El pasante cruzaba la plaza sin mirar nada de su alrededor pero a la vez viéndolo todo, viendo a la gente en las bancas, viendo a los ancianos alimentando a las palomas o bien leyendo el diario para pasar otro día más del final de sus días. La catedral y las tiendas aledañas a su diestra se erguían frente a aquel. El acento propio de aquella tierra se mezclaba con el de los inmigrantes del norte. Los arboles daban sombra mientras los pintores y sus cuadros exhibían su arte ante los transeúntes. Nada ni nadie depositaba su atención en el pasante.
El manto azul, largo hasta los tobillos, de un azul oscuro como la noche, de un azul hecho de la mismísima noche, un manto que terminaba en capucha otorgando refugio a la identidad del desconocido, más permitiendo ver la nostalgia y la resignación de su semblante. Su vestimenta denotaba otra época, como una anacrónica de lo que pudo ser, una placa de metal, una simple armadura decoraba su pecho y reflejaba las luces cuando estas caían de entre los arboles a abrazar a tal triste personaje. Solo el viento del invierno agonizante ante la aclamación de la primavera parecía estar con aquel, levantando su túnica como infundiéndole fuerzas en la prueba que vendría.
La bulliciosa vida de la Plaza de Armas pronto callaría. El perenne trabajador curtido en secretas batallas caminando a la catedral de pronto detuvo. Alzo su mirada hacia el cielo. La capucha cayo dejando entre ver sus ojos verdes llenos de temor. El Asesino lo sentía en su sangre, sentía en cada partícula de su cuerpo el inicio del dolor, de la lucha que su mente libraría. De la lucha que todos librarían.
Sucedió. El cielo se tiño de oro y sangre, la onda expansiva pobló el cielo aprovechando la naturaleza misma del ábside. El silencio se hizo. La guerra se volvería más sangrienta. El fuego quemaba la mente del mundo…
Santiago de Chile. 21 de Diciembre del 2012.
