La historia es un regalo para Hermione Drake: beta inmejorable, increíble amiga y mejor persona. ¡Felicidades! Ojalá sigamos celebrando juntas tu cumpleaños durante muchos años.
El fic está ubicado en la temporada diez. Ya sabéis: Marca de Caín, Dean un poco gilipollas... Está casi terminada, salvo por los últimos repasos.
No puedo acabar estas notas sin darle las gracias a Heiko. Gracias por ayudarme a mejorar, a superarme cada día, a no conformarme y a sacar esta historia adelante.
Espero que la disfrutéis :)
Hazme subir para respirar
el oxígeno líquido en tus labios.
Quiero dormir para despertar
en un universo paralelo
un refugio en otra dimensión.
(Llévame muy lejos, Amaral)
LUNA DE SANGRE
Roja, oscura, como un infierno.
Se bajan del Impala y el débil resplandor de una luna de sangre se derrama sobre sus cabezas. Dean sabe que no son buenas noticias, pero han luchado en peores batallas. Es ahora o nunca. Cargan las pistolas con las balas de raíz de cicuta y plomo que Sam ha preparado y dejan que la noche les engulla. Dean se sumerge en el bosque, respiración controlada y el gatillo a un milímetro del disparo. Sam le sigue con el mismo modus operandi mientras la humedad amortigua el sonido de sus zancadas. Se desplazan en perfecta sincronización, con la oscuridad pisándoles los talones. A Dean, el pulso le repiquetea en las sienes a mil doscientos latidos por segundo, pero adora estos momentos: la adrenalina, la tensión, los sentidos aguzados hasta el punto del delirio. Cuando llegan al límite de la maraña de árboles y matorrales, divisan la cueva.
Dean contiene el aliento mientras se acerca despacio. La entrada no tiene nada de particular salvo el pequeño montón de hojas secas, castañas y bellotas.
Lo han encontrado. Mabon.
Le hace una seña a su hermano para que eche un vistazo por los alrededores mientras él se mete en la boca oscura y angosta. No es cuestión de que el hijo de perra se la juegue y los deje encerrados a los dos en la cueva. La pequeña luz de la linterna crea sombras inquietas sobre las paredes y salientes de piedra mientras camina. La gruta es bastante profunda y hay tramos por los que a duras penas consigue pasar. La imagen de una ratonera le viene a la cabeza. Poco a poco, el olor a moho y tierra mojada se intensifica, y con él la impresión de que se está acercando a algo. El instinto le zumba en los oídos, resonando con los ecos de cada paso. Avanza con la sensación de peligro vibrándole en la piel, con los músculos rígidos, preparados para la acción. De repente, la respiración se le acelera. Está ahí, lo sabe, casi puede sentirlo, le retumba en las venas, en la marca abrasadora de su brazo, y entonces lo ve, una sombra, muy rápido, se mueve, y Dean corre, la pistola en alto, la linterna desbocada y en los labios la promesa de meterle una bala en el cráneo (diez desaparecidos, diez desaparecidos…). Disparar y después preguntar. Corre a toda velocidad, sorteando las esquinas, agachándose a base de reflejos, escucha un rasgueo insistente delante de él, un poco más, lo tiene a un instante, está ahí, apunta… y de pronto, un calambre le escala por la pierna, un chispazo blanco y un dolor intenso en la base del cráneo. Siente que se derrumba, que cae, polvo en la lengua, una sombra que se acerca. Espirales que se cruzan, fuego y reflejos.
Y después, oscuridad.
Presiente un golpe en la frente. Otro. Y finalmente el tercero consigue traspasar el muro de sopor que le envuelve el cerebro. El cuarto lo nota completo, lleno de nudillos y de "venga, levanta de una vez". Se remueve mientras le invade la sensación de que un burrito en mal estado quiere escaparse de su estómago. Intenta abrir los ojos y el dolor de cabeza que tenía agazapado entre las náuseas y la confusión se abalanza sobre él en picado. Mierda. Se retuerce. La muerte empieza a ser un estado deseable. Utiliza la mano a modo de escudo sobre su cara, hay luz por todos lados, brillante, insoportable. Y entonces, aparece el rostro de Sam.
—Joder, tienes una pinta horrible. —Dean se incorpora como puede mientras hace un esfuerzo titánico por no caerse sobre los cojines del sofá (¿un sofá?)—. Ya veo que se os complicó la noche. Por cierto, ¿cómo está Jonathan?, ¿se ha recuperado de la pierna?
¿Jonathan?, ¿quién coño es Jonathan? Se pasa las manos por el pelo y echa un vistazo a su alrededor tratando de reorientarse en el espacio-tiempo. Está rodeado de paredes de madera, de olor a café recién hecho, y de varios sillones que, por una vez, no parecen salidos de un vertedero. Frente a él, una televisión como las que tiene la gente en su casa (plana, enorme y sin límite de tiempo en función del dinero). Sam, en el otro lado de la habitación, se dedica a pulular por una cocina, abriendo y cerrando armarios como si de verdad en ellos hubiera algo de comida. Dean empieza a preocuparse de verdad. No tiene ni idea de dónde está, pero lo que tiene claro es que ya no está en Arizona ni en el motel "Red Rock". Se levanta del sillón y ve, horrorizado, que de las paredes de ese supuesto salón cuelgan fotografías, rifles familiares y pósters antiguos de sus grupos favoritos de rock. ¡¿Pero qué es esto?! Las manos comienzan a sudarle y la preocupación se transforma en algo parecido a la angustia. Los rostros sonrientes de Bobby, John, Sam, y de otros tantos amigos le persiguen por la habitación. No sabe si esconderse, salir corriendo o pegarse un golpe para volver a caer medio muerto al suelo.
Estaba Mabon y la cueva y los diez desaparecidos y, y, y… "¡¿Dónde estoy?!".
—Sam… —dice, bastante acojonado por la posible respuesta—, ¿cuánto tiempo llevo inconsciente?, ¿qué ha pasado?
Su hermano le contesta por encima del ruido de cacharros que trae y lleva de un lado a otro.
—Ni idea, acabo de llegar a casa —"¡casa!, ¿qué casa?, ¿de qué cojones está hablando?"—, pero presumo que Jonathan y tú fuisteis al pueblo, acampasteis en la barra del Roadhouse, le disteis la noche a la pobre Sandy y os quedasteis a medio camino del coma etílico sobre las tres de la mañana. Por cierto, tío, la cocina está que da asco.
Sam parece desistir de lo que sea que hacía en la cocina y se acerca hasta él cargado con una taza de café. Lo ve caminar, sonriente, como si no pasara nada. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? Dean está a punto de sufrir un cortocircuito, un infarto cerebral o alguna cosa peor. Y sí, su cara debe de ser la definición del pánico porque, cuando Sam está lo suficientemente cerca, le pone una mano en el hombro y le suelta un "oye, ¿estás bien?"
Pues no, joder, no está bien, ¿vale? NO. ESTÁ. BIEN.
—Anda, tómate el café, a ver si te amanecen las pocas neuronas que has dejado con vida.
Dean, en medio del paroxismo, coge la taza por puro acto reflejo y permanece de pie, inmóvil, mientras su hermano alcanza el portátil y se sienta en uno de los sillones. Sam extiende dos kilómetros de piernas sobre la mesa de centro y se pone a teclear. Dios, tienen una mesa de centro. Al cabo de un rato, Sam vuelve a hablar:
—Oye —extrañado—, ¿no quieres saber qué es lo que me quería enseñar ayer Cas?
Dean sacude la cabeza. Todo le da vueltas, los recuerdos pasan a toda velocidad como tirados de un hilo invisible, uno detrás de otro, el golpe, las balas, la cueva. Y de pronto, surgen las conexiones, lo entiende todo. Sonríe, se relaja. ¡Qué cabrón!
—Vale, Jimmy Fallon. —Mano en el pecho, cabeza baja y sonrisa de "me lo he ganado"—. La broma ha sido cojonuda, ha estado muy bien, en serio. Tengo que reconocer que me lo he tragado completamente y que por una vez has superado al maestro. Estoy muy impresionado. —Echa un último vistazo a su alrededor—. ¿Cómo has conseguido la casa?, ¿lo has hecho tú sólo en una noche o te ha ayudado Cas?, ¿dónde estamos? Y lo más importante: ¿qué pasó al final con Mabon?
Sam, sin embargo, no cede. Le mira fijamente, ceño fruncido y expresión de desconcierto.
—¿De qué estás hablando?, ¿me estás vacilando?
Dean se cabrea.
—Eh, no tiene ni puta gracia. Hace más de diez minutos que ha dejado de tener gracia.
Y la confusión de su hermano da paso a la indignación.
—¿Pero qué te pasa? ¿Te metiste algo anoche? —Cierra el ordenador.
Lo peor de todo es que Sam habla en serio. Lo nota en esa línea vertical que se le ha formado entre las cejas… Dean echa a andar como un poseso por la habitación bajo la atenta (y alucinada) mirada de su hermano. De acuerdo. Se va a poner a hiperventilar. Inspirar, expirar, inspirar... De pronto suena el móvil. Ambos observan el teléfono que vibra sobre la mesa como si se tratara de un artefacto extraterrestre; por fin, Sam lo coge. Durante la conversación, se limita a regurgitar una sucesión de monosílabos (sí, ya, ajá, y "de acuerdo, me pasaré") mientras le lanza miradas recelosas del tipo "tienes que explicarme algunas cosas".
Cuando cuelga, se hace el silencio. Sam se rasca la cabeza, suspira y al final se levanta del sillón.
—Era Daniel Morris, el cazador que conocimos en Savannah, ¿te acuerdas? —Sam todavía le mira con algo de suspicacia, así que Dean asiente sin saber muy bien qué hace—. Está a unas pocas millas de aquí y quiere que examine un objeto que ha encontrado. Le he dicho que voy a acercarme un momento. —Señala hacia la puerta un poco dudoso—. Creo que es mejor que hoy te quedes aquí y te recuperes de esa resaca o lo que sea, ¿vale?
Dean ve la oportunidad de quedarse solo, así que finge una tranquilidad que no siente y se lanza:
—Bien, bien —dice mientras se acerca a la televisión torpemente y le da un golpecito—. Yo me dedicaré a empacharme de porno por cable. —Sonrisa forzada.
Sam no parece muy convencido, pero aun así recoge sus cuatro cosas indispensables y se dirige hacia la puerta. A mitad de camino, sin embargo, se detiene, indeciso, como si no tuviera muy claro que fuera buena idea dejarlo solo. Un segundo, dos segundos. Finalmente, se gira apuntándole con un dedo, muy en plan "que sepas que no se me olvida y que te daré por culo cuando vuelva":
—Tardaré unas horas. Pero, por favor, no salgas hoy con Jonathan.
El portazo es como un pistoletazo de salida y, en cuanto lo escucha, Dean empieza la búsqueda frenética de su móvil. Lo encuentra en las profundidades del sofá, entre restos de comida seca y un calcetín. Le queda una raya de batería, pero tendría que bastar. La primera parada es Google Maps y la activación del GPS. El puntito azul marca un sitio llamado Fairview, Texas. La segunda parada es ponerse a berrear el nombre de Cas por toda la casa con los añadidos de "mueve tu culo de ángel hasta aquí". El muy cabrón, claro, no aparece, así que tira del método tradicional y después del primer tono le contesta con esa pasmosa tranquilidad.
—¿Qué sucede, Dean?, ¿hay algún problema?
—Sí, sí, claro que lo hay. Necesito que vengas aquí ahora mismo. —Su enfado va en aumento.
—De acuerdo, pero necesito saber dónde estás. No puedo rastrearte. ¿En casa?
Y dale con el tema de la casa.
—Y yo que sé, Cas. Todo esto es muy raro. El GPS me dice que estoy en un sitio llamado Fairview.
—Dean —silencio incómodo al otro lado—, ¿estás bien?, ¿está Sam ahí?
¿Por qué todo el mundo pregunta lo mismo? Es obvio que NO está bien.
—No, no está. Ha ido a hacer no se qué con un tal Morris. Ven ya, Cas. En serio.
—De acuerdo, estoy a un par de horas en coche. Espérame allí.
Dean pasa las siguientes dos horas examinado las habitaciones y los alrededores (alucinando, corriendo de un lado a otro, jurando en lenguas muertas…). La casa está enclavada en mitad de un bosque y desde su parte norte se puede ver un lago enorme a una milla de distancia, aproximadamente. No hay vecinos, ni tampoco carretera para llegar hasta allí, sólo una pista forestal que se abre camino entre las agujas de los pinos y el barro y que está repleta de marcas de neumáticos. Piensa en su pobre coche, en sus llantas, sus amortiguadores, la carrocería reluciente, y le recorre un escalofrío. Hay cosas que es mejor no saber. Supone que la casa debe de estar tatuada con símbolos antiángeles, antidemonios y anti "cualquier cosa que se mueva y quiera matarlos", porque si no, tendrían legiones a las puertas. Dentro, las cosas no mejoran. Sus pertenencias, las que siempre ha llevado consigo, están ahí: fotos, armas, camisetas descoloridas (Led Zepellin, Nirvana, The Doors…). Es como ver su vida desde fuera, contada por otra persona. Resulta perturbador, más incluso que el descubrimiento de Chuck y los libros de Supernatural.
Y por fin suena el timbre. Vuela hacia la puerta y ahí está, con su gabardina de siempre. Le dan ganas de darle un abrazo. Cas le examina de arriba abajo. Con mirada profunda, fija, de esas que desnudan. Al cabo de un rato, Dean ya no se contiene:
—¡Cas! Me empiezo a sentir como una de esas tías del Barrio Rojo.
El otro se limita a soltar una bomba:
—No eres Dean.
Pues sí que comienzan bien. Resopla.
—¿Hola? Metro ochenta y cinco, tatuaje antiposesiones, Marca de Caín —dice mientras se descubre el brazo—, tío guapo y listo. ¡Claro que soy yo, Cas! ¿A cuánta gente conoces con una marca bíblica en el brazo?
Castiel sigue con su gesto grave.
—Quiero decir que no eres el Dean que deberías ser. No perteneces a este sito.
Dean entorna los ojos, un poco (o muy) desesperado.
—¿Te importaría ser un poco más específico, Cas? Tus explicaciones no están ayudando.
Castiel le hace una indicación y cruza el umbral. Dean cierra la puerta con un poco de impaciencia y toneladas de mala leche.
—¡¿Y entonces?!
—No sé qué ha pasado. Este tú pertenece a otra realidad, a una dimensión paralela. No tendrías que estar aquí.
Y se lo suelta así, sin más, como quien habla del tiempo. Dean lo intenta, con todas sus fuerzas, pero es incapaz de cerrar la boca. Nota que algo se le funde en el cerebro y alza los brazos.
—¡¿Pero qué os habéis fumado todos?!
Cas levanta una mano para tranquilizarlo.
—Espera, dime, antes de llegar aquí, ¿qué estabas haciendo?, ¿estabas cazando algo? Cuéntamelo todo.
Dean toma aire, repetidas veces. Esto no puede estar pasándole a él. Le mira con desconfianza, pero al final, claudica.
—A ver —se presiona el puente de la nariz y cierra los ojos—, Sam y yo estábamos en un pueblo de Arizona. Habíamos llegado allí para investigar una serie de desapariciones: cinco mujeres, una adolescente y cuatro hombres.—Los recuerda perfectamente, sus nombres, sus rostros—. Después de una semana de búsqueda, dimos con una pista. Pensábamos que se trataba de un dios menor galés, un tal Mabon…
—¿El dios de la cosecha?
—Sí, ese, ese mismo —responde con emoción—. Habíamos encontrado su guarida a las afueras del pueblo. Sam y yo fuimos a por él, justo la noche anterior a que apareciera aquí. Sé que entré solo en la cueva, pero a partir de ahí no recuerdo nada. Un golpe, luces y poco más.
—Tal vez… —Castiel murmura cosas ininteligibles—. Sí… sería posible… quizás… Pero él no es tan poderoso…
Dean lo observa farfullar.
—¡Eh! Sigo aquí. ¿Te importaría compartir conmigo lo que sea que estés pensando?
Y entonces, parece ocurrírsele algo.
—Antes de que fuerais a buscar a Mabon, ¿recuerdas si había habido algún eclipse lunar?, ¿algún fenómeno meteorológico extraño?
—Eh…—Dean parpadea varias veces, confuso—. Sí, esa misma noche había luna de sangre.
Cas asiente, como si eso confirmara toda su teoría.
—Apenas hay criaturas que puedan intervenir en las líneas temporales de las distintas realidades paralelas. Sólo pueden hacerlo algunos ángeles, como guardianes del destino, y algunos dioses poderosos. Mabon no forma parte de ninguno de ellos; pero creo que esa noche utilizó la influencia del eclipse para potenciar sus poderes y transportarte a esta realidad.
Dean se anima por momentos.
—Eso es estupendo. Entonces, utiliza esos poderes tuyos de "Ángel del Señor" y devuélveme a mi realidad, a mi universo paralelo o lo que sea. —Se coloca en posición, quieto, esperando el golpe o la teletransportación—. Venga, va, soy todo tuyo, llévame hasta allí, mándame de vuelta.
Cas le mira muy serio, casi cabreado.
—No sé si lo has notado, Dean —tono de capullo—, pero acabo de aparcar un coche en tu puerta. No es que vaya sobrado de poderes angelicales, precisamente.
Dean ladea la cabeza. No le falta razón.
—Pero al menos podremos mandar un mensaje. —No puede evitar una nota histérica de esperanza—. Avisar al Sam de allí o al Cas, ¡hacer algo!
—No es tan sencillo. —Y Castiel comienza a caminar—. Cada una de las realidades es como un eco de la otra, no están comunicadas, son el producto de nuestras propias elecciones y hay miles de ellas. Estamos allí y aquí al mismo tiempo, pero no somos conscientes de ello. Cada realidad discurre por conductos totalmente diferentes y nunca llegan a mezclarse. —Finalmente, le mira—. Voy a necesitar ayuda con esto.
—Bien —confirma Dean mientras coge la chaqueta—. Vayamos a buscarla. ¿Adónde hay que ir?
Pero el tío de "hoy tengo ganas de llevarte la contraria" niega con la cabeza.
—No, tú quédate en casa e investiga por qué Mabon te trajo aquí. Además, Sam todavía tiene que volver. —Dean piensa que ese es un motivo más para largarse, pero Castiel insiste—: En esta realidad tú ya no cazas y no quiero alarmarlo innecesariamente. Al menos, de momento.
Lo de la caza resuena en su cabeza en modo repetición.
—¡¿Cómo que en esta realidad ya no cazo? —A voz en grito. Menos mal que no tienen vecinos—. ¡¿Y a qué nos dedicamos?, ¿a hacer comiditas y paños de ganchillo?! —De todas las noticias y sucesos horribles del día, éste supera con creces cualquier otro.
Castiel se encoge de hombros.
—Después de que acabarais con el fantasma de aquella monja en Worcester, Sam y tú decidisteis dejar la caza una temporada. Creo que tú necesitabas descansar y, bueno, Caín había conseguido hacer frente a la marca durante siglos en un entorno más tranquilo… A mí me pareció buena idea hasta que encontrásemos una solución más definitiva y la verdad es que, hasta ahora, estaba funcionando.
—Genial. —Labios apretados, puños a punto de explotar, mientras lanza de nuevo la chaqueta contra el sofá—. Así que, además, ¿me tengo que quedar en este cuchitril?
Castiel le mira con piedad.
—Te llamaré en cuanto tenga algo más de información, te lo prometo. —Pero Dean intuye que hay más, algo que no le está contando. Ve que duda, que tantea, hasta que le dice—: Intenta seguirle la corriente a Sam, ¿vale? No le cuentes nada de momento.
Dean está a punto de mostrarle, de manera muy gráfica, por donde puede meterse la sugerencia, pero se contiene y se hunde en el sillón con un bufido. Le hace una seña con la mano. Sólo quiere que se marche. Ya nada puede ir peor. Sin embargo, antes de que Cas salga por la puerta, tiene que preguntar:
—Cas, ¿quién es Jonathan?
