KIBÔ NO YUME

Pairings: Takeru/Hikari/Daisuke - Taichi/Sora/Yamato - Koushiro/Mimi/Joe - Miyako/Ken

Advertencias: AU (Universo alterno)

Disclaimer: Digimon y todos sus personajes no me pertenecen (gracias a Dios). Son propiedad de TOEI Animation.

¡Hola, gente! Bueno, qué decir: Digimon fue uno de los animes de mi infancia, puede que el que seguía más y con más emoción, por eso me sorprende que aún no haya escrito ningún fanfiction sobre él O.o. Espero hacerlo bien, porque es una serie que vale la pena XD. El problema más grande que he tenido es que los nombres en mi país tenían la versión americana y no me gustaban como suena, pero a veces se me escapan y los mezclo con los japoneses u.u. Intentaré evitar este error XD

Por cierto, el título "Kibô no yume", según mis nociones MUY básicas de japonés viene a significar algo como "sueño de esperanza" o algo así. Lo sé, título cutre donde los haya, pero a mí me gusta XD

Ala, espero que disfruteis mucho n.n

Capítulo 1: Kage - Sombra

En sus sueños ardía.

El fuego se expandía en cada rincón de su visión, cubriendo las profundas tinieblas con el rojo latir de las llamas. Sin embargo, no era una sensación desagradable.

Se sentía emocionado, eufórico y libre como un halcón al vuelo. Se sentía vivo, más vivo que en cualquier momento de su monótona realidad.

En sus sueños ardía, y recorría sendas plagadas de incendios, bellas manifestaciones de fuego que creaban siluetas ardientes y efímeras, que se disolvían con un sólo parpadeo. Pájaros de colas llameantes, dragones que escupían llamas, árboles que se carbonizaban con una hipnótica facilidad.

En ocasiones extendía la mano para tocar aquellas huidizas formas ardientes, y entonces entraba a formar parte de aquel idílico infierno. Nunca se quemaba. Simplemente se unía al fuego eterno en una perfecta y gloriosa comunión

En sus sueños ardía, y no siempre deseaba despertar.

Sin embargo, el despertar llegaba.

Parpadeó un par de veces para ser enteramente consciente del lugar en el que estaba y de qué hora era. Se incorporó con cierta pereza entre las sábanas y visualizó el reloj luminoso que descansaba en la mesilla de noche. Ahogó un quejido adormecido y volvió a hundir la cabeza en la almohada. Se cubrió la cabeza con las manos y emanó un largo suspiro de agotamiento, tanto mental como físico.

Descubrió que aún tenía la respiración alterada, y el corazón le latía furiosamente en el pecho, desbordado de excitación. Un calor rugiente y casi palpable recorría cada centímetro de su ser. Descansando en su cama en aquella mañana de octubre, Taichi Yagami supo que algo no encajaba en su vida. Algo que escapaba a su comprensión y a las leyes racionales que le habían impuesto desde pequeño.

Llevaba años teniendo sueños semejantes. Se repetían hasta la saciedad en la inmensidad de su conciencia dormida. Escenas en las que ardía en simbiosis con alguna fuerza latente y antigua como los cimientos del mundo. Sin embargo, aquellos sueños no parecían corresponder con la realidad.

Si ponía la mano en el fuego, se quemaba. Y el hecho era que dolía, y no sentía para nada la sensación de éxtasis que vivía cada noche, sumergido en aquel mundo totalmente suyo. Si bien era cierto que las llamas le atraían de un modo irresistible, hasta el punto de no poder dejar de mirarlas, nada era como en las noches, cuando su mente se liberaba y vagaba libre por aquellos infiernos que a él le parecían fascinantes.

Suspiró de nueva cuenta. Debía estar volviéndose loco.

Una mano tímida golpeó la puerta de la habitación, más al no obtener respuesta, la persona del otro lado se adentró en la estancia sin permiso. Su hermana Hikari apareció en el umbral del cuarto, con un camisón blanco que le llegaba hasta las rodillas. Algo despeinada y soñolienta, se frotó los ojos y miró al chico con cierto aire de sorpresa.

Oni-san, ¿no deberías estar en el entrenamiento del equipo? -sugirió la chica con agudeza.

La mente de Taichi tardó unos instantes en asimilar el impacto de sus palabras. Sin embargo, en cuanto logró comprender qué le había dicho la chica, su cuerpo se puso en marcha por sí solo. Casi saltó de la cama al armario para abrir las puertas compulsivamente y sacar el uniforme de fútbol, con su nombre y número en el dorsal, y los demás complementos que tal deporte requería.

–Mierda, no me acordaba de que hoy habíamos quedado -se explicó, manteniendo el equilibrio a duras penas mientras se calzaba las deportivas claveteadas.

–Ya lo suponía -se encogió de hombros Hikari, con una expresión de resignación-. Bueno, pues deberías darte prisa si quieres llegar a tiempo -añadió, antes de cerrar la puerta y salir del cuarto.

El chico terminó de ponerse la camiseta de malos modos y se colocó las gafas de aviador que llevaba a todas horas por mera costumbre. Después salió como una ráfaga de su habitación, saludó efusivamente a su madre y se lanzó a la calle, corriendo tan deprisa como daban de sí sus piernas.

No le convenía precisamente llegar tarde al entrenamiento, especialmente porque Sora le mataría, a ser posible de la forma más cruel que se le ocurriera.

Sora Takenouchi era su mejor amiga desde que tenía memoria. Habían crecido juntos desde el jardín de infancia e incluso habían ido varias veces a dormir uno a casa del otro. Eso fue, por supuesto, antes de que la chica se mudara unos cuantos años atrás, debido a la muerte prematura de su padre por un accidente de coche. No obstante, habían coincidido en el mismo instituto y, sorpresivamente, ambos estaban en el club de fútbol del centro. Aquella temporada el campeonato se jugaba con equipos mixtos, así que se encontraban en el mismo equipo.

Y si había algo que Sora no soportaba era la impuntualidad.

Sumergido como estaba en sus pensamientos, Taichi apenas reparó en el semáforo en rojo y empezó a cruzar el paso de peatones que separaba su manzana del parque de enfrente. No advirtió su error hasta que escuchó el impresionante frenazo de varios automóviles. Confundido, miró hacia su izquierda, notando de pronto un peso en el estómago. Como era de esperarse, el primer vehículo que había esperado a cruzar tuvo que derrapar de forma increíble para no embestirle.

Era una bicicleta, y el frenazo fue tan brutal que quien la llevaba se vio despedido hacia delante, aterrizando en un lío de brazos y piernas sobre el asfalto. Taichi se llevó la manos a la cabeza, aterrado, moviéndose nerviosamente sin saber qué hacer. Notó un impresionante alivio cuando el joven que había llevado la bicicleta se incorporó, frotándose la cabeza dolorida. Parecía ileso, lo que no dejaba de resultar milagroso.

–¿Te has hecho daño? -sugirió Taichi, corriendo hacia él-. Lo siento, estaba despistado...

–Tranquilo -le calmó el chico, poniéndose en pie con cierta agilidad-. También ha sido culpa mía por no mirar...

El muchacho se dio la vuelta y se puso a recoger los paquetes que había llevado en la cesta trasera de la bicicleta. Taichi se ofreció a ayudarle, pero el chico parecía ir demasiado ajetreado y se apresuró a marcharse lo más rápido que pudo, pedaleando con presteza.

Él, por su lado, se apresuró a marcharse. Definitivamente, Sora iba a matarle.

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Lo dolía la rodilla al pedalear, pero nada podía hacer por evitarlo. De hecho daba gracias al cielo porque el batacazo sólo le hubiera dejado aquella insignificante secuela.

Manteniendo recto el rumbo de la bicicleta, consiguió desdoblar al mismo tiempo un papel en el que llevaba apuntada una dirección y la leyó. Tuvo que pararse a preguntar por aquella calle, y descubrió con exasperación que la había dejado atrás hacía ya rato. Dio la vuelta a una rotonda y descendió por la misma calle, hasta que llegó al parque en el que había sufrido el leve accidente. Bajó de la bicicleta con un paquete en las manos y se dirigió a toda prisa hacia la dirección apuntada. Si no se daba prisa, ni llegaría a clase ni cobraría el encargo.

Takeru había empezado recientemente a trabajar como repartidor de paquetes pequeños para una empresa de transportes. No le daba para mucho, pero servía para tapar los huecos que el trabajo de secretaria de su madre no alcanzaba a cubrir. A sus quince años, todas sus ganancias iban destinadas a permitirse estudiar en el instituto.

Su padre se había marchado cuando él era muy pequeño, llevándose consigo a su hermano mayor, Yamato. Apenas recordaba nada de éste, sólo algunas imágenes sueltas de tardes en el jardín, cuando él jugaba con piezas de construcción y su hermano tocaba la harmónica.

Sonriendo de forma melancólica, subió al trote unas escaleras y llegó al primer piso. Se detuvo ante la puerta que rezaba "familia Yagami" y se ordenó un rebelde mechón rubio para parecer formal. Pulsó el botón y esperó en silencio, tamborileando con los dedos sobre su entrega. La puerta se abrió en menos de un minuto y una chica apareció en el umbral. Llevaba un uniforme de instituto, verde oscuro, con el cuello desordenado, al parecer a medio colocar.

–Buenos días. ¿Qué querías? -sugirió.

–Hola. ¿Está... Yagami Hikari-san? -preguntó el chico, alzando la vista hacia ella.

–Sí, soy yo -se encogió de hombros la aludida.

–Ah, perfecto -concedió Takeru, buscando un bolígrafo en su bolsillo. Le tendió un papel con algunos datos y señaló dónde debía firmar-. Sólo necesito una firma aquí.

Comprendiendo en el acto, la chica se apresuró a inclinarse y a coger el bolígrafo de las manos del chico.

Sucedió. Se rozaron levemente, apenas una diminuta porción de un dedo. Sin embargo, las sensaciones que sucedieron entre ambos les inundaron como un torrente a modo de un místico e inexplicable estallido de energía invisible. Pero, casualmente, sólo uno de ellos percibió aquel anormal contacto.

Takeru alzó la vista, mirando fijamente a la muchacha. Ella no le prestaba atención, sino que estaba más ocupada dejando su firma en el papel, con una caligrafía curva y estilizada, algo irregular. De pronto se dio cuenta de que no podía apartar los ojos de ella, y se avergonzó de su expresión bobalicona, pues siguió con la boca entreabierta incluso cuando Hikari se incorporó y le miró con una sonrisa cortés, tendiéndole el boli.

Tenía los ojos de un color cobre profundo, más cercano quizás al rojo de la sangre. Translúcidos y brillantes como la superficie de un espejo. Eran puros, y parecía que no conocían maldad o sentimientos oscuros. Era la mirada de una niña.

–¿Me das el paquete, por favor? -sugirió Hikari, notando el ensimismamiento del chico-. Es que tengo que acabar de arreglarme para ir al instituto...

–Ah, sí, perdona... -se disculpó Takeru, frotándose la cabeza y tendiéndole la entrega-. Siento mucho haberte hecho perder el tiempo. Hasta otra -se despidió.

Después, algo inseguro, descendió las escaleras que llevaban de nuevo a la calle. Mientras subía a la bicicleta y se daba impulso para lanzarse calle abajo, reflexionó en aquel efímero pero intensísimo contacto. Una sensación desconocida y, a bien seguro, nada natural. El corazón aún le latía ferozmente en el pecho, y la respiración agitaba la indicaba que nada de lo sucedido había sido producto de su imaginación.

Suspiró y aceleró la marcha. Media hora más tarde tenía que estar en el instituto. Alcanzar aquella meta le parecía, en aquel momento, totalmente imposible.

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Hikari Yagami se volvió con aquella misteriosa entrega entre las manos. Lo cierto era que no había encargado nada, y tampoco sabía de nadie que quisiera mandarle algo. Sacudió el paquete cuidadosamente envuelto: apenas pesaba y sonaba como si estuviera totalmente vacío. No tenía remitente.

Suspiró y se dirigió al cuarto para terminar de vestirse. Se anudó bien el cuello del uniforme y se arregló la falda desordenada. Se subió los calcetines hasta las rodillas y se calzó los zapatos negros. Volvió sobre sus pasos a la cocina y se sentó en la mesa con un vaso de leche tibia y unas galletas. Mientras masticaba, no dejaba de darle vueltas al misterioso paquete. Lo miró allí sobre la vitrina del recibidor, silencioso y quieto, como era lógico. De algún modo, la simple presencia de aquel objeto en el cuarto la hacía sentir nerviosa. Era como si absorbiera toda su atención y la obligara a pensar en él.

Cogió la caja entre las manos y retiró el envoltorio con suma lentitud. Tenía un nudo en la garganta que no podía explicar. Se sentía estúpida, inquieta por algo tan irrisorio como un envío de correo. Una vez tuvo la caja desnuda frente a sí, un simple trozo de cartón marrón, sintió que su vergüenza aumentaba. No era nada del otro mundo. Negando con la cabeza para sí misma, retiró las solapas y miró al interior.

La estupefacción y la inquietud se abrieron paso en su ingenua mente. Sin apenas respirar, introdujo la mano en la caja y sacó el único objeto visible. Lo miró por unos instantes, sin comprender su significado. Decenas de ideas se agolparon en su cabeza, pero ninguna parecía tener sentido.

Se sobresaltó al percibir la alarma del reloj digital. Algo confundida, cogió la cartera y guardó el inquietante presente en ella, saliendo de casa segundos después. En su rostro de porcelana podía apreciarse una mueca de disgusto y fastidio.

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Mirándose en el espejo de cuerpo entero de su cuarto, Takeru Takaishi se ajustó bien el cuello de la camisa blanca y procedió a ponerse la chaqueta verde por encima. No le gustaba especialmente llevar aquel tipo de ropa: preferiría cualquier pantalón de deporte o unas deportivas antes que aquel traje y sus pulcros zapatos negros. En su opinión, aquella indumentaria era demasiado estirada, pero el resultado era pasable. Se peinó con los dedos el flequillo rubio sin muchos resultados y sacó la corbata del pequeño armario, pasándosela por detrás del cuello de mala manera.

–¿Takeru? -sugirió de pronto una voz femenina tras la puerta cerrada-. ¿Ya estás listo? Vas a llegar tarde.

–Ya me voy, mamá. Estoy casi listo... -informó el chico, tratando desesperadamente de anudarse correctamente la corbata del uniforme.

Cuando Natsuko entró en el cuarto de su hijo, sintió una profunda sensación de anhelo apoderarse de su ser. Ante sus ojos, los años habían corrido para su hijo, convirtiéndole en todo un hombrecito. En su memoria, hacía apenas unos días que el adolescente era sólo un bebé de enormes ojos azules que aprendía, tambaleante, a dar sus primeros pasos. Y sin embargo ahora estaba allí, vestido con un elegante uniforme, dispuesto a empezar una nueva vida en un nuevo instituto.

Suspiró con profundidad y admiró en silencio la fortaleza de su retoño. Takeru había crecido prácticamente toda su vida sin una figura paterna a la que amoldarse. No obstante, era un hijo del cual ella podía sentirse orgullosa. Lo supo cuando él giró la cabeza para mirarla y le obsequió con una sonrisa deslumbrante y sincera, llena de esperanza.

–Temía haberte despertado -se disculpó la mujer.

–No, qué va -repuso Takeru, tirando de unos de los extremos de la corbata-. He ido a entregar un pedido que me dejé anoche a última hora. No me ha costado más de media hora.

El chico creyó conveniente ocultar lo acontecido con aquel chico en el paso de peatones. Su madre era en ocasiones excesivamente sobre protectora y no era necesario angustiarla por algo tan nimio. Notó el roce de las manos de su madre sobre los hombros, y contempló su reflejo para verla tras él, eternamente velando su sombra, con una expresión maternal y dulce que había permanecido inalterable en el tiempo.

–Qué guapo estás -susurró Natsuko con una sonrisa triste-. Apenas me creo que hayas crecido tanto. Mira -sonrió, levantándole la mano y señalando el puño de la camisa-. Has vuelto a dar otro estirón. Sólo hace dos semanas que te lo encargué y ya te va un poco corto.

Los ojos azules de la mujer se posaron con feliz resignación en el nudo chapucero de la corbata. Sonrió para sí misma, deshaciendo el intento de lazo para rehacerlo adecuadamente. Takeru la miró hacer, abstraído. Aún era algo torpe para ciertas cosas, y es que había crecido siendo un niño de mamá, sin necesidad de hacer prácticamente nada por su cuenta.

Sumergido en aquel momento de paz y despreocupación, el joven se sintió de nuevo un niño en el abrazo de su madre, envuelto en un seno protector que le servía de mampara ante el mundo corrupto de fuera.

Pero ya no más. Hacía tiempo que había dejado atrás aquella fase, o al menos eso quería creer.

Era hora de proteger y no de ser protegido.

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El timbre sonó por encima de los gritos de los estudiantes, y entonces la marabunta de cuerpos y sonidos pareció acallarse. Los alumnos se dirigieron, con más o menos obediencia, a sus aulas, convirtiéndose en un todo teñido de verde debido a los uniformes.

Los institutos de Tokio estaban superpoblados, una situación que conseguían sobrellevar bastante bien con una disciplina lo suficientemente férrea. El Instituto de Odaiba Sur no era precisamente una excepción, y aquello quedaba patente cada mañana, cuando las decenas de motocicletas detenían sus motores en la puerta y los estudiantes bajaban, charlando animadamente, algunos incluso haciendo demostraciones de sus deportes favoritos.

Hikari se apresuró a abrirse paso entre la multitud, aunque no era una empresa fácil. Recibió codazos por todas partes y tropezó un par de veces. Nunca había tenido aquel tipo de problemas, ya que siempre acudía unos cinco minutos antes de la hora punta. Consiguió escaparse del pasillo principal para llegar a un corredor más desierto, respirando con dificultad y aferrando la cartera bajo el brazo. Se llevó una mano al pecho en un intento de expandir los pulmones, pero entonces alguien cerró una taquilla cerca de ella, dándole un susto de muerte.

–Hikari-chan, ¿aún no estás en clase? -sugirió una voz masculina.

Pertenecía a un muchacho de su misma edad, de cabellos oscuros y revueltos y aspecto dinámico. La chica respiró con alivio al reconocerle. Lo cierto era que la inquietud de aquella mañana no se había desvanecido, y empezaba a sentir que se volvía paranoica, como si cualquier cosa de su predecible rutina fuera a transformarse en una amenaza.

Daisuke la miró con curiosidad, notando que no gozaba de su habitual luz interior. El adolescente aún llevaba el uniforme de fútbol, detalle que no le pasó desapercibido a Hikari.

–¿Has estado entrenando? -le sugirió en un hilo de voz.

–Sí, con tu hermano -se encogió de hombros Daisuke, haciendo girar un balón de fútbol con su dedo índice como único apoyo-. Fue él el que propuso que entrenáramos con los de último año.

–A Taichi siempre se le ocurren ideas como esa. Después suelen ser un desastre, pero... -musitó Hikari con una sonrisa pasajera.

–¿Vamos a clase? -sugirió Daisuke, deteniendo la pelota entre los dedos de su mano izquierda.

Se dirigieron hacia el ala oeste del edificio, donde estaba la clase de tercero C. Cruzaron un pasillo abarrotado de alumnos de primer curso, que en comparación con ellos parecían diminutos, y avistaron el aula. Daisuke se dirigió dando pasos rápidos y desgarbados hacia la puerta, pero antes de poder entrar chocó de cabeza con alguien que intentaba entrar al mismo tiempo, llegando justo desde la otra punta del pasillo.

Daisuke tuvo que aferrarse al marco de la puerta para no caer sentado en el suelo, más el impacto no logró tumbar al otro, que le sacaba casi una cabeza al joven.

–Eh, tío, ve con más cuidado... -masculló Daisuke, frotándose la frente dolorida.

Pero, a diferencia de su compañero, Hikari miraba al otro muchacho con una expresión perpleja, estática, como si una increíble coincidencia acabara de manifestarse ante sus ojos.

Y así había sido. El mismo joven que había llamado esa mañana a su puerta como repartidor estaba en aquel momento frente a ella, ataviado con un uniforme demasiado corto para su estatura. ¿La diferencia? Parecía otra persona.

Demasiado formal. Y eso hablando de forma objetiva.

El adolescente sonrió al reconocerla, y después le tendió una mano a Daisuke para ayudarle a incorporarse. Éste le miró con cierto aire de desconfianza. Era obvio que para él las primeras impresiones eran importantes, y con aquel desconocido no había "chocado" precisamente bien.

–Perdona, ha sido sin querer -se excusó el rubio, con una sonrisa culpable-. Soy nuevo y no encontraba la clase. Tenía miedo de llegar tarde. Soy Takeru Takaishi, encantado -añadió, tendiéndole una mano.

–Daisuke Motoyima -se presentó el otro, estrechándola la mano con más fuerza de la necesaria mientras fruncía los labios.

Después, la mirada azul del muchacho se puso en la chica, que seguía de pie en el mismo sitio que al principio, con una mano retraída sobre el pecho. Takeru sonrió con cortesía y también le tendió la mano.

–Hikari Yagami, ¿no? Supongo que aún te acuerdas de mí -rió levemente.

La reacción de la chica fue totalmente opuesta a la que él esperaba. Lejos de responderle con simpatía, giró sobre sus talones y se adentró en la clase, dejando a Takeru plantado y con cara de absoluta perplexión. Sacudiendo la cabeza levemente, el rubio miró a Daisuke, que aún le observaba con los ojos convertidos en rendijas y una posición amenazadora.

–Oye, ¿de qué conoces a Hikari-chan? -sugirió, con los brazos cruzados y una mueca de sospecha.

Takeru no respondió, pues seguía en su estado de confusión. Se rascó la cabeza sin saber qué hacer. No era precisamente un comienzo memorable para su ingreso en el instituto.

Ambos chicos entraron en clase. Daisuke se apresuró a ocupar el asiento contiguo al de Hikari. A Takeru poco le costó advertir que estaba totalmente colado por ella. Él, por su lado, se sentó en el pupitre que estaba justo detrás de Hikari y colgó la cartera en el respaldo de la silla. Miró derredor con cierto aburrimiento y descubrió a algunas chicas mirándole con curiosidad. No era que fuera nada del otro mundo, pero un rubio y encima nuevo era toda una novedad, y solía llamar la atención.

La clase sucedió sin mayores incidentes. Takeru apenas prestó atención a la explicación sobre el pasado perfecto de los verbos ingleses y dejó de tomar apuntes a la media hora. Su mirada se posó en la espalda de Hikari, sentada frente a él. No podía negar que le había dolido que le ignorara cuando él sólo trataba de ser amable, pero no era esa la razón por la que no dejaba de mirarla. Aún recordaba la fugaz pero chispeante sensación que le había recorrido esa mañana, cuando le había rozado la mano. Rememoraba aquel momento como algo estimulante y contradictoriamente estremecedor a la vez.

Dándole vueltas a aquel asunto, apenas advirtió que el tiempo había corrido y que la clase había concluido. Delante de él, Daisuke se puso en pie y salió a largos saltos de la clase, esperando a su compañera en la puerta. Hikari fue algo más lenta y metió de forma totalmente ordenada sus cosas en la cartera. Antes de que pudiera irse, Takeru se adelantó y le tocó el hombro un par de veces para llamar su atención.

El intenso zigzagueo volvió a aparecer, pero por alguna razón resultó más débil. Sobreponiéndose a aquella sensación, consiguió hablar, aunque con la lengua algo trabada.

–Oye, ¿he hecho algo que te haya molestado? -sugirió, con un tono neutro-. No puedo evitar darme cuenta de que me miras como si estuvieras enfadada conmigo. Creo que no he hecho nada para merecérmelo.

La intensa mirada cobriza de la chica resultaba tibia, incapaz de mostrarse férrea. Era demasiado cándida para mostrar un auténtico enfado, y menos con alguien a quien apenas conocía. Ante todo, no era una persona prejuiciosa.

–¿Sabes? Pareces un buen chico, pero las bromas de mal gusto no son de mi agrado -se expresó Hikari, visiblemente enfurruñada.

Se sorprendió de su propio arrojo. Pocas cosas acostumbraban a ponerla de mal humor, pero la burla de la que había sido víctima esa mañana, seguramente tramada por aquel muchacho, había logrado ponerla nerviosa e intimidarla.

Takeru la miraba con una expresión de absoluta inocencia. Se apoyó con una mano en el pupitre de la chica y se llevó una mano a la cabeza.

–¿De qué broma estás hablando? -preguntó-. Yo no te he hecho nada -juró.

Hikari empezaba a titubear. Sabía que si se estaba equivocando y le acusaba sin razón, quedaría como una absoluta idiota. Inspiró profundamente y buscó algo en su cartera. Sus dedos se cerraron, rígidos, entorno a un papel doblado de color negro azabache. Se lo tendió al chico, evitando el contacto visual con él.

–Esto estaba en la caja que me has traído esta mañana. Sólo había esto -esclareció, alzando levemente la vista-. Estaba segura de que me habías gastado una broma...

Takeru arrugó las cejas, profundamente extrañado, y desdobló el pedazo de papel. En la superficie oscura, resaltaban unos caracteres escritos con algún tipo de bolígrafo fosforescente.

"Hola, Hikari Yagami, luz entre las tinieblas. Dentro de poco me pertenecerás. No lo olvides"

El joven sintió como si le hubieran cortado la respiración. Desde luego era para asustarse, y Takeru comprendió de inmediato el nerviosismo y miedo de la chica. Hikari tenía una mano en los labios, y su mirada rojiza yacía velada entre la inquietud y el pavor.

–Yo no he hecho esto -aseguró Takeru sinceramente-. Yo sólo soy el repartidor. Lo que tenga que llevar y a quién no es cosa mía.

–Pero... ¿quién me ha enviado algo así? -susurró Hikari con voz queda. Tenía los ojos húmedos-. El paquete no llevaba remitente...

El muchacho no supo qué responder. Observó de nuevo el mensaje, negando con la cabeza. Aquello no era normal. ¿Quién se molestaría en enviar una caja por el simple hecho de gastar una broma? Sólo a alguien de mente muy retorcida podía habérsele ocurrido algo semejante.

Miró a la chica frente a sí. Temblaba toda ella como un débil junco expuesto ante la tormenta. Toda la vitalidad y luz que había visto aquella mañana en su mirada parecía haberse disuelto como volutas de humo en el aire frío de una noche de invierno. Y la comprendía: aquella siniestra nota parecía sacada de una macabra película de terror.

Sintió una instintiva necesidad de ayudarla. Quizás fuera cortesía o quizás no, pero el hecho es que se sentía algo implicado en aquel asunto. Sabía que no se sentiría tranquilo hasta que descubriera qué desgraciado se atrevía a jugar así con una chica inocente.

–Oye, tranquila, no te asustes -trató de calmarla, pues sabía que el pánico se transmitía con pasmosa facilidad-. Mira, seguro que ha sido una broma de mal gusto de alguien. Te voy a dar mi correo electrónico, ¿vale? Si volvieras a recibir una nota parecida, no dudes en decírmelo.

Hikari alzó la vista hacia él y le miró con cierto aire de sorpresa. No estaba acostumbrada a que los chicos de su edad se portaran de aquel modo tan familiar con ella, por lo general solían ser más tímidos o cortados. No obstante, la voz de aquel muchacho sonaba sincera y con sentido. Y supo que no le estaba mintiendo. Se apresuró a secarse los ojos húmedos y a esbozar una leve sonrisa de alivio.

Por alguna razón que escapaba a su compresión, se sentía un poco más segura.

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El sol se mantenía rojo por la cercanía del atardecer, flotando de forma etérea sobre el impresionante puente colgante que partía de Odaiba hasta desembocar en Shibaura. Algunos estudiantes del Instituto de Odaiba Sur se bajaron en la parada de autobús que estaba justo al pie de aquella construcción: tres chicos que llevaban bates de béisbol, dos chicas que cuchicheaban y otra más que estaba, aparentemente, sola.

Mientras que los cinco primeros descendieron por la avenida hacia la zona concurrida, la chica solitaria se desvió por una calle lateral, curiosamente vacía. El sol arrancaba destellos diáfanos en su leve melena cobriza. Apresuró el paso, como si una fuerte impaciencia se apoderara de ella. En pocos segundos se encontró corriendo hacia el corazón de aquella calle.

Sus pies se detuvieron poco a poco ante un edificio. Lo observó por unos leves instantes, aunque ya había estado allí varias veces, tantas que no podía contarlas. Reparó efusivamente en las estatuas de lobos tallados en roca que custodiaban la puerta y después subió los tres escalones que elevaban la entrada. Llamó dos veces con fuerza y una con suavidad. Acto seguido, la puerta se abrió con un leve chirriar, dejando entrever detrás una oscuridad tan densa como el centro de un abismo.

La chica se quitó los zapatos negros al llegar al recibidor y dejó la cartera en un rincón. Caminó un poco por el corredor, cubierto por una alfombra de terciopelo azul, hasta que atisbó un fantasmal y tenue resplandor colándose por una rendija del fondo. Sonrió para sí, y la necesidad de llegar a su meta se hizo insoportable y urgente. Casi voló desde donde estaba hasta el umbral y, con un profundo suspiro para coger valor, apoyó una mano en la puerta de ébano y entró.

La recibió un inusual panorama, pero que para ella resultaba tan natural como respirar. Unas sombras casi totales inundaban la estancia, dotándola de una apariencia tétrica. El único punto de luz provenía de una pequeña lámpara, bajo el haz de luz del cual reposaba el único ocupante de la habitación.

La chica sonrió más pronunciadamente y anduvo con pasos seguros y elegantes hacia aquel lugar. Tenía la garganta seca, pero no podía evitar temblar de pura emoción.

–¿He tardado mucho? -susurró-. Lo siento, tenía un examen...

El chico sentado en un sillón de brazos pareció romper su impertérrito semblante por unos segundos y la miró fijamente. Ella casi se estremeció por una mezcla confusa de miedo y pasión al verse reflejada en aquellos iris tan azules como el cielo.

–Vale la pena esperar -musitó como única respuesta.

Su voz fría y totalmente apersonal reverberó en la estancia vacía. La chica sonrió vagamente con dulzura y se sentó en el posabrazos del sillón, esperando, sin borrar aquella expresión tranquila de su rostro. Después, con lentitud, puso la mano en la camisa negra de él y sacó un objeto agudo y reluciente del bolsillo delantero. Lo sostuvo entre sus dedos por unos segundos y después rodeó la hoja de la daga plateada con los dedos de su mano izquierda.

Apretó. El dolor atravesó su mano de un modo punzante. La sangre, roja y brillante, se deslizó por su muñeca y empañó sus dedos.

Miró al muchacho. La excitación titilaba en sus pálidos iris azules. Ella sabía que le costaba resistirse.

Pero no quería que se resistiera. Nunca lo había querido.

Y él la atrajo hacia sí al tirar de su muñeca, hasta que la melena rojiza de la muchacha descansó en el su pecho calmo y helado. Estremeciéndose por las contradictorias emociones, el joven de cabellos dorados acercó su mejilla a la mano de ella. El contacto tibio de la sangre encendió su más primitivo e inexplicable instinto.

–Tu sangre es poderosa, Sora...