Prólogo

Xenia se arrodilló frente a la tumba de su hermana. Era sencilla, e identificable por una placa de mármol en la que ella misma había tallado su nombre doce años atrás. Pasó la punta de los dedos por las letras con suavidad, limpiando la superficie, quitando el polvo. Era algo que solía hacer todas las mañanas antes de entrenar; era como darle los buenos días. Y sin embargo, llevaba cinco años sin ver ese lugar. Hasta ese momento.

Tabatha…

La joven levantó el rostro hacia el cielo, dejando que la brisa marina le alborotara el cabello y lo impregnara de sal, inhalando profundamente, permitiéndose un instante de paz. El sol se ocultaba en el horizonte y teñía las nubes de rojo, naranja y dorado; las olas chocaban con fuerza contra el acantilado, y algunas gotas de agua eran arrastradas por el viento hasta donde se encontraba ella. Casi podía oír la suave respiración de su hermana a su lado, disfrutando del espectáculo. Pero no…

Xenia dejó caer la mano que acariciaba el mármol y enterró los dedos en la tierra. No intentaba llegar hasta la persona que yacía debajo, ya no; pero no podía evitar extrañarla. Era la primera persona en la que pensaba cuando necesitaba un consejo, o cuando quería compartir algo con alguien.

Eso no es cierto y lo sabes.

Hizo una mueca, contrariada. No, tal vez eso no fuera enteramente cierto, pero aún así… era su hermana, y jamás lograría sacudirse de encima la sensación de que podría haber evitado su muerte. Era tristeza, era culpa, era frustración, era nostalgia. Era sentir que ella sólo proyectaba una sombra de lo que la otra había sido y, a la vez, quererla de vuelta.

Suspiró, resignada. Dejó una ramita de olivo sobre la tierra, se inclinó para besar su nombre y, en voz baja, le pidió que la protegiera desde donde quiera que estuviera. Sé mi estrella, Tabatha.

Xenia de Géminis se puso de pie y se alejó de la tumba de su gemela sin mirar atrás.