Lágrimas caían a cada paso que daba. Su piel pálida, llena de cardenales y heridas propinadas por su pesadilla personal, aquella persona que más odiaba en este mundo, en este universo conocido y por conocer, la persona que le causaba más dolor que nadie, que cada noche le agregaba un lindo tajo a cada muñeca, una persona que detestaba hasta el último cabello y la persona que jamás debió haber nacido.
Él mismo.
¿Para que esforzarse en ocultárselo a sí mismo? Se odiaba. Se repelía. Aborrecía cuando sus ojos brillaban ante la sangre y la ansiaba, tenía sed de ella. Detestaba cuando su fiel hacha le llamaba, clamaba por él y él muy tonto le hacía caso y la usaba para fines nada sanos. Pero más que nada, cuando más se odiaba, era cuando su orgullo salía a flote y les hacía daño a sus hermanos, allí aparecía la sonrisa bobalicona de siempre, la que parecía una fuente inagotable de felicidad, de orgullo y prepotencia, la misma que practicaba todos los días frente a los trozos rotos de lo que había sido su espejo. No se soportaba.
Su casa era un desastre. Todo lleno de polvo, los trastos tirados por allí y por acá, el suelo de la cocina estaba lleno de latas de cerveza, tantas que ya no se podía pasar, y finalmente su alcoba. ¡Oh, su alcoba! Era lo peor de toda la casa, le llenaba un pútrido olor, cada rincón de cada pared estaba cubierto de mugre, sangre y sustancias que ya no recordaba que eran. El piso, que siglos atrás era de un bonito caoba, estaba prácticamente de color borgoña, por la sangre seca y aguada.
Cada espacio en su casa le traía dolor, le desesperaba y comenzaba a volverse loco. Si es que ya no lo estaba, se repetía a sí mismo. Por las mañanas tenía un frio despertar en su cama, solo, con los párpados llenos de lagañas por los lágrimas nocturnas y los ojos apagados, muertos.
Caminaba hasta la cocina, se hacía un espacio entre las latas y admiraba estoicamente el vacío del refrigerador, llenado solamente por cerveza danesa. Pasaba toda la tarde mirando un punto infinito en el cielo, fuera de su casa, recostado sobre la nieve, con un nuevo pack de cerveza fría, congelándose al no tener más que su una camisa puesta para abrigarse. Cuando llegaba el atardecer, al fin llegaba un poco de luz a sus ojos y sonreía, falsamente, con una sonrisa hueca y postiza. Pero para él contaba.
Por las noches era lo peor, la oscuridad y la solemnidad de su "hogar" parecía quererlo comer, a cada paso que daba, el fantasma de la culpabilidad le seguía como una sombra y su sed de sangre vikinga no ayudaba mucho. Allí es cuando empieza a gritar y destrozar cosas, mientras sonríe como un idiota, toma su hacha y sigue destruyendo todo a su paso. Cuando el sudor perla su frente y las mejillas ya están rojas del cansancio, se calma y se recuesta en el frío suelo. Mañana hay reunión, debe dormir un poco.
Debe fingir otro día más.
Debe pintar la idiota sonrisa en su cara otra vez.
Debe pelear con Suecia, alegrarse con Finlandia, jugar con Sealand, molestar al frailecillo de Ice y tratar de llamar la atención de Noruega.
Debe ser dejar de ser Søren Andersen, la persona con sentimientos y debilidades.
Y debe volver a ser Dinamarca, el presumido vikingo de la eterna sonrisa.
