- John W. -

Adicto. Así habían denominado cientos de veces a Sherlock Holmes y él también se había denominado así. Sherlock había sido un completo adicto a la nicotina, incapaz de pasar sin sus parches, pues ya no podía mantener el hábito de fumar. Eso era lo que le había dicho la primera ocasión en la que le encontró tumbado en el sofá, con tres de esos parches colocados en el brazo. Pero aquella no era la única nicotina de Sherlock: era adicto al peligro, al trabajo, a los asesinos, los psicópatas y al parecer a hacer sufrir a John también. Incontables veces había corrido tras él, le había salvado, había sufrido por él pensando que le perdería. Y al final le había perdido.

Fue entonces, cuando le vio caer desde aquél último piso, cuando observó como su delgado cuerpo, más frágil que nunca, se estrellaba contra el suelo, robándole toda su vida, todos los años que le quedaban, todas las aventuras, los casos, las discusiones y las reconciliaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Sherlock era su nicotina. Le necesitaba para vivir, a pesar de que le hacía daño. Cuanto más tomaba de él más necesitaba, era un adicto a aquellos ojos azules, a aquella boca resuelta, a aquellos alocados rizos, a aquél severo y animado rostro que describía a la perfección la extraña personalidad de su añorado autodenominado sociópata con muchas habilidades.

Le echaba de menos. Cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo. Le añoraba, añoraba sus frases llenas de arrogancia, de prepotencia al ser consciente de ser mucho más inteligente que la mayoría, y su perplejidad al darse cuenta de lo ignorante que era en algunas cosas. Y los momentos en que se daba cuenta de ello, en los que John sabía algo que para él era desconocido, esa manera en la que fruncía el ceño y le daba la espalda, indignado como un niño de cinco años al que no le conceden el dulce de su capricho. En esos momentos siempre había sentido ganas de abrazarlo, de protegerle contra las crueldades del mundo y decirle que esas cosas no importaban, que el siempre sería especial, que siempre sería el mejor. Pero jamás lo había hecho, porque su relación no era así, porque aunque eran mejores amigos jamás había llegado a haber esa confianza, porque el máximo contacto que habían tenido nunca era cuando se habían dado la mano al verse esposados. Aquel potente latido en su pecho, aquella electricidad en sus dedos, aquél último capítulo de la vida del asombroso Sherlock Holmes.

Aún no le entraba en la cabeza, no podía asimilar que de verdad se había ido para siempre, pero lo que de verdad no era capaz de creer eran sus palabras. "Soy un impostor." "Yo cree a Moriarty." No. John sabía que aquello no era cierto, nunca dudó de Sherlock Holmes, su Sherlock Holmes. Y eso se lo repetía a si mismo una y otra vez, cada noche sentado frente a la misma barra de bar, frente a la misma jarra de cerveza, que a medida que pasaban las horas mutaba de pinta a vaso de Whisky, a chupito de tequila y a vómito en el lavabo. Estaba perdido en una espiral de autodestrucción de la que no podía salir. Se imaginaba a si a los adictos cuando no tenían dinero para seguir costeándose su vicio: perdidos, desesperados, inconscientes y a la vez mas conscientes que nunca. Deseando morir y a la vez sin atreverse a ello. Pero sobretodo, anhelando recuperar aquello que tanto ansían.

Ya había llegado casi al final del ciclo que vivía cada noche en esos bares. Tenía el chupito de tequila delante de él, pero no tenía fuerzas ni siquiera para tomarlo entre sus dedos. Le pesaban los párpados, muchísimo, y sentía un hormigueo nada alentador en brazos y piernas. Si se le retorcía el estómago sabría que había llegado al límite pero aún… Ugh, no. Ahí estaba. Genial, en medio de su análisis diario, en medio del repaso de sus últimos recuerdos, había llegado la náusea que marcaba el final de esa noche. Un final que cada vez llegaba más pronto. Su cuerpo se estaba rindiendo, lo había maltratado hasta tal punto que había decidido dejar de soportar la tortura. Su cuerpo prefería morir, pero su mente seguía añorando la vida, la oportunidad de descubrir la verdad de lo que pasó en esa azotea.

Pero en ese momento la azotea había pasado a un segundo plano. Estaba eclipsada por la necesidad de llegar hasta el baño, que parecía estar a una distancia inalcanzable, a pesar de que no habría más de un par de metros hasta allí. En fin, al menos había que intentarlo.

Apoyó las manos en la barra del bar y tras unos cuantos intentos consiguió levantarse del taburete. El primer paso estaba, ahora el segundo: caminar. Tuvo que frotarse los ojos para poder enfocar un poco, aunque realmente no funcionó, pero a pesar de todo se forzó a si mismo a dar un paso adelante. Mala idea. Nada más su pie izquierdo se arrastró sobre el suelo, su mejilla dio de lleno contra este. Tardó unos segundos en ser consciente del desastroso golpe que se había dado, y aún un par más en notar que tenía algo de sangre en los labios. Y para colmo no podía moverse. Genial John Watson, habías caído lo más bajo que se podía. Todo el local le miraba, pero nadie se dignaba a ayudarle. Viva la humanidad.

Entonces, unos brazos le sujetaron por las axilas y le levantaron del suelo. Quien le levantó era más delgado que él, por lo que le costó hacerlo, pero aun así le sujetó y le llevó al ansiado cuarto de baño. Se quedó ahí mientras John vomitaba toda aquella noche para poder volver a empezar a la mañana siguiente. Cuando su estómago quedó vacío, alzó la vista, pero lo único que vio fue el reflejo de una silueta en el espejo y un par de brillantes ojos azules que desaparecieron al instante. Su corazón dio un vuelvo. "Sherlock" pensó, "Tiene que haber sido él, seguro". Intentó levantarse, intentó perseguirle, descubrir si de verdad era él, pero su cuerpo no respondía. Su maldito cuerpo, aún débil y embriagado había decidido tomarse unas vacaciones justo en ese momento. Soltó una maldición mientras propinaba un fuerte puñetazo a la taza en la que seguía apoyado. No le importó magullarse los nudillos, lo único que le importaba era que había dejado escapar a su adicción, su nicotina.

No fue hasta pasados unos minutos de insistente forcejeo consigo mismo que recordó que Sherlock estaba muerto. Muerto. Jamás había sonado tan definitivo como en ese momento. Era el final, el jodido final. Estaba sólo y humillado, tirado en un baño público sin poder levantarse. Y llorando. Lloraba como un niño pequeño, lloraba sin remedio, sin poder parar. Lloró hasta ahogarse, hasta que no fue capaz ni de sollozar y sus lágrimas caían en silencio empapando su sucio jersey. Todo había acabado. Había tardado 3 años en darse cuenta, pero ahora lo sabía. Todo había terminado, era el final del libro. No iba a haber secuela. Fin.

- Sherlock H.-

Tres años eran los que llevaba observándole. Siempre desde cerca, pero lo suficientemente lejos para que él no le viese. En tres años no había dejado de preocuparse por él, porque estuviese bien, porque continuase su vida sin su presencia. Pero John no lo había conseguido y Sherlock siempre se había culpado por ello. No hizo falta ni una semana para que se diese cuenta de que se había convertido en su obsesión. Cada día iba al mismo bar, bebía y bebía hasta desfallecer, después regresaba a casa, vomitaba, dormía y todo volvía a empezar. Y lo más frustrante de todo era que no podía hacer nada para ayudarle, solo observar. Aquello era lo que más le dolía, la impotencia. Siempre había sido capaz de hacer todo lo que se proponía, siempre había ganado cada juego que había jugado. Siempre… Hasta ese día. John había decidido no hacerle caso, había decidido seguir creyendo en él a pesar de sus palabras. Estúpido John Watson… Le conocía demasiado. Más que ninguna otra persona. Más de lo que nadie le conocería nunca.

Pero ahí no terminaba todo. Perseguirle había pasado de ser una mera preocupación a una completa obsesión. No podía pasar un dia sin verle al menos por un par de minutos. Era una necesidad, una adicción. Dios, John se había convertido en su adicción, una completamente inalcanzable. Había llegado al punto de necesitar parches de nicotina para calmar la enfermiza necesidad que tenía de él. Era irónico como una droga le servía para contrarrestar la otra, pero nunca tenía suficiente. Nunca se calmaría, no hasta que volviese a estar a su lado.

A pesar de todo siempre se había mantenido fuerte. En esos tres años jamás había reducido menos de cinco metros la distancia que les separaba. Había sido extremadamente cuidadoso con eso y las únicas veces que había incumplido la regla habían sido cuando tenía la certeza de que John estaba completamente dormido y no se despertaría si entraba a su cuarto, tan pequeño que era imposible mantener la distancia establecida. Pero todo el sistema se fue directamente a la mierda aquella noche. Tres años eran demasiados y ver colapsar a John de esa manera frente a sus ojos, verle hundirse sin remedio, sin que nadie hiciese nada por él había sido demasiado. Ya había soportado bastante, necesitaba una pequeña dosis de él, un pequeño contacto, lo suficiente como para aguantar un poco más, solo un poco más…

Subiendo la capucha de la sudadera que llevaba puesta, ocultando su nariz y boca tras un tosco pañuelo palestino, caminando de forma amortiguada gracias a las zapatillas deportivas, se acercó a él. Era alguien completamente nuevo, completamente distinto a lo que John conocía, en ese estado no sería capaz de reconocerle, no sería un riesgo tan grande. Por eso se atrevió a hacerlo, por eso sacó las fuerzas para levantarle del suelo, limpiar la sangre de sus labios con la manga de su sudadera a falta de algo más y llevarle hasta el cuarto de baño. Abrazó su cintura para mantenerle en el sitio y sujetó su frente mientras vomitaba. Cuidó de él. Pero sabía que él no recordaría esos pequeños detalles, que en su mente solo habría la sombra de un desconocido de buen corazón que se había tomado la molestia de arrastrarle hasta ahí.

Pero ser una sombra era suficiente para Sherlock, por eso huyó antes de que pudiera verle. Y ahí estaba de nuevo, sentado sobre un cubo de basura bajo la ventana del mminúsculo apartamento en el que ahora vivía John. Simplemente contaba con un cuarto que hacía las veces de sala, dormitorio y cocina y un baño. Nada más. Era deprimente, demasiado deprimente hasta para él. Y además aun no había llegado. ¿Qué narices estaba haciendo? Normalmente no tardaba más de 10 minutos en salir del bar tras el final de la ronda y llegar al pisucho en un taxi. Pero ya se había pasado media hora. Algo iba mal, algo iba definitivamente mal…

Nerviosamente sacó un paquete de tabaco del bolsillo de su sudadera y con dedos temblorosos logró tomar su último cigarrillo y llevárselo a los labios. el mechero no funcionó hasta el quinto intento, pero finalmente tuvo la nicotina que tanto ansiaba, que tanto le calmaba que… Que ya no servía para nada. Suspiró y miró el cigarrillo como si fuese una muestra de un laboratorio, sujetándolo entre el pulgar y el índice. Estuvo a punto de tirarlo, pero no lo hizo. Puede que no fuese tan efectivo como John, pero confiaba en el efecto placebo. Al menos por el momento.

Entonces el ansiado taxi se detuvo frente a la puerta y un tambaleante John Watson salió de él haciendo eses. Tras un desastroso camino hasta la puerta, finalmente llegó al edificio. Sherlock había saltado del cubo y le observaba atento, olvidándose por completo del cigarro que se consumía lentamente en su mano. Tuvo que cerrar los ojos para concentrarse y separar el ruido de la calle del de los pasos de John dentro del destartalado edificio y saber cuándo había llegado a su microapartamento en el segundo piso. Tardó más de lo normal, pero finalmente llegó. Escuchó el portazo y a él desplomarse sobre la cama. Pasarían unas cuantas horas hasta que se despertase con un fuerte dolor de cabeza y un intenso arrepentimiento que se desvanecería con el primer café de la mañana.

Sherlock no comprendía por qué John seguía levantándose temprano y tomando café si hacía tres años que había dejado el trabajo. Ahora dependía por completo de su pensión del ejército y su hermana Harry. Esa era la prueba definitiva de que estaba en el límite. Y Sherlock quería salvarle, pero no sabía como hacerlo sin ponerle en peligro. Pues el juego de Moriarty aún no había acabado, lo sabía. Puede que estuviese muerto, pero estaba loco. Y los locos eran los mejores rivales y los más peligrosos. Estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero no la de John. Aunque en ocasiones había llegado a pensar que habría sido más piadoso dejarle morir que permitirle continuar con una vida como esa. En esos momentos se apagaba el cigarrillo sobre la piel y volvía a la realidad: John no debía morir. No iba a morir. Y esa vez no necesitó una nueva quemadura en el antebrazo para tenerlo claro.

Cuando hubo pasado cerca de media hora desde que John había entrado en el apartamento, se elevó por entre cubos de basura, cajas y salientes hasta llegar al alfeizar de la ventana del dormitorio. Y se sentó allí a observar. Le vio despatarrado sobre la cama, la ropa manchada, solo uno de los zapatos quitados, el pelo demasiado largo y barba descuidada de varios días. Era un verdadero desastre y el mayor bajón se había dado en las últimas semanas. Estaba al borde del colapso y aquello iba matando lentamente a Sherlock. Sabía que era su culpa y siempre lo sabía, pero acercarse a él solo lo heriría más…

Pero ya no era capaz de quedarse más tiempo con los brazos cruzados. Aquél inofensivo contacto no había sido tan inofensivo después de todo, pues había terminado con toda su determinación. Estaba perdido, había vuelto a caer en su adicción y ya no iba a poder salir.

Sin importarle nada, abrió la ventana y se coló en la habitación, silencioso como un gato. Al principio se mantuvo a los pies de la cama, igual que todas las noches que la tentación había podido con él, pero esa vez fue a más. No podía mantenerse alejado por más tiempo. Así que caminó hasta él, le tomó con delicadeza y le tumbó bien sobre el colchón. Después desabrochó su destrozada camisa y se la quitó como pudo sin despertarle. Libre de ella, hizo lo mismo con el zapato que quedaba y después le cubrió con la sábana y la manta. Se merecía al menos una noche de verdadero descanso. Una larga noche que no sería interrumpida por ningún molesto despertador, así que aquel molesto compañero salió volando por la ventana rumbo a los cubos de basura que ahora eran el segundo hogar de Sherlock.

Se sentó de nuevo en la ventana, observándole, imaginando como habría sido la vida de John si jamás le hubiera conocido: se habría casado, habría tenido hijos, seguramente un niño y una niña. Cada domingo habría ido a ver jugar a su pequeño al fútbol y por otro lado, una vez al mes, iría a los recitales de baile de su hija. Su esposa le cuidaría, evitaría que tuviese el aspecto que lucía en ese momento. Sherlock le había destrozado la vida. Solo hacía falta ver la de kilos que había perdido, parecía alguien completamente distinto. No era el John Watson que conoció en Barts. Y puede que jamás volviese a serlo.