Miro hacia atrás y me doy cuenta de la cruel verdad. Me doy cuenta de cuantas cosas perdimos en el camino. Se nos fueron cayendo de los bolsillos agujereados, esos mismos que nosotros pensábamos estaban sellados y cocidos desde la última vez que intentamos emprender el camino hacia el amor. Pensamos que si marchábamos juntos, como un par de soldados marchando hacia la guerra, pegaditos y tratando de no despegarnos, esta vez las cosas saldrían diferentes. ¡Que delirio el creernos diferentes al resto de los pobres enamorados que intentan surcar el camino hacia el amor con paso firme y luego regresan trastabillándose! ¡Que gran soberbia el pensarnos mejores que ellos, el creer que nosotros podríamos lo que otros no! Como si al final no hubiésemos terminado igual, o incluso peor.

El creer que el gran amor que nos unía sería suficiente fue nuestro gran error. No nos esforzamos por controlar, al menos cada tanto, que todo estaba en su lugar, que de nuestros bolsillos no caía nada importante. Pensamos que teníamos un amor a prueba de todo, y de esa manera, lo descuidamos, lo dejamos secarse al sol del desierto mientras marchábamos.

Tuvimos una pelea, y otra, y otra más. No todas eran necesarias, no hicimos tampoco el esfuerzo de aprender de ellas todo lo que podíamos. Seguimos marchando, decididos, ciegos a todo lo que nos estaba faltando con cada paso que dábamos. Sin darnos cuenta de como nos íbamos desvaneciendo con cada huella de zapato dejada en la arena. No incorporamos lecciones, no incorporamos mejores maneras de relacionarnos, de hidratar a nuestro amor lo suficiente como para que no se secase aún más. No lo regamos lo suficiente, dando por sentado que este seguiría allí de manera permanente.

Y de pronto, nos vemos a los ojos, discutiendo encolerizados y se nos ocurre mirar en nuestros bolsillos. ¿Que hay allí? Una pequeña pelusa. ¡Esos bolsillos! Que comenzaron cargados de esperanzas y sueños, de corazones y flores. Solo cuando ya están vacíos, cuando por casualidad se nos ocurre mirar que hay allí, comprendemos que todo se ha acabado, quizás se había acabado hace bastante y nosotros, en nuestro narcisismo y ceguera, no lo habíamos notado. Ya nada hay que hacer, sino volver sobre nuestras pisadas, con la cabeza gacha, derrotados por aquel desierto infinito que muy pocos han logrado surcar sin caer.