como un abrazo. No eran flores. Al menos no unas que fueran de este mundo. La dulzura del perfume era de otra naturaleza, quizás un tanto quimérica. Jamás podría pertenecer a las vulgares plantas de ese mundo tan terrenal que a su compañero le gustaba bosquejar en ese libro de hojas vacías. Aquellos retoños de colores y corrientes olores no podrían compararse al aroma que ese lado del bosque despedía.
Un regalo para ella. Quizás la única cosa buena que aquel ser hizo antes de partir.
El agua correr de una cascada, acompañado por ese cantar acongojado, lo recibieron cuando pisó la tierra de un claro.
El Youki se condensaba con mayor fuerza en ese lugar. Un poder basto y furioso que se movía hostil en contra de él, quizás celoso de su presencia. Había un riachuelo, pequeño e insignificante que venía de las montañas para desembocar en la laguna que se ocultaba en ese claro. El atardecer había dado paso a la noche, permitiendo que la luz de la luna alumbrara las aguas claras del estanque.
Sus aguas y su único habitante.
El canto se detuvo.
—¡Sesshomaru-sama! ¿Es usted? ¿Al fin ha venido por mí? ¡Oh, Rin es muy feliz!
De rodillas, ella estaba sumergida hasta la cintura en el agua. Sus ropas, la segunda piel de su cuerpo húmedo, brillaban. Y sobre su pecho descansaba una fulgurosa piedra bermellón. Hacía mucho que no la veía, fue una sorpresa descubrir que el centelleo que caracterizaba ese hechizo ahora se estuviera apagando. A simple vista podía pasar desapercibido, pero estaba más que claro para él. El Youki moría poco a poco.
— ¿Sesshomaru-sama?
Despegó sus ojos de su pecho con mucho dolor y subió la mirada.
No importaba el número de veces, siempre que miraba sus ojos se estremecía.
Era una hermosura intacta y divina. Una angustiosa perfección de cabello cayendo sobre sus hombros, más negro que el mismo cielo de esa noche. Pero con unos ojos que aun guardaban aquello que tanto se agotaba en el mundo: inocencia, sinceridad.
Su rostro seguía expresando dulzura, sus labios continuaban sonriendo, todo seguía igual… Entonces, ¿por qué sentía que algo iba mal…?
Aquella había sido su convicción para acercarse a ese lugar. En medio de una morosa y algo floja temporada de viajes, aruñando la sensibilidad de los daimyo de algunos territorios salvando hombre y mujeres de su injusta ejecución, tuvo el presentimiento de que algo iba a suceder.
Un golpe al corazón que le avisó que ella sufría. Y por eso, sólo por eso, detuvo su vida y sus planes para asegurarse de que quizás, sólo quizás, esa terrible corazonada era un juego de su mente. Con pesar, devolvió la mirada a aquella piedra en el pecho de su portadora.
Es él. Después de tanto tiempo…
―¿Sesshomaru-sama?
Sólo con volver a escuchar ese nombre lo supo.
Fue un poco más que obvio para él. El Youki que la mantenía suspendida en ese letargo estaba poco a poco desapareciendo. Al igual que su dueño. Y ahora, los recuerdos, el pasado, todo lo que alguna vez él decidió olvidar y enterrar, volvían con la misma fuerza que una nueva ráfaga de poder sacudió su cabello. Era su magia, su fuerza que también percibía nerviosa la llegada del final que él se lamentaba de sentir tan próximo.
Recordaba las palabras de aquella bruja. Un ser poseído por un espíritu poderoso que para ese entonces tuvo las respuestas que él necesitaba escuchar. Para ese entonces, aún era un niño pequeño, no muy consciente de lo que sucedía a su alrededor, pero con la capacidad de sentir terror. Terror ante lo que aquellas palabras podrían significar en un futuro.
―Te lo advierto, demonio. Algo tan simple como un recuerdo puede albergar la más dura y dolorosa de las tristezas. Quizás este piedra logre mantenerla con vida, y quizás este poza de aguas puras la proteja del peligro que la amenaza, pero ¿estás seguro de querer dejarla a merced de sus recuerdos? ¿A merced de tu ausencia? Tu rencor, demonio, algún día tendrá secuelas y mi magia, aunque poderosa, no podrá aislarla de tan vil maldad. ¿Estás seguro de querer seguir adelante?
―Sí con ello logro mantener a Rin con vida, sí.
―¿A pesar de tu muerte? ¿A pesar de que con ello solo consigas hacerla sufrir?
―Sí.
Con fuego se había marcado en su memoria la imagen de aquel ser entregar su corazón, y todo su Youki, para proteger a una mujer humana de la muerte que todo ser mortal merece y espera tener. Una mujer que, feliz por haber vivido una vida plena, pero corta, con su amor, ahora le era arrebatado por el mismo la esperanza de renacer y encontrar otra clase de felicidad mucho más infinita.
— ¿Rin irá con su amo? ―preguntó ella, despertándolo del trance de aquel recuerdo tan horroroso.
— No ―musitó, sintiéndose patético y débil―. Te quedarás un tiempo más aquí. Yo vendré cuándo sea el momento. — Pronunció con un susurro, mientras se adentraba a la poza y abraza la pequeña figura que ahí yacía inocente.
— Ya veo ―Respondió, dejándose arrullar por el calor de su querido Sesshomaru-sama―. Entonces seré una buena niña y me quedaré aquí, esperando que Sesshomaru-sama venga a buscarme.
Sí. Sesshomaru-sama iría por ella en cualquier momento.
Él estaba cerca. Mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Casi tanto como el momento en que el Youki de esa piedra roja sobre su pecho emitiera su última ola de poder. Y desapareciera. Quizás ahora empezaba a entenderlo. A comprender lo que lo había llevado a tomar la equivocaba decisión de mantenerla con vida en ese limbo de recuerdos y melancolía, ya que ahora se encontraba en la infeliz situación de no querer dejarla ir.
Se sentó con ella en medio del estanque, escuchándola de nuevo cantar la canción de cuna que a él tanto le gustaba mientras dejaba que lágrimas corrieran por sus mejillas.
No, definitivamente no quería dejarla ir. La necesidad de estar conectado a algo tangible se evaporó de su cuerpo. Esa era su realidad ahora.
Veinte años. Una ínfima cantidad de tiempo para él, que transcurrió con la misma rapidez de un par de segundo. Sin embargo, una temporada repleta de eventos. Su fiel compañero había encontrado un alma a fin en la forma de una jovencita, hija de un campesino converso a la religión extranjera. Ambos la habían salvado de un destino cruel, llevando a su amigo a una relación apasionada con un final lamentable. Después de todo, ambos habían aprendido que seres de su naturaleza rara vez lograban un final feliz. Ahora, quizás más taciturno de lo costumbre producto de la pérdida abrupta de su amada por unas fiebres, su fiel compañero había decidido quedarse en una tranquila villa del sur cuidando del hijo que su esposa había dejado a su cuidado.
Aún le llegaban periódicamente trozos de papel, que el pequeño halcón de su amigo le entregaba, repletos de dibujos de la vida cotidiana y rural que ahora su amigo, quien en el algún momento fue un gran estratega y guerrero, disfrutaba. Luego estaba Yaken. Su perdida fue lamentable, pero esperada. Tantos centenares de años al fin habían hecho mella en el pequeño demonio, llevándoselo al otro mundo en tan sólo una noche.
Pero había algo que en esos veinte años no dejó de ser una constante en él. Las tierras del Oeste, los atardeceres, la canción…ella. No había sido un olvido premeditado, sólo había sido su intento por hacerse creer que el palpitar en su corazón eran juegos de su cabeza y que ella estaba bien. ¡Porque ella debía de estar bien! ¡Él no podía llevársela! ¡No ahora! Pero los rumores corrían como la hiel en un alma en pena.
Morirá… La canción, morirá.
Era hora de regresar, y decir adiós.
Solo esta vez, sin la compañía de amigos o un fiel sirviente, llegó a las tierras del Oeste al atardecer. Había menguado el miedo. La maldición se había levantado sobre eses territorio afirmando su cruel sospecha. La felicidad, la prosperidad volvía. Quizás la llegada de un nuevo señor. Un daimyo arriesgado y sin miedo que tomó bajo su mandato esa tierra baldía y salvaje, repleta de maldiciones y tristeza. Fue lo primero que notó cuando pisó el pasto en ese claro. La aldea fortificada por muros y centinelas que disfrutaba de la calma de ese atardecer sin canción.
— Ha llegado el momento ―murmuró viendo el cielo.
No esperó más y se adentró al bosque. Era necesario decir adiós.
Su cuerpo brillaba con la misma incandescencia de siempre. La cercanía de su final no había podido quitarle esa luz. Más el murmullo del riachuelo estaba más silencioso que de costumbre, ¿o era quizás él quien no tenía oídos para algo más que la débil respiración de ella? La niebla se había disipado, el Youki poco a poco perdía su poder. Ahora de pie, ella omitía el hecho de que ahora las aguas a su alrededor habían perdido su pureza, ennegreciéndose, y manchando las faldas de su yukata blanca. Ahora sólo estaba ahí, mirando confundida a su alrededor, como quien acaba de despertar de un sueño y desconoce su paradero.
Con pasos cortos y meditados, él se acercó hasta el pozo de agua putrefacta, adentrándose en él hasta llegar a su lado. Sólo cuando la tomó en sus brazos, ella posó su desconsolada mirada en él y sonrió con esa gentileza maternal que él extrañaba de ella.
— Dejaste de cantar, ¿por qué? — preguntó notando su voz algo quebrada. Ella negó con una dulce expresión, mientras su helada y blanca mano se posaba sobre su mejilla. La acarició con los dedos, como se hace a algo muy preciado que no se quiere perder—. ¿Por qué?
— No quería hacerlo más. No si eso te obligaba a venir aquí — Se ensanchó su gesto risueño cuándo vio que su respuesta no era del todo satisfactoria para él. Con sus dedos húmedos, corrió un mechón de pelo de plata de su rostro―. Pero viniste. Y no podría ser más feliz, — sollozó partiéndole el alma—, aunque lamento que sea en estas circunstancias. No sé qué habrás visto de mí en estos años, no sé qué habrás tenido que sufrir por mí en estos años, pero… ― Suspiró―. No, ya es tarde para eso. No hay por qué recordar malos ratos, ¿verdad? —Tomó sus manos entre las suyas—. Tus manos, son tan cálidas ―Murmuró llevándola hasta su mejilla―. Sé que lo odias. Hubo un tiempo que yo también lo hice.
―¡Él te dejó aquí!
―No, por favor, no pienses eso, te lo pido ―Dijo, abrazándole como ella hacía cuando a él le daban sus rabietas―. Al principio tampoco lo entendía, ¿cómo podría dejarme? ¿Dejarnos? ¿A ambos, a merced su ausencia? Pero pronto lo comprendí y fui feliz, de nuevo.
―¿Por qué?
―El amor nos hace cometer errores, fue lo único que necesité saber. Y estoy segura que él también lo supo en ese momento. Por eso dejó todo de sí para protegerme, porque sabía que perderme era quizás un dolor que él no estaba preparado para afrontar y lo perdoné por eso.
― ¿Cómo puedes…? Él te abandonó…
―Se sacrificó por mí.
―¡Y ahora sufres por él!
―Sí. Pero no por su ausencia. Sufro por él. Por su tristeza, porque para impedir perderme sólo consiguió separarnos y…―Su mano cogió la piedra que perdía su color, el Youki se desvanecía por entre sus dedos―…sé que él no ha dejado de lamentarse por ello.
¿Era verdad? ¿Por eso aquel bosque estaba tan plagado de rencor? ¿Se trataba de su propio rencor hacía sí mismo? No pudo responderle, en sus brazos, poco a poco el cuerpo pequeño de ella comenzó a desfallecer luego de un suspiro de mucho dolor. Su piel, poco a poco era corroída por las aguas negras de la poza. Quitó gritarle. Pedirle al cielo, pedirle a él que no la hiciera sufrir más, pero no lo hizo. Sólo bastó escuchar un lamento en al viento para notar que él también gritaba de dolor. Sin mucho esfuerzo la cargó en sus brazos y la llevó fuera del estanque, apretándola contra su pecho. La estola que había heredado y que por tanto años le producía ira tener que conservarla a su lado, fue utilizaba para arroparla lejos del frío que ella empezaba a sentir.
―No me queda mucho tiem…po… ―Musitó en sus brazos― Puedo… — Vaciló, y fue cuando notó ese brillo descontrolado y honesto en sus ojos. De inmediato supo que ya había partido de su lado. — Puedo, ¿recostarme en sus piernas, Sesshomaru-sama? — Con lentitud, él asintió en silencio.
Su cuerpo húmedo, aun olía a aquel perfume tan difícil de descifrar. Ni el hedor de las aguas corrosivas podía eliminar ese tranquilizante y amado aroma para él. Estaba helada, pero no tiritaba de frío. Estaba inmóvil sobre su regazo, con el rostro pegado a su pecho, las manos apretando con fuerza la tela de sus ropas, y respirando a compasadamente. Como si durmiera. ¿Soñaría? ¿Sería posible? Él recordaba de antaño las tantas veces que ella le relataba historias que parecían sueños, ¿soñaría con esas historias acaso?
— Le…a...mo mucho, Sesshoma…ru-sa…ma…
Apretó su frágil hombro, pegándola más a su cuerpo. Esperando que su calor se le fuera trasferido a ella que tanto lo necesitaba. Esperó. Un viento cálido peinó sus cabellos. El de ambos. Esa presencia. Conocía esa presencia.
— ¿Haha-ue? — Jamás el silencio le había parecido tan ensordecedor. Tan apabullante y espantoso. — ¿Haha-ue? ¡Haha-ue!
Un peso inerte sobre sus piernas. Eso era ahora. Una sonrisa adornaba son blancos y fríos labios, una sonrisa que se iba perdiendo, momento a momento. Sus manos caían flojas a los lados de su cuerpo, y su rostro había dejado de buscar la seguridad de su pecho, dejando su cabeza caída de un lado. Sus ojos al fin estaban sellados por la muerte.
Besó su frente, y antes de prorrumpir con un primer sollozo de pena, dijo algo que ella quiso escuchar por un largo tiempo:
— Yo…también te amo, Rin.
Despertó aletargado. No del todo consciente de su paradero. Por alguna razón, gracias a una terrible caída unos años atrás, su cabeza ahora tardaba en habituarse a su entorno. En ese entonces fue una suerte que su naturaleza lo hiciera resistente a la segura muerte que un accidente como eso traería. Pero ser más humano que youkai, o mejor dicho ser un hanyou "demasiado humano", lo hizo del todo infalible y ahora tenía que vivir con la longevidad de una cabeza ahora defectuosa, lenta y a veces atacada por terribles migrañas. Pese a todo sonrió. Tremenda deficiencia lo hacían sentir más hombre y menos bestia. Y aunque ya había pasado la cuota de lo soportable de la cantidad de veces que el pueblo lo tachaban de retrasado, al menos tenía a alguien que lo defendía con garras y dientes.
Un hijo valiente que había heredado su gusto por el dibujo.
Dejando que su entorno se hiciera un poco más lógico para él, encontró la figura caótica de brazos y piernas que era su hijo, durmiendo y roncado sobre el pasto. No podía negar que a veces le producía algo de molestia que su amada esposa no estuviera reflejada en ninguna de las facciones o gestos del muchacho. La había amado como nunca, y su perdida aún con una cabeza enferma y aletargada, no paraba de dolerle. Sin embargo, la increíble similitud de su hijo con el que alguna vez fue su padre lo hacía sentirse satisfecho. Misma tozudez, mismo sentido del honor, valentía, fuerza, todo y cada uno de los rasgos que el recordaba de aquel padre que lo crió hasta su muerte, en su hijo que, por la sabía decisión de su mujer, compartía el nombre con su abuelo.
Al menos mi hijo no tendrá que pasar por los mismos pesares de mi padre.
Pensó, viéndolo tan feliz y tranquilo en una posición tan despreocupada que él sabía su padre jamás había disfrutado.
Frotó sus manos algo heladas por ese amanecer, e inspeccionó su alrededor, haciendo que su cabeza empezara a tomar cuenta de cada una de las cosas que habían allí. El Oeste. Allí estaban. Empezaba a recordarlo. Era una temporada donde él y su hijo habían tenido que salir de su aldea, evitando que las personas sospecharan aún más del artesano extraño y algo retrasado que no envejecía, y de su hijo demasiado violento y fuerte que no parecía llevársela bien con ninguno de los muchachos de la aldea. Muy lamentable desde que ese lugar guardaba sus más felices recuerdos con su esposa, pero algo necesario si quería proteger a su hijo de las peleas que el miedo y el prejuicio contra su especia siempre acarreaba. Además, viéndose ya inútil, lejos de ser el guerrero y estratega que una vez fue, era hora de reencontrarse con su viejo amigo y pedirle un favor.
Después de todo, había ciertas cosas que hasta un hanyou no era inmune.
Está aquí…
―¡Oh, ya estas despierto! ―Soltó la apabullante y segura voz de su hijo, despierto y dándole un saludo al nuevo día con su arrolladora personalidad―. ¡Feh! ¡¿Por qué no me despertaste?! ¡Viejo, ya te dije que necesitas descansar! ¡Ayer fue un viaje muy largo y…!
―Es…es…ho-hora de que conozcas a un buen amigo mío, Inuyasha.
— ¿Qué…?
De entre la bruma de ese amanecer, surgiendo de la oscuridad del bosque, una figura blanca se materializó frente a ellos. Inuyasha sabía quién era, el amigo de su padre, el otro hanyou que era protagonista junto con su padre de la infinidad de historias con las que había crecido. El mismo ser que cada quince días le enviaba un dibujo, o una carta de parte de su padre, que él se esmeraba por ayudarle a hacer desde que su progenitor a veces no podía efectuar ni la más mínima tarea, producto de una cabeza inestable y unos terribles dolores.
Increíble, pensé el joven hanyou. Un poco aturdido por la poderosa presencia de ese youki, se puso de pie para inspeccionar mejor la confundida figura que ahora lo miraba, como quien mira a un fantasma. Era increíble verlo al fin en persona. No, no era ni por asomo parecido a lo que se había imaginado, de hecho, en su cabeza la figura de aquel ser empalidecía con lo que veían ahora sus ojos.
―Su-supongo que…que e una sorpresa… Co…con el tiempo te acotusbras ―dijo su padre y, aunque sus palabras hubieran sonado algo atropelladas como de costumbre, al Inuyasha verlo pudo notar con fascinación cómo el hombre que lo crio, el cariñoso y defectuoso hombre que se la pasaba defendiendo de los demás a los golpes, se transformaba en el mítico guerrero que Inuyasha se imaginaba en sus historias―. ¿Cómo…cómo has estado, viejo amigo?
Al percatarse de la presencia de su antiguo compañero, supo que el chiquillo se trataba de su hijo y no el espíritu del tío que muy poco conoció. Aliviado por no tener que lidiar con más fantasmas, sonrió.
―Bien, ¿y tú?
―No me quejo ―Dijo, encogiéndose de hombros. Pero un destello en la empuñadura de la espada de su amigo lo detuvo de hacer otro comentario. De trataba de una piedra gris, un tanto brillante, que colgaba con el cordón envolviendo el mango de la espada. De inmediato lo supo y sintió pena por su amigo―. Lo lamento, no pensé qué… ―Suspiró, conocía ese dolor, así que sólo se limitó acercarse a él y apretar su hombro―. Lo siento.
— Chichi-ue vino a buscarla. Como prometió ―Musitó―. Estoy feliz por ella.
— Lo sé.
Ambos se quedaron en silencio, compartiendo el dolor por lo perdido, hasta que un estrepitoso ruido los interrumpió de sentirse acongojados. Dispuestos a acabar con la amenaza, ambos guerreros se voltearon al peligro sólo para encontrar a un hanyou adolescente que acaba de hacer caer una serie de cuencos y ollas de metal gracias a una torpeza que, aunque para nada heredada de su padre o abuelo, si fue el único rasgo obtenido de su madre.
―Lo-lo siento ―murmuró, abochornado por tener a dos figuras tan imponentes como testigos de una de sus muchas torpezas. Por suerte, antes de que la humillación fuera insostenible para su corta edad, ambos hombres soltaron una retahíla de carcajadas que, en otras circunstancias habrían ofendido al muy sensible muchacho, ahora sólo lo tranquilizaron hasta el punto de obligarlo a reír con la misma libertad de los dos guerreros.
―Tu padre me contó sobre tu torpeza muchacho, pero he de admitir que te crea carácter ―dijo acercándose al joven―. ¿Cuál es tu nombre joven guerrero? ―La solemnidad de su pregunta junto con la mirada orgullosa de su padre hicieron que el hanyou elevara el pecho y sacara toda su confianza.
―Inuyasha, señor.
―Inuyasha, un gran nombre muchacho. Dime, ¿qué piensas hacer con tu vida, Inuyasha? ―Aún joven e inexperto, no pudo evitar buscar la mirada y aprobación de su padre antes de contestar.
―Quiero… ¡Quiero ser un guerrero, señor! ¡Cómo mi padre lo fue, señor!
Era la respuesta más sincera sacada de lo más profundo de su corazón, y aunque con ello ganó que su padre lo mirara con el amor más profundo que podía emitir, Inuyasha no dejó de sentirse algo cohibido por la inescrutable mirada de ese ser que ahora le taladraba el alma. Como si buscara la mentira en sus palabras. Una angustia que acabó apenas el hombre soltó una estruendosa carcajada que para nada coordinaba con su figura algo etérea y poderosa. Pronto, Inuyasha se vio envuelto en el abrazo de ese hombre que no dudo en atajarlo bajo el brazo mientras le revolvía su blanco cabello.
―¡Eres todo un personaje, pequeño Inuyasha! ―Más que avergonzado, el chico se hizo hacer escuchando ahora la risa de su padre―. Por cierto ―Dijo, sin soltar al joven hanyou mientras se acercaba a su viejo amigo que, ahora, bajaba la mirada sabiendo el rumbo de los pensamientos de su fiel amigo―. ¿Qué sucedió con…?
No hubo falta decir más. Inuyasha con mucho esfuerzo se soltó de las garras del ser, viendo como su padre buscaba sentarse frente a los restos de las fogata que él habían encendido para pasar la noche al piel del bosque. Con cuidado lo ayudó a sentarse sobre el pasto. Sabía que esa clase de movimientos le producían ciertos dolores a su padre.
―Gracias, hijo. Muchas gracias… ―murmuró, palmeándole el brazo al joven―. Fue un accidente. A-algo estúpido debo amitir ―sonrió con una sonrisa que no le llegó a los ojos―. Ahora mi cabeza ―dijo, dándose golpecitos en la sien―, ya no es la…la misma.
―Lo siento.
―No me molesta. A-aun sigo vivo, tengo a..a..a Inuyasha y no podría estar más orgulloso de él…
―Lo haré ―dijo. Tanto padre e hijo sólo miraron pasmados la figura imponente del demonio sobre ellos―. Lo haré, viejo amigo. Por ti.
Inuyasha miró la conversación entre ambos seres, preguntándose porque tan repentinamente su padre se veía tan feliz y porque aquel ser tan poderoso ahora se veía tan miserable.
―¿Qué…? ¿Padre, de qué…?
―Dime una cosa Inuyasha, ¿alguna vez tu padre te contó sobre aquella vez que él y yo luchamos contra todo un clan de lobos?
Él no alcanzó a oír la respuesta de su hijo, observando como su viejo amigo se llevaba a Inuyasha por el claro hasta la ciudad fortificada del otro lado del sendero. Los esperaría allí, para cuando volvieran, seguramente repletos de comida y rodeados del buen ánimo que las buenas historias siempre te hacen sentir, él todavía estaría allí. Esperándolos, porque aún no era su hora.
Fijo la mirada en el bosque. Ya no había música, y su oído afilado ya no reconocía la misma desesperación que el viento traía de aquel entonces. Solo paz. Pronto él sentiría esa misma clase de paz, y no negaba que estaba algo ansioso, después de todo volvería a ver a su querida esposa. Sólo tenía que esperar un poco, su hijo aún lo necesitaba.
Lo haré.
Sintiendo una débil punzada de dolor, recordó que su amigo había después de todo accedido a hacerle ese favor. Volvió a mirar la negrura de aquel bosque. Quizás cuando llegaran fuera demasiado tarde… Esperaba que no, su hijo no se lo merecía. Con cuidado, se recostó en el pasto.
Esperaría.
Para cuando ambos regresaron luego de que Inuyasha expresara su preocupación por dejar tanto tiempo solo a su padre, era demasiado tarde. El gran guerrero con un gusto por el arte se había ido. Él sólo se limitó a dejar que el muchacho llorara sobre el sonriente cuerpo de su padre, pensando en el adiós. Pensando en su padre y en su amigo.
Pensando en su madre.
La Dama del Oeste. Despedidas agridulces, necesarias para continuar adelante. Sus padres habían sufrido precisamente por evitar esa despedida, y ahora, mirando el desconsolado Inuyasha abrazar a su padre…supo que, aunque el dolor el casi insoportable, jamás habría querido arrebatarle a su amigo la dicha de descansar. Lo supo en cuanto lo vio y por eso, había accedido a cumplirle ese favor.
Suspiró acercándose al muchacho. Después de todo no era más un niño, y permitió que este se le abrazara buscando consuelo.
―Prometo cuidarlo, viejo amigo.
Quizás lo imaginó. No estaba del todo seguro, pero a lo lejos, en el bosque, creyó ver lo que alguna vez fue la figura imponente de su amigo abrazado al pequeño cuerpo de una linda jovencita. No…no eran ellos.
Sesshomaru-sama y Rin observaron en silencio a su hijo consolar a un pequeño Inuyasha. Ella sonrió con tristeza.
―Es hora de irnos, Sesshomaru-sama.
―Sí.
Todo estará bien.
Awwww, esto es la cosa más triste que he escrito en mi vida. Lo juro, estoy llorando.
Bueno, bienvenidos sean a esta nueva versión de Dama del Oeste. No es que la anterior no me haya gustado, sino que de repente sentí la necesidad de darle una retocadita y ¡TA-CHAN! surgió Dama del Oeste 2.0. ¿Qué les pareció? Siento que respondí un poco mejor las interrogantes que se pudieron haber creado en la historia anterior, y además, siento también que, aunque el final es un final abierto, da más cabida para que ustedes completen la historia del modo en que les guste.
Sí, sé que el hijo de Sesshomaru y Rin (y el hijo de Inuyasha) no tiene nombre y es a propósito. Todo se debe a que no se me ocurrió que nombres ponerles, y me gustó esa aura de misterio que se crear sobre ellos. Aunque sí, me pareció bonito que el nieto de Inuyasha fuera un Inuyasha 2.0 porque me pareció que era lo justo. Además, quizás me entusiasme y haga un fic con ESTE Inuyasha ya que, no sé ustedes pero ahora tengo una teoría algo rebuscada con esto de los viajes en el tiempo.
Si Kagome viajo al pasado, obviamente cambió algunas cosas pese a que ella se mantuvo yendo del presente al pasado constantemente, y no da la sensación de haber CAMBIADO mucho las cosas desde que el presente se mantiene igual. PERO, es común que si viajas al pasado, automáticamente creas una realidad alternativa. Un universo alterno. ¿Qué pasaría si este universo alterno se manifiesta? Es decir, en el momento en que Kagome decidió quedarse en el pasado, ahora "esa" realidad sea el nuevo presente. Podría decirse que al momento de nacer una nueva Kagome, esta no vaya al pasado porque…¡¿Para que si ya se supone que derrotaron a Naraku?! ¡Si ya se supone que no hay perla shikon!
Así que es momento de que llegue este NUEVO Inuyasha (que en verdad es casi el mismo personaje) para que se quede con este NUEVA Kagome y todos felices y contentos :)
Sí, es posible que me entusiasme y escriba sobre eso. ¿Quién sabe?
En fin, den sus comentario, críticas TODO lo que se les ocurra para esta nueva versión de Dama del Oeste que es, MUCHO más triste que la original. ¡Incluso si se les ocurre nombres para estos dos personajes desconocidos, bienvenidos sean!
Bye.
Wissh…
