Lucy, una inyección de descaro

Lucy estaba asustada… y esa no era, en realidad, una emoción desconocida para ella. Su día siempre estuvo plagado de miedos irracionales y una constante sensación de pánico. Si una persona la observaba… o si ella creía ser observada, al verse en medio de una multitud, rodeada de personas, al tener que hablar: el temor estaba presente en todas sus interacciones sociales.

Sólo que éste miedo era diferente. No era fundamentado por su paranoia, ni alentado por su ansiedad social; no estaba actuando como un escape, sino como una alerta…

Se había visto obligada a tomar el turno nocturno de la librería en la que comenzó a trabajar una vez que el diseño web no le proporcionó los ingresos necesarios.

Era un trabajo tranquilo y solitario, y Lucy estaba agradecida de no tener que lidiar con gente charlatana o excesivamente amigable. Las personas entraban, elegían un libro, ella lo envolvía y recibía el dinero "Gracias, vuelva pronto". Era fantástico, justo lo que ella necesitaba.

Eso cambió cuando el dueño de la librería decidió unirse a la onda "Abierto las 24 horas". Y con su cambio de turno, empezaron los incidentes. En primer lugar, el turno nocturno era mucho más activo que el normal ¿Porqué demonios las personas leían a una hora tan avanzada?, en segundo lugar: Las personas.

Mientras los anteriores clientes eran en su mayoría ancianos cascarrabias en busca de novelas de época, o literatura medieval… los de la noche eran todo lo contrario. Universitarios en la flor de la vida, oliendo a pintura y a algo que Lucy prefería no saber; tenían acalorados debates sobre todo tipo de libros. Lucy recuerda con un sonrojo una particularmente ruidosa conversación sobre Trópico de Cáncer.

¿Quién dice que trabajar en una librería es aburrido? Las discusiones hippies sobre libros eróticos y los adolescentes hiperactivos, eran cosas que la mayoría de las personas encontraría mucho más emocionante que entregar libros aburridos a personas de la tercera edad.

Pero Lucy no era como la mayoría de las personas. Por eso, odiaba trabajar de noche.

Y estaba el minúsculo detalle de ser perseguida por una calle prudentemente desierta.

Al principio creyó que era una vez más su paranoia. Intentó recordar las palabras que le dijo la Dra. Rott, su psicóloga, mientras se pintaba las uñas: "Lucy, recuerda, si te sientes observada, probablemente sólo sea tu mente buscando una escusa para huir. ¿Porqué alguien te observaría, Lucy?"… aunque no era una mujer muy agradable, ella estaba en lo cierto. Sólo era un potente delirio de persecución, ansiedad, pánico; era el hecho de que su cabeza no servía.

Pero, después de caminar tres calles repitiendo "Sólo es mi mente", y observando que esas figuras la seguían para dónde sea que ella fuera, se enfrentó a la realidad: estaba pasando fuera de su cabeza.

En su intento por perder a sus perseguidores, había doblado en calles dónde no había estado nunca. Pasado por avenidas desconocidas, preguntándose cuando se cansarían.

Y se agotaron. Dejaron de jugar con ella, o sus píes comenzaron a doler; porque ahora estaban frente a ella.

Eran dos tipos grandes. Lucy pensó que podrían ser la versión gótica de Las Tortugas Ninja… Lucy pensó que si no estuviera paralizada por el miedo, ni sufriera de tantos trastornos sociales, podría haberse atrevido a bromear con eso.

—¡Hey, chica, tú nos debes un reembolso! —exigió la versión ruda y peluda de Leonardo, la tortuga.

Lucy ajustó su visión a la oscuridad, logrando ver los rostros de ambos sujetos. Se le escapó un bufido de incredulidad.

Tras la armadura de cuero y barbas con vidas propias de esos tipos, se escondían personalidades de lo más románticas. Habían pasado toda la tarde y parte de la noche leyendo la bibliografía de Jane Austen. Habían llorado, reído, y enamorado en el transcurso de su inusual lectura.

Aunque, estos hombres tenían en su cabeza un final muy diferente al original de Orgullo y Prejuicio. Indignados y lanzando gritos pocos masculinos, le exigieron a Lucy un reembolso por la bibliografía entera de Jane Austen.

Las novelas se encontraban manchadas con jalea de fresa, lágrimas, y tenían pequeños corazones dibujados aquí y allá. No había forma de que esos libros volvieran a la estantería. Después de una acelerada discusión, Lucy huyó a la trastienda, se obligó a no entrar en pánico, y regresó a su trabajo. Los libros mancillados habían desaparecido junto a sus dueños.

—¿Escuchaste, niña? ¡Quiero mi dinero devuelta! —el gran hombre blandió un libro dramáticamente— ¡Éste debe ser el peor final en la historia de la literatura… mundial!

Lucy lo miró, repentinamente calmada. Súbitamente, esos hombres ya no le causaban miedo; quizás por el hecho que leer las mismas novelas que leía su abuela le quitaba la agresividad a cualquier cosa, o sólo porque estaba cansada.

—¡No volveré a aceptar esos libros sólo porque tú tenías la ilusión de que el Sr. Darcy saldría de la novela y se casaría contigo! —Lucy caminó rápidamente, impulsada por la adrenalina.

Las luces de una cafetería la atrajeron, y entró, sentándose en una mesa sin siquiera verla.

¿Qué había sido eso? ¡Ja! la Dra. Rott tendría que tragarse las palabras sobre su "deficiente avance" ¿Cuántas personas con fobia social podían enfrentarse a dos desconocidos pseudo-agresivos armados con pesados libros, y salir libres de ataques de pánico? Lucy se sentía como el epítome de la sanidad mental.

—¡Diablos, eso fue intenso! —susurró.

—Oh, intensidad. Me gusta eso en una chica —respondió una coqueta voz grave.

Lucy levantó los ojos con temor. Y se sintió la persona más torpe del planeta. Si ella sobrevivía a haberse sentado en una mesa ya ocupada —dicho sea de paso, por el hombre más atractivo que vio jamás— sin sufrir una crisis nerviosa, abandonaría a la Dra. Rott.

Lucy observó al hombre con una sonrisa nerviosa. Quizás era la adrenalina corriendo por sus venas, o el hecho de haberse perdido en los grandes rizos pelirrojos de su desconocido acompañante, pero sentía ganas de socializar. O de intentarlo.

El hombre, sin embargo, no parecía desalentado por la obvia incomodidad de Lucy.

—Tú eres la chica de la librería —confirmó el hombre, decidido a ahuyentar el silencio incomodo que flotaba sobre la mesa—. Quizás me recuerdes, golpeé con un diccionario a un idiota la semana pasada, y tu jefe me prohibió volver a pisar su librería —hizo una pausa para beber su chocolate, luego observó a Lucy con una expresión pensativa—. Vetado de una librería. ¿Superé mi record personal, eh?

Lucy se perdió en los hoyuelos que se formaron en sus mejillas. Sintió una oleada de calor albergándose en su rostro. Demonios, le gustaba. Y la asustaba. Pero estaba decidida a probar cosas que la asustaran.

—Yo… sí… mmm, me llamo Lucy —Lucy podría haberse pateado por su torpeza. Pero al hombre, nuevamente, no le importó. Estiró su mano tatuada con intrigantes signos (que Lucy se encargaría de investigar una vez que esté en casa) y dijo el nombre, que a los oídos de Lucy, era el más hermoso del mundo.

—Alo. Es un gusto, Srta. Lucy, ama y señora de los libros —Lucy río. Sostuvo su mano por más tiempo del necesario.

Contrariamente a lo que todos podían creer de ella, le gustaba el contacto humano. Un abrazo acogedor, un apretón de manos que mande una corriente eléctrica por su cuerpo, un beso que la haga flotar… pero, como en todas las formas de relación con otros humanos; nunca fue buena en ese aspecto.

Había algo en Alo que la impulsaba a enterrar su ansiedad, con el fin de jamás tener que dejarlo ir.

Y lo hizo. Por primera vez en mucho tiempo, tuvo una conversación absolutamente normal con alguien que no pertenecía a sus familiares directos.

Hablaron de todo, desde libros, hasta su mutua aversión hacia las moras; de cine independiente y diseño web. De trastornos mentales, arte, música electrónica y ópera.

Y cuando la cafetería cerró, y Lucy se llevó su número de teléfono en una servilleta y el recuerdo de sus labios en su mejilla; pensó que, definitivamente, abandonaría a la Dra. Rott.

Y que trabajar de noche no era tan malo.

XXX

Un año después.

Lucy despertó por el resplandor y los estruendos que provocaba la tormenta. En algún momento de la noche, la lluvia empezó a caer, luego los relámpagos se unieron; como si quisieran despedazar el cielo. Lucy sonrió. Quizás podría llamar de enferma al trabajo, y acurrucarse con Alo todo el día, comer chocolates y ver películas. O simplemente permanecer abrazados en la cama como en ese momento.

Los rizos de Alo le hacían cosquillas en las clavículas, y la barba rebelde que se empecinaba en dejar crecer no disminuía la sensación.

—Vuelve a dormir, Lu —susurró Alo, sin abrir los ojos. Lucy tenía el tierno (y a veces molesto) hábito de jugar con su cabello cuando estaba aburrida.

—¿Cómo podría dormir cuando el cielo se cae allá afuera? —respondió Lucy, ahuecando su mano en la mejilla de su novio.

—Mientras estemos juntos no importa que la tierra se abra en dos… a no ser que tengamos que huir de una muerte inminente... Lu, no me hagas pensar ahora, tengo sueño.

Lucy sintió un beso en su hombro, cerró los ojos y volvió a dormir, sintiéndose segura. Amada.

Nota de autora:

Este es mi primer intento de escribir algo romántico, humorístico, o "no dramático". No estoy muy segura del resultado final, pero todavía me quedan cuatro personajes a los que inventarle los amores de su vida, así que a practicar ¿No?

Próximo capítulo: Bert.