Cansado, enfurecido y aún con sed de venganza Aquiles regresó al campamento. Cegado por el dolor ante la muerte de su primo Patroclo se había batido en un duelo contra Héctor, sin embargo aun seguía sediento. Entró en su tienda intentando eludir la mirada de la joven que lo miraba entre sollozos. Aquiles estaba allí, lo que significaba que Héctor había muerto. Briseida lloraba, no podía hacerse a la idea de que no volvería a ver a su primo.

- Le has matado…- susurraba entre lágrimas y sollozos- le has matado… Has matado a mi primo.

Briseida sufría pensando en que el hombre al que amaba y a quien se había entregado era quien a sangre fría había matado a su primo por venganza. En aquel momento se preguntaba si no debió haberlo matado cuando pudo hacerlo.

Había estado observándolo durante bastante tiempo, el guerrero dormía. Aprovechó ese momento para coger un puñal y colocar su hoja en la garganta del fuerte Aquiles.

-Hazlo…-susurró Aquiles girando lentamente la cabeza para así poder enfrentar directamente la mirada de la joven Briseida- Es muy sencillo.

-¿No tienes miedo?-preguntó la chica.

-Todos morimos. Hoy o dentro de cincuenta años, qué más da-respondió Aquiles. Acercó lentamente sus manos a los hombros de Briseida, agarrándola fuertemente- Hazlo.

- Si no te mato tú seguirás matando.

-A muchos.

La determinación de la joven ya no era tan firme. Sus dedos se aflojaron lentamente. Aquiles agarrando a Briseida de los hombros la giró, tumbándola sobre el lecho, colocándola bajo su cuerpo fuerte y fornido. Lentamente levantó el vestido de la chica, con una caricia, haciéndola estremecerse y olvidar por completo sus votos a Apolo. Se acercó a sus labios, resistiéndose a devorarlos aun, mirándola a los ojos, repitiendo con la mirada "hazlo…".

Conforme el guerrero se iba acercando a ella su fuerza se desvanecía. Sin darse cuenta había dejado caer el puñal mientras los labios de Aquiles saboreaban los suyos. Nunca nadie la había hecho sentir así, como flotando, como en un sueño, sentía que nada podía ni quería hacer para evitar lo que estaba ocurriendo. Era suya, era su esclava, e interiormente quería seguir siéndolo. Lo había querido desde que lo vio por primera vez.

Aquiles acarició sus muslos con manos expertas, haciendo que todo en su interior saltase de excitación. Ella quiso tocarle, quiso saber que no era un sueño, tocar aquellos músculos fornidos que la incitaban a saborearlos. Aquiles subió aun más su vestido dejándola desnuda hasta la cintura. La besó apasionadamente una vez más.

-¿Quieres que me detenga…?- preguntó Aquiles a la chica. Era la primera vez que preguntaba aquello a una mujer. De hecho era la primera vez que estaba con una mujer como ella. Una virgen. Una mujer pura, inocente, y tan inexperta como Briseida.

No necesitó una contestación audible por parte de la joven, esta lo abrazó y volvió a besar, haciendo que Aquiles no dudara.

Entre dulces y tiernas caricias la poseyó, la hizo suya aquella noche. Entregándose a ella y tomándola. Convirtiéndola en una mujer. Briseida enloqueció en los brazos del guerrero, al que deseaba con todo su corazón.

Briseida se durmió en los brazos de Aquiles, sintiéndose afortunada. No se arrepentía de haberse entregado a él. Él la abrazó sintiéndose extraño. ¿Por qué se comportaba de un modo tan dulce con ella? ¿Qué tenía de especial?

Briseida despertó a la mañana siguiente sintiendo aquellos ojos del color del mar sobre ella. ¿Cuánto tiempo llevaría el bravo Aquiles observándola? Aquiles se acercó y la besó en los labios.

-¿Cómo has dormido?- preguntó sentándose junto a ella- ¿Sabes? Eres mucho mejor amante que esclava. -Aquiles volvió a besar a Briseida.

-Vuelve conmigo a la cama…- pidió Briseida con los ojos aun cerrados- Desnúdate y vuelve conmigo…

Aquiles rió para sí. Se preguntaba por qué deseaba tanto hacer lo que ella le pedía. Algo en él era diferente cuando estaba con Briseida. Pero… ¿por qué?

Briseida no lograba calmarse. Las lágrimas descendían por sus mejillas y la amargura y la desesperación podían leerse en su rostro.

-No le he matado.- escupió el guerrero.

- ¿Cómo…?- preguntó Briseida sorprendida, tratando de secar las lágrimas de su rostro- ¿No habéis luchado?

- Luchamos… pero no fue a Héctor a quien maté. Andrómaca salió a ver el combate, y cuando iba a matar a Héctor ella se puso en medio. Maté a Andrómaca en lugar de a Héctor… -Aquiles parecía abatido- Nunca había matado a una mujer… No pude terminar con Héctor.

- No… ¿has matado a Andrómaca?- Briseida se sentía aliviada y consternada al mismo tiempo. Aquiles no había matado a Héctor… pero sí a Andrómaca. Pobre Héctor… había perdido en un instante a su mujer. Aquiles sin quererlo había dejado huérfano de madre a su pobre hijo. ¿Por qué tanta muerte a su alrededor? ¿Cuándo dejarían de matarse unos a otros?

- Aún puedo ver su sangre en mis manos… - se lamentó Aquiles.

- Nunca debiste ir… Héctor es bueno, has arruinado su vida… -susurró Briseida entre sollozos.

- Al menos ahora Héctor sabe qué se siente al perder a alguien a quien amas. Sufrirá tanto como yo estoy sufriendo. Sufrirá su ausencia, día a día, sentirá que en ocasiones se consume en la desesperación, pero para su desgracia seguirá viviendo… y seguirá sintiendo ese dolor que le obstruye el pecho y no le deja respirar. Pero seguirá viviendo, porque los dioses aun le quieren en este mundo… Y todo habrá sido un maldito error. Ni Patroclo ni Andrómaca debieron morir.- Aquiles ocultó su rostro entre sus manos, intentando ocultar las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Sin embargo Briseida lo vio. Se acercó a Aquiles con ternura y miedo. Tratando de encontrar consuelo a la misma vez que intentaba consolar su dolor.

- Ambos sois víctimas de esta maldita guerra…- Briseida abrazó a Aquiles, acariciando su tersa piel y sus fornidos músculos.

- Aún no entiendo por qué, pero eres mi único consuelo en medio de tanto dolor. –Aquiles acarició con ternura el rostro de la joven. Era especial, aún no sabía por qué pero lo era. Era la única persona que había sido capaz de hacer que el fuerte Aquiles callara con una palabra suya, la única por la que había estado dispuesto a enfrentarse a otros para garantizar su seguridad. Y presentía que era la primera a la que había poseído por algo más que diversión. La besó, intentando olvidar, refugiándose en ella, y ella lo correspondió.

Se desnudaron mutuamente, se entregaron el uno al otro, con pasión y dolor, tratando de olvidar. Él descubrió en ella alguien a quien proteger, y ella en él un refugio seguro, alguien que la protegería.

No deseó nada más que permanecer allí siempre, junto a él, alejarse de todo el mal que existía que se cernía a su alrededor, alejarse de tanta muerte y tanto sufrimiento.

Esa misma noche al otro lado de la inmensa muralla troyana Héctor lloraba amargamente. Las lágrimas empañaban sus ojos y no era capaz de ver la inmensa columna de humo que subía desde aquella pila en la que, entre las llamas, yacía la princesa Andrómaca. Héctor podía sentir el dolor en su corazón. Sentía como este se rompía en pedazos al despedirse de su amada, de la mujer a la que amo desde su más temprana juventud y que le había dado a aquel hijo al que amaba más que a nada. Helena se acercó a Héctor lentamente y puso una mano sobre su hombro. Ya no habría consuelo para él.

Aquella noche nadie durmió en el palacio de Troya. En todos los rincones del palacio pudieron escullarse los gemidos de agonía del Príncipe Héctor, que deseaba morir por hacer perdido a su amada. Nada podía atenuar su dolor, había perdido a la persona a la que más amaba. Su compañera, su amante, su esposa, su princesa…