I. THE CRANE DANCE.
En esta ocasión tan excéntrica como incomparable; y sin embargo comparable con los dramas que escribiera el mismísimo Shakespeare: alma mater de la literatura, e ingenioso maestro, el relato del que estoy a punto de inferir —digno ante todo de ser oído— requiere la pronta introducción de distinguido caballero, cuyos sucesos postreros le incumben en demasía como autor innegable. El objeto de esta breve presentación es el nutrir al lector con información, desde luego vital, para la interpretación de los siguientes hechos que deben ser tratados con suma reverencia y discreción.
Dicho esto, procedamos a izar el rojo telón amargo, sin sabor y dulce de la vida. La vida de Tooru Oikawa. Si bien, no fue un varón del todo recto, jamás infringió gravemente la ley. Hombre de agudo ingenio desaprovechado según muchos a causa de su profesión, ambicioso; aunque en el buen sentido de la palabra y temperante.
Ya que decía él: «Lo que separa al hombre de las bestias, no es más que el raciocinio propio. La capacidad de aplacar los deseos de la carne y distinguir lo bueno de lo incorrecto, o ¿qué sería del hombre si no pudiera coexistir como un ser civilizado? En vano sería todo el ingenio que posee». Discurso que reiteraba con el fin de martirizar su propio ser, a sabiendas de la contrariedad entre dicho lema y quien habría sido en sus años pueriles. Por ello a veces se tachaba a sí mismo de hipócrita, pues un hombre que actúa en contra de sus principios no es digno de ser llamado hombre; es un cobarde que profetiza al peso de su propia lengua, un hablador.
Tooru Oikawa había nacido en Belcastel: un pueblo con escasa diferencia de inhabitado, sumamente antiguo así como costumbrista. Fue el segundogénito e hijo menor de una familia incompleta conformada por él, su hermana primogénita y su padre: un anciano taciturno, terco además de severo. En tiempos antiguos, la tragedia había golpeado el endeble corazón del viejo. Había sido el destino o bien, un ser supremo despiadado lo que indujo a su consorte en un sueño profundo, dejando a padre e hijos huérfanos. Debido a esa condición, Tooru Oikawa justificaba la aspereza y el desabrimiento de su progenitor, quien imploraba comprensión a través de sus eternos silencios así como sus largas jornadas de trabajo. «El que no trabaja, no come» decía con una mirada reflexiva. Despertaba con los primeros cantos de las aves y bajo el rocío matinal —bastante común en la zona— marchaba a su empleo donde pasaba horas inmerso en sus cavilaciones.
Empero a pesar de la empatía mostrada a su padre, Tooru Oikawa sentía que aquel consuelo no era recíproco y por lo tanto se sintió la mayor parte de su vida cual mártir. Incomprendido por una sociedad arraigada a la costumbre, y por su padre.
En cierta ocasión Tooru Oikawa le había expuesto su deseo de trasladarse a la ciudad parisina. Deseo que hubiera ocultado año tras año desde que su cuerpo, al igual que su mente, diera las primeras señales de maduración. Y si bien, fueron estos anhelos alimentados por la ingenuidad: nunca flaqueó en su decisión de formar un destino fuera de las edificaciones embaldosadas y praderas, al igual que absorber los conocimientos básicos que constituyen al ente civilizado e intelectual, según él. Jamás ocultó su desdén por la vida programada que se llevaba a cabo en Belcastel o la devoción del viejo, quien, afirmó encontrarse conforme en el campo, en la ignorancia y satisfacción de no ser nadie en absoluto. El padre lo observó por largo tiempo como a una cosa abominable, con el rostro enrojecido y la mandíbula tiritando de la ira, después no dijo más. Por semanas se sumió en un mutismo tanto enigmático como meditabundo. No hablaba dentro de la residencia y en cambio evitaba vehementemente alzar el rostro a su hijo.
¿Y qué si el viejo se aferraba a él como un parásito y de manera egoísta? Al fin y al cabo, ¿no le pertenecía a él? ¿A caso no era quien era, debido a él? ¿Era codicia entonces demandar su compañía hasta el día que las lombrices le devoraran? Los ayes que después, emitiría Tooru Oikawa, una noche parsimoniosa, afligido al pensar el estado de abandono de su anciano padre le seguirán hasta su último aliento.
Dando continuidad al relato, Tooru Oikawa partió de su ciudad natal algunos meses después de esto. Se retiró con una mano en frente y la otra atrás, como se suele decir en un lexicón bucólico, llevándose consigo un macuto remendado sobre el lomo, un inventario constreñido, además de escasos mil euros —suma con lo que ningún parisino ordinario sobreviviría hasta los días postreros del mes sin declararse prontamente en bancarrota— dentro de los bolsillos de un pantalón raído en la parte baja de los muslos y el ruedo.
En esa época los cotilleos relacionados al estado de recesión, la infravaloración del producto interno bruto, así como la crisis económica en el país encontrábanse en su mayor apogeo. La primavera del 2012 fue un período que mantuvo a más de un francés culpando al sistema capitalista. En esos días se vivía con la angustia muy presente —abro comillas debido a lo extremista que la noticia llegó a ser en primer instancia— ante el "eminente" estallido de una segunda depresión del 29.
Ello incluso llegó a inquietar a Tooru Oikawa en sobremanera hasta el punto en que se quedaba meditabundo el día entero, mudo hasta los hueso. Y más de uno intuyó el cansancio que tales pensamientos provocaron en él.
El motivo de aquella ansiedad estaba arraigado al desempleo así como el agotamiento de recursos mayoritariamente monetarios. Fue a pocos días de terminar el mes de julio que las posibilidades de acoplarse de manera estable en la capital se terminaron tan pronto como se declaró en desahucio. Esto ocurrió mientras circulaba en el preludio de sus dieciocho primaveras.
No se sorprendió cuando una noche encontró el pórtico de su pieza —estancia bastante sobria— bajo llave y sus posesiones fuera, a raíz del adeudo en el arriendo.
Se le vio algunas noches después del susodicho infortunio, errando por toda La Place Des Vosges, en el distrito de Le Marais.
Naturalmente, resultó imposible que Tooru Oikawa mantuviera una postura firme ante la desesperanza e impotencia. Con firme, refiérome a los actos desesperados que son capaces de realizar los hombres en tal situación. He ahí el origen del popular refrán: «La necesidad tiene cara de perro».
Sin embargo, antedichas palabras, presiento, cobraron mayor connotación en él que en cualquier otro ser humano; pues solía condolerse de sí mismo con tanta frecuencia y afán que parecía esperar un milagro para redimirse de su actual estado.
Se replanteó una y mil veces repatriar a Belcastel, pasando noches en vela de sólo concebir la idea. Con insistencia rememoraba la historia del hijo pródigo que se arrojó a la concupiscencia y rechazó el consejo e instrucción de su familiar.
« ¿Si regresara, yo, a casa de mi padre, tendré la entera convicción de su perdón? ¿Y acaso seré merecedor de tal nobleza?». Solía pensar.
Pese a cuantiosos remordimientos de su parte y al sumo respeto que le guardaba a su progenitor hasta el día de hoy, nunca más volvió a meditar en el asunto, quizá fue el orgullo en contrariar su propia sandez o el odio hacia su familiar. Finalmente cualquiera de esas razones es aceptable.
Cabe resaltar que Tooru Oikawa, en efecto, había obtenido más de un empleo: uno de ellos —de los cuales vale la pena enfatizar— fue de lava vajillas a medio tiempo. El salario desde luego era ajustadísimo y el proceso en sí, sumamente extenuante precisamente durante l'heure du déjeuner. El empleador del local era un viejo en pleno encanecimiento; lejos de ser un erudito, aunque ávido en materia de negocios. Era también un mezquino y un charlatán. Hago una breve mención de ello, pues dicho patrono fue su casero desde su llegada y cuya aparición me resulta lo suficientemente sustancial.
En general, sus subalternos eran en mayoría, inmigrantes de cualquier parte del mundo. Había un ruso albino de quijada fuerte, que tenía poco más de cinco años erradicando en París y que según se rumoreaba: había cometido homicidio allá en San Petersburgo y de volver, le esperaba una condena de sabe Dios cuantos años. También laboraba para él un serbio que no hablaba ni una pizca de francés, con el que Tooru Oikawa llegó a simpatizar más. Su nombre era Issei Matsukawa. Un hombre de mirada lánguida y con un carácter especialmente insulso. Escaso de palabras y competente en el oficio.
A todo esto, resulta que su casero y empleador llevaba un matrimonio medio turbio al lado de una mujer alemana que fumaba tabaco cual fumarola, hablaba con un acento enrevesado lo cual hacía imposible entablar un diálogo elocuente sin que terminase aquello en un discurso en alemán, además de su singular manera de expresarse que resultaba tanto burda como tosca. Era huesuda en complexión y rostro, y las bolsas de los ojos estaban en exceso marcadas. No había nada en ella exquisito o cándido; aunque si un sentido del humor muy mal intencionado la mayoría de veces, por lo que se le tildaba comúnmente de indiscreta y varias cosas más que ahora mismo me resultan superfluas.
Como a propósito, al enterarse del desalojamiento de Tooru Oikawa, corrió a su encuentro como impulsada por un espíritu cuantitativamente desprendido y bastante inusual. Nadie esperó tales muestras de humanismo por parte de la madame, —quien en ese momento se otorgaba a sí misma el título de protectora— por lo que sus posteriores acciones caritativas lejos de ser bien vistas, fueron fuertemente juzgadas hasta el extremo de creerlas en exceso superficiales así como falsas.
Ahora bien, antedichos actos no estuvieron ni remotamente cerca de aliviar a Tooru Oikawa. En su lugar suponían un gran peso de conciencia y un gran menoscabo a su propia integridad; porque acompañado de un plato de Cassoulet humeante también surgía una u otra perífrasis de rotunda censura pública.
Fue un tanto escalofriante el modo de obrar de la madame bastante calculado además de estudiado, de forma que nunca se le pudo acusar rigurosamente de aberración alguna. Pero nuestro Dios existe como único testigo del hostigamiento tortuoso al que sometió al muchacho durante dos noches continuas para que durmiese junto a ella. Al caer el crepúsculo del tercer día fue a Tooru Oikawa donde estaba sólo y apartado y ofrecióle una suma de dinero bastante opulenta, a lo que cabe decir, y Tooru Oikawa esa vez fue incapaz de pronunciar un no.
A la postre resultó una experiencia extremadamente horrorosa e intolerable, o por lo menos él lo recordaba como una cosa lamentable igual que ignominiosa. Su naturaleza casta e inexplorada, le impidieron moverse del modo esperado por ella, sus labios se volvieron rígidos cual piedra, estaban además gélidos y palúdicos similares a los de un difunto; su paladar desprendía un sentimiento de desazón imposible de disimular y sus caricias no pasaron de ser roces de manos inexpertas. Una chiquillada como ella le declararía después. Luego cuando todo hubo concluido, con un tono medio burlesco y medio en serio, la madame manifestó junto a un espeluznante júbilo, estar conforme con lo ocurrido y su entera disponibilidad a desprenderse de una u otra moneda con tal de hacer del acto una rutina.
Tooru Oikawa se negó hasta donde pudo, de la forma que convenía; pero en seguida le agradó que ella se humillara por él —siendo esto un tanto mórbido—, y sobrevivió durante una época aferrándose a ese sentimiento de aceptación plena y necesidad como si fuese un nutriente indispensable para su organismo.
Para los diecinueve años, había arriendado una pieza en el centro de París, donde se estableció no por mucho tiempo.
Sus más nimios deseos eran constantemente aplacados por mujeres maduras que abarcaban un promedio de edad entre treintaicinco a cuarenta o cincuenta años —la mayoría en matrimonios desvalorizados o desmoronados— y a cambio él les proporcionaba una ligereza de manos y un encantamiento idóneo, sacados especialmente de libros y novelillas de literatura clásica. Había en Tooru Oikawa algo de Charles Baudelaire: —poeta ilustrísimo para el pueblo francés—, en las palabras que dirigía a sus amantes. Hecho recalcable, es el consuelo que recibía al recitar los versos de Le vin du solitaire durante noches de insomnio, ello actuaba igual que un analgésico para aliviar sus escrúpulos altamente perjudicados.
Durante un tiempo viajó por Europa visitando principalmente Londres, lugar donde recibió una fuerte crítica a sus modales ensayados.
Así cuando regresó a París estaba altamente subyugado a la idea de consolidar su participación en el putaísmo con unas ansias endemoniadas de entrar en sociedad, y una vez libre de cualquier abjuración hacia las doctrinas sobre pundonor o afabilidad inculcadas en el pasado por su padre, concluyó que el anciano le amaba profunda y desmedidamente; sin embargo él no lo amaba tanto.
Tres años completos transcurrieron después de eso y a la edad de veintidós años, conoció a un joven llamado Kentaro Kyotani, quien era hijo de un hombre al parecer sobresaliente en asuntos diplomáticos con el que mantenía rigurosas relaciones. Con veintiún años, Kentaro Kyotani había abandonado la universidad al menos en tres ocasiones debido a su carácter difícil así como su afecto por las juergas. Estaba lejos de ser aplicado en el aprendizaje y en su lugar tenía una buena condición física además de gran destreza para el deporte: habilidad que no le daba excelentes méritos para su rango social. Tooru Oikawa le encontró una noche después de reñir en un club de Paris. Le socorrió desinteresadamente y una vez que escuchó su nombre de pila permaneció enteramente sorprendido al igual que interesado; no obstante pronto se enteró que la familia del muchacho lo consideraba un improductivo, un perro desequilibrado e inculto.
El primero de enero del próximo año Kentaro Kyotani sufrió un arranque de ira bastante inusitado. Se encontraba altamente alcoholizado cuando se le tornó la mirada algo sombría y adoptó la apariencia, según Tooru Oikawa, de haber cometido una demencia. Seguidamente sintió una alienada necesidad de regresar a su domicilio ubicado en el distrito de Élysée, hogar de la legítima burguesía francesa.
Como es costumbre en nuestra sociedad —y especialmente en los más perfeccionistas que resultan ser los más fijados y a la vez, los únicos con vocación de espías— no se desaprovechó el momento para enjuiciar duramente a Kentaro Kyotani al verle prorrumpir estrepitosamente en media celebración de año nuevo.
Dentro de la residencia se propagó un silencio bastante funesto y espantoso que dio lugar a las fuertes pisadas del muchacho. Sin embargo el tema fue diligentemente desentendido tan rápido como se desvaneció la resonancia de sus pasos en la sala entera.
Muy pronto, Tooru Oikawa comenzó a moverse con suma minuciosidad entre los concurrentes y poco tiempo le llevó advertir que se encontraba rodeado de los personajes, posiblemente, más letrados de toda la provincia: eruditos agudamente especializados en diferentes ramas de las ciencias sociales además de literatos de alto calibre.
En generalidad eran ancianos que referían temas de política, economía, industria y cada cierto tiempo exponían un comentario sobre el terrorismo vivido en esos días. Callaban como enlutados, y tras un ápice de segundos se replanteaban si el pueblo francés debía permitir la libre circulación de islamitas o no.
A veces se percataban esporádicamente de la presencia de Tooru Oikawa. Lo miraban con suma expectación, pues le creían muy mancebo para acudir a reuniones de esa dimensión. Hacían un análisis cuidadoso de su porte, luego inclinaban suavemente la cabeza en salutación y concluían viéndose los rostros unos a otros. Finalmente se preguntaban en un tono suntuoso: « ¿Es de los nuestros, caballeros? ¿O es un fulano salido de Dios sabe dónde que acabó entre nosotros por eventualidad? ».
Otros residentes, muy en cambio, le creían uno de esos genios excepcionales de nuestra época. Ansiaban someterlo a un interrogatorio basado en sus ideales cívicos: si estaba de acuerdo con la popularidad y el renombre incrementado en los últimos días, del movimiento de extrema derecha en el país o si en su lugar, era un socialista ortodoxo.
Escuchó a alguien decir con suma convicción: « Señores, en estos tiempos debemos aceptar que el materialismo es una parte esencialísima en la cultura mundial. Miren ustedes que hoy en día, trabajamos como esclavos negros para salvaguardar nuestra vida de hombres blancos». Se desternillaron de risa y continuamente hicieron un brindis con brandy añejo.
Ese último diálogo caló en lo más profundo de Tooru Oikawa, tanto, que estuvo escaso de perder la chaveta y liberar una carcajada la mar de grotesca en sus propias fauces y mofarse de semejante pensamiento tanto retrógrada como vetusto.
A la larga solamente se permitió ensanchar la comisura de su boca en una sonrisa tonta y dejó escapar un soplido insonoro. Después continuó desplazándose a la siguiente habitación de la residencia con paso flemático e ininterrumpido y se detuvo pronto, cerca de un grupo de residentes que se hallaban próximos a la salida.
Fue en esta asamblea donde conoció a dos personajes significantes en este relato. El primero de ellos: la progenitora de Kentaro Kyotani —que a pesar del considerable rol que desempeña en la historia, me atrevo a despojarle de cualquier gran mérito— y el segundo: Hajime Iwaizumi de quien no extenderé más información hasta su tiempo debido. Por ahora me daré la libertad de narrar como sucedió exactamente el primer encuentro con nuestra ilustre madame.
Ella llevaba algún lapso de diez o cinco minutos escudriñando los movimientos y la misantropía de Tooru Oikawa. Tenía gran interés en su procedencia al no recordarle asistir con asiduidad en ninguna otra tertulia, a lo que surgían demás interrogativas como: ¿por qué aún calzaba el gabán y los guantes dentro del domicilio? O ¿de qué manera había llegado —o quien le había guiado— hasta ahí?
Se dirigió en su dirección con toda la intención de solventar el tema en cuestión pero de la forma más discreta tropezó con él adrede y lo siguiente que hizo, fue pedirle encarecidamente que le perdonase por prestar muy poco cuidado al camino.
—Ne vous n'inquiétez pas à ce sujet, madame —le dijo Tooru Oikawa seductoramente. La escudriñó pausadamente y sonrió de manera afable y ella aunque quiso, se vio incapaz de hacer pregunta alguna; la había dejado turulata hasta los tuétanos y sumamente encantada a la vez. Se despidió con una reverencia incompleta, se alejó al menos cinco pasos, vacilante, ladeó el rostro hacia atrás. Sonrió y Tooru Oikawa correspondió el gesto del mismo modo con la única diferencia, que en sus labios no perduró tal mueca por mucho tiempo: sino que se desvaneció con cierto aire melancólico al mismo instante que clavaba la mirada en el suelo.
Después casi en seguida, Kentaro Kyotani apareció en la sala —tras unos minutos de extensa charla con su padre en un estudio ubicado en el centro de la residencia— luciendo más sosegado, puesto en sus cabales, apaciguado. Pareció estar a punto de manifestar algo, sin embargo se mostró inseguro, frunció el seño distraídamente como si cavilara en sus vocablos. Finalmente no dijo nada, comenzó a caminar; pero Tooru Oikawa comprendió muy bien su silencio además de sus movimientos y no le hizo ninguna pregunta, en su lugar le siguió con la misma actitud de reserva.
Poco más adelante escuchó el hilo postrero de un discurso —basado en la miseria de algunos y la fortuna de otros— que captó su atención en demasía.
—…sin embargo —fueron las palabras—, encuentro injusto afirmar que las personas pobres no merecen ser pobres. Es decir, pasan la mitad de su vida en conformidad con la necesidad y no se han esforzado ni la cuarta parte que ustedes o yo. En tales circunstancias, la miseria es algo tanto merecida como inevitable.
Al terminar el hombre de hablar, el público —grupo de hombres muy ricos además de influyentes— ensombreció un poco. Rostros taciturnos y grises se dejaron entrever en más de uno, entrecejos contraídos, cabezas gachas y un asentimiento lánguido y maquinal. Transcurrido poco tiempo, Hajime Iwaizumi, quien se hallaba entre ellos, procedió a hablar sonriendo oblicuamente.
—Recordemos —replicó él—, que no todos hemos coincidido en oportunidades o expectativas de vida, pero... —y entonces se interrumpió abruptamente.
Resultó que Hajime Iwaizumi, hombre de treinta y cuatro años, pudiente, de mirada impersonal, era conocido de la familia de Kentaro Kyotani, por ello, una vez que lo tuvo en frente, —el lector recordará perfectamente que el muchacho se dirigía hacia la salida secundado por Tooru Oikawa— suspendió prematuramente su discurso y desvió la mirada hacia él, al tiempo que fruncía el ceño con sorpresa amable. Los ojos inquisidores de los oyentes fueron puestos en el discursante, inquietos, destellando cual hogueras enardecidas por un vendaval de palabras, incluso Tooru Oikawa quien no se pasmaba fácilmente ante cualquier locuacidad, no apartó su mirada de él mientras estuvo hablando.
—Caballero, que gusto verlo por aquí.
Hajime Iwaizumi posó su mano izquierda afectuosamente sobre el hombro de Kentaro Kyotani y después le extendió su diestra. El mancebo levantó a penas la cabeza para estrechar su palma, sobremanera crispado, sin embargo era incapaz de ultrajarlo de cualquier modo, pues se hallaba acostumbrado a él desde su adolescencia: cuando al llegar a su domicilio le encontraba tomando el té junto a su padre y éste último le pedía encarecidamente su influencia, excusando que era la indicada para el muchacho. Como un dato especial agregaré que también había sido como su instructor durante su niñez. El infante le tenía hondo apego además de admiración pero al ir creciendo menguó toda muestra de estimación —al menos de parte del muchacho—, y a pesar de ello, a la fecha le guardaba tanto respeto como obediencia.
Kentaro Kyotani siguió sin hablar. Los ojos de Hajime Iwaizumi comenzaron a escudriñarlo tempestuosamente, yendo y viniendo en su figura sin delicadeza o tapujos, luego, observó los rostros de los espectadores despaciosamente con un gesto de gravedad que no desapareció sino hasta que puso la mirada nuevamente en él. Le pasó el brazo izquierdo sobre los hombros dando la espalda a los demás y comenzó a guiarlo lejos de ellos con cuidado de ser indiscreto. Y he aquí que le reprendió severamente por su excentricidad cuando se vieron separados considerablemente.
—Tu necedad, hijo, me ha dejado en demasía apenado —Kentaro Kyotani se removió con impaciencia y entonces la mirada de Hajime Iwaizumi se tornó compasiva mientras buscaba sus ojos. Hizo un silencio y concluyó diciendo con una voz suave pero firme al tiempo: «No seas, bajo ninguna circunstancia, motivo de vergüenza para tus padres». El muchacho luego asintió.
— ¿Ahora puedo marcharme? —agregó recurriendo a un timbre entre seco e indiferente. Hajime Iwaizumi le emancipó al instante y palmeó vigorosamente su espalda a modo de despedida.
Tooru Oikawa tenía en el rostro una mueca de seriedad y asombro. Lo describiría a mi lector como una cosa más psicológica que física. Él se había fascinado hondamente por el humanismo filosófico de Hajime Iwaizumi, sin embargo no le había dirigido una palabra —no directamente— le percibía como un hombre que con sólo sus gesticulaciones demostraba su buen proceder además de un excepcional adiestramiento. Él mismo en su presencia había sentido pudor por su oficio.
Cuando lo creyó oportuno, miró a los eruditos —ellos por cierto, se veían entre sí con los ojos casi desorbitados mientras comentaban en voz inaudible un sermón poco elocuente que desaprobaba no sólo el aspecto grotesco de Kentaro Kyotani sino también el hedor que desprendían sus prendas— e inclinó su cabeza con suma reverencia y los ancianos al enterarse, le devolvieron el gesto solemnemente.
Tooru Oikawa solía recordar con cierta sorna y desinterés, fingido desde luego, que esa noche, al transitar al lado de Hajime Iwaizumi, lo miró fijamente por escasos dos o tres segundos y como esperó del último, le sostuvo la mirada impávidamente y con exceso orgullo. Ello no le agobiaba sin embargo sentía algo parecido a estima o respeto por aquella predicación referida anteriormente. Alocución erróneamente comprendida —que en breve me dispongo a esclarecer— además de promotora de conclusiones apresuradas de parte suya. Las palabras que hubiese dicho Hajime Iwaizumi una vez, sin agregar ni una tilde, ni una jota, —Dios no lo permita— fueron estas:
«Recordemos que no todos hemos coincidido en oportunidades o expectativas de vida, pero no se preocupen, definitivamente nosotros tuvimos las mejores».
Lamentablemente esa cita fue reincidida en sociedad por esos días —y esa noche misma— de manera jocosa. Era una mofa.
Si bien es cierto Hajime Iwaizumi no era un filántropo, como Tooru Oikawa lo imaginaba indirectamente, tampoco era un déspota, al contrario, le guardaba sumo respeto y cierto escepticismo también a la servidumbre.
Pero aunque el mancebo se enterara más tarde que se había inventado un concepto equívoco de él, aquello ya no tenía vuelta de hoja.
Semanas después a partir del primer encuentro en el mes de enero, tuvo la oportunidad de coincidir por segunda vez con Hajime Iwaizumi, por motivos de trabajo, en un restaurant y cinco días luego, un miércoles, volvió a encontrarlo en un emplazamiento distinto por tercera vez. Por azares del destino, esa noche intercambió algunas palabras con él, lacónicas por supuesto; pero palabras al fin y al cabo. Al parecer Hajime Iwaizumi estaba ya de salida cuando ocurrió el altercado. Sintió una mano sobre su hombro y al volverse miró un ligero rictus en el rostro de Tooru Oikawa, se quedó cejijunto un segundo hasta que notó las manos del mancebo extendidas hacia él. «Me parece que este billetero le pertenece, Monsieur» Y él se tocó el gabán presurosamente. «Merci beaucoup».
Después de tan intrascendentes aproximaciones las manifestaciones públicas de Hajime Iwaizumi mermaron completamente. Se había esfumado como un sueño que esporádicamente se olvida menos la agitación que deja de la noche anterior. Durante un tiempo Tooru Oikawa se afanó en demasía con la idea de Hajime Iwaizumi hasta el punto de crearse monólogos y sermones internos preparados —cómo decía él— para el momento propicio. Hallaba en esperar su encuentro, una alegría inusitada que le borboteaba los fluidos, pero a veces sentía un escozor en el pecho y unas ganas malditas de salir a buscarlo él mismo cuando la expectación se hacia insufrible.
Cerca del albor se quedaba sentado, cavilando por largo rato, ocasionalmente horas, mudo e inmóvil, de pronto comenzaba a mover la boca sin llegar a gesticular una palabra coherente, luego solemnemente hacia ademanes con las manos y terminaba soltando un rictus alto y grave. Al fin alcanzó el éxtasis máximo al reconocer que el verdadero motivo de su admiración era una ilusión bastante mórbida por cierto, donde ponía a prueba al honorablísimo caballero —porque sabía de fuente fidedigna que era un hombre con una reputación intachable y de buen juicio—. ¿Temía Job a Dios en vano? ¿Puede el hombre conservar sus propios ideales, su pudor, y su benignidad tras duras pruebas? ¡De ninguna forma! Ni aún Hajime Iwaizumi se halla exento de ello. Es un ser humano por ende con la misma naturaleza morbosa e inoculada y cualquier hombre arrinconado es inferior a una bestia salvaje.
Empero tan ansiado encuentro no ocurrió sino hasta inaugurado el mes de febreroal concluir la función de un pianista y compositor de origen italiano, que pasaba en esa época por la ciudad. Habían venido a verle desde muchos recónditos lugares de Europa, a la par que personas pertenecientes a tribus favorecidas en fortuna o poseedoras de un título venerable; pero no hablaré de ello sino que rápidamente continuaré con mi crónica. En el vestíbulo principal cuando los transeúntes comenzaron a retirarse del emplazamiento, Hajime Iwaizumi se encontró fortuitamente con la presencia del mancebo. El último lo miró largo rato con ojos serios y cierto aire retozón, luego torció la boca en un rictus ligero, volvió el rostro a su compañera, ipso facto, haciéndole un arrumaco sobre la piel desnuda y blancuzca del cuello. Cejijunto, Hajime Iwaizumi le contempló con ávida curiosidad durante un tris después, sin embargo se sintió familiarizado con el rostro y la facciones del muchacho, ignoraba su identidad además que en ese instante—hecho curioso— no saltó a la vista su acompañante.
Abro un breve paréntesis para presentarle al lector antedicha mujer quien era una madame de unos cuarenta y pico de años, ceñida en una pelliza larga hasta las pantorrillas, estilosa y con un donaire a la hora de hablar nada convencional. Tooru Oikawa fijaba la mirada en todos, contemplaba con cierta gracia a las señoras, escuchaba algún apellido de renombre —los cuales me limito a mentar— pero daba particular cuidado a Hajime Iwaizumi, esto es, por lo menos, en qué dirección se encaminaba o los próceres cualesquiera, con los que entablaba diálogo.
Fortuitamente le observó retirarse hacia la calzada, y sin poder resistir la tentación de reunirse con él y sin cejar sus designios para con éste, lo siguió silenciosamente hasta fuera del emplazamiento; pero al verlo en el filo del andén, solo y con un palpable aspecto meditabundo, todo el denuedo y la malicia y todo lo impulsivo e imprudente quedó en el olvido tan rápidamente, hasta el punto de hacerle gracia lo prosaicos que eran tales sentimientos. Se sumió al momento con tanta apacibilidad y con tanta normalidad que en su criterio, el otro no le hubo advertido. Se colocó un cigarrillo al borde de la boca mientras se palpaba los bolsillos de la levita, ulteriormente, frunció el ceño irritadamente o poco menos. Hajime Iwaizumi llamó su atención aclarándose la garganta, y le aventó un encendedor automático cromado, luego dejó caer una colilla y la pisó displicentemente y se quedó en silencio con la mirada clavada en el suelo. Tooru Oikawa, silente, le hizo una reverencia cual gratitud, sumamente anonadado y pálido y tras la primera calada que le diera al cigarrillo, se quedó contemplando sus pesarosos ojos reflectados en el encendedor. Pensó en este como un artilugio muy arcaico con un talente americano bastante utilizado durante la Segunda Guerra Mundial. Finalmente se sonrió con una pizca de ironía.
A caso fue la solemnidad del momento o la extrañeza que provocaron en él tales acciones que, se predispuso a introducirse conjuntamente mientras le devolvía el chisquero; sin embargo segundos antes de efectuarse aquello, germinó el eco de una alarma de auto. Hajime Iwaizumi se pasó la mano por la frente con tedio, caminó hasta el final de la calle y dobló al costado y después no regresó.
Al día siguiente del suceso, lo halló en el café de Les Deux Magots de Saint-Germain-des-Prés, sentado en una mesita de caoba con el rostro sumergido en el boletín oficial y un cariz sereno. Tenía el entrecejo levemente contraído como debatiendo algún asunto, acompañado de un ligero encogimiento de hombros.
Tooru Oikawa se aproximó a él con gran cautela, a su vez tenía cierta confianza en sí mismo. Confiaba en sus conocimientos nada comunes y la pericia de reconocer el momento oportuno para hablar: igual que un perro, con el tiempo sólo se aprenden nuevas mañas, se pulen las tretas tradicionales, etcétera.
Estando cerca de él, pudo notar que era un hombre de cara ovalada. Además de un extenso mentón, tenía la frente surcada por una rugosidad bastante pronunciada, tenía, igualmente la nariz pequeña. Sobre el tablero había una taza de porcelana blanca y pequeña, por añadidura, el café negro estaba intacto.
— Bonjour, Monsieur —dijo el mancebo buscando la mirada del interlocutor. Hajime Iwaizumi, oculto tras el periódico, se estremeció ligeramente en su asiento. Levantó la vista con pausa y sosiego a la vez que cerraba maquinalmente le journal. Después lo puso sobre la mesita y desconcertado, contempló al muchacho con una sonrisa casi impalpable. Era por cierto, una mañana peculiar en tiempo de deshielo, húmeda, gris.
— ¿Lo conozco?
Así pues sucedió, a la larga, que Tooru Oikawa alargó el encendedor cromado, añadiendo —con una voz que sonó tanto cordial como avergonzada— que al tropezar con él casualmente, se dispuso a devolverle el artilugio en buen estado, mismo en que fue concedido, y que la noche anterior no pudo ser devuelto por agentes externos. El interlocutor lo contempló gratamente admirado, finalmente se sonrió. Por añadidura, hizo aspavientos con las manos.
—No se preocupe, usted, por eso. Siéntase libre de conservarlo.
Estaba a punto de marcharse el muchacho cuando se levantó rápidamente de su asiento. Con presteza le alargó la palma como un gesto de caballerosidad y contempló que el mancebo merecía a lo poco, conocer su nombre de pila.
—Hajime Iwaizumi.
—Tooru Oikawa. Un placer.
Hey! Si leíste y/o dejaste un review, ¡Gracias! Después de años sin escribir una jota, se me ha venido la inspiración con esta pareja, no estoy familiarizada con ello; pero ya vemos que pasa. Es una historia cortita y digo yo, que está inspirada en la música de Ludovico Einaudi. Así que siéntanse libres -en realidad deberían- escuchar tanto los títulos de los próximos capítulos como el nombre en sí del fanfic. Está ambientado en Francia y además tiene sus cositas, así que paciencia con mi fránces suuuuper básico. Para todo lo demás usar traductor XD
De antemano mis disculpas por lo arcaico que pueda sonar y ¡nos leemos!
