La Reina de las Hadas miró al cielo mientras anochecía. No sentía la paz habitual y en su mente, las Reinas Pasadas advertían constantemente:
—Peligro.
—Si— les dijo, desesperada, cuando la repetición se volvió inaguantable— pero, ¿cuál?
Un silencio sepulcral fue todo lo que oyó.
—¡Contesten! ¡No dejen a sus Hadas solas!
—Peligro.
—¡Segunda! —llamó, dándose por vencida. Salió de su cuarto privado y se encontró a la susodicha inmediatamente frente a ella, lista para recibir ordenes—. Llama a las Hadas, pídeles que se protejan, que no salgan de sus casa por la noche. Hay peligro en el aire.
—¿Y el motivo?
—La Reina no sabe —contestó, hablando como lo habían hecho todas las hadas antes que ella—, pero las Pasadas han hablado.
La Segunda Tuatha de Daanan se dio la vuelta y flotó a gran velocidad hacia la puerta, mientras un gran miedo se apoderaba de ella.
La Reina misma revisó todo el Reino antes de entrar a su propia casa, mirando con terror en el corazón al conjunto de paredes hechas de troncos fusionados, puertas de corteza encantada y ventanas de hielo caliente que en realidad, no era más que su hogar. Por ahí, estaba la casa de la Confeccionadora, quién le había hecho un magnifico vestido de hojas de tulipán para el día de su Recibimiento, y por allá, el hogar de la Cocinera, quién cocía a fuego lento manzanas doradas cada noche solo por ella. La Nodriza, la Música, la Cuidadora del Rio, todas las puertas tenían un significado diferente, llenos de recuerdos y cariño. Pero por más que la Reina se sentía llena de este amor, sabiendo que eso debería ser suficiente, había un sentimiento en el fondo de su mente, diciéndole que había, olvidado en el fondo de su mente, un amor mucho más grande, uno que había sido separado de ella mucho tiempo atrás.
La Reina decidió concentrarse en su tarea, y terminó de sobrevolar su mundo. Las calles estaban vacías, abandonadas como ella había ordenado. Segura y con esperanza de que nada malo pasaría, la Reina no tardó en entrar de nuevo a su casa y sentarse en el sillón apostado junto a la puerta, lista para reaccionar ante el más ligero sonido extraño.
—Reina, las Tuatha han preparado su cuarto en la parte de abajo. Ahí nadie entrará sin permiso.
—La Reina no se puede ir de aquí, Tercera, ¿y si alguien la necesita?
—Le aseguro que la Forjadora y la Constructora están listas para proteger. Ambas tienen aprendices listas para tomar su puesto.
—No. Van a dejar a la Reina aquí, es una orden.
—Me temo que a menos que las Reinas le hablen, nosotras tenemos mas autoridad en lo que respecta a su seguridad.
—¿Que debo hacer? —murmuró la Reina, hablándole a sus antepasadas.
—Peligro —contestaron todas al unísono en su cabeza.
—¿Nos vamos? —preguntó la Tercer Tuatha de Daanan con expresión triunfal.
Nadie durmió esa noche en el Reino de las Hadas. La Escriba, encargada de cuidar la biblioteca que contenía el único registro de la historia del Reino, era la única que recordaba haber leído sobre la última vez que se había dado tal alarma. En el decimo sexto capítulo del tercer libro a la derecha en la quinta columna del estante número seis se narraba como habían caído vampiros del cielo y habían secuestrado a su Reina, se la habían llevado a un castillo y la habían tenido presa por seis años hasta que finalmente, había encontrado una forma de regresar; una historia llena de terror que causaba escalofríos a todas las Hadas que accidentalmente se encontraban con ese tomo.
En el fondo de su mente, la Reina actual sabía que había pasado con esa hada cuando había estado fuera del Reino. Alguna vez, había podido narrar cada detalle de la triste historia, describiendo cada amor, cada dolor y cada golpe de puñal, pero llevaba tanto tiempo sin intentar llegar a esas memorias que había olvidado que estaban ahí.
Con recuerdos o no, la Reina conservaba el instinto de cuidar a todos por sobre de ella, y esa era la razón por la cuál discutía con las dos Tuatha.
—¡Habla su Reina! ¿Cómo le niegan una orden?
—Es por su propio bien, entienda, por favor.
—Si se somete a un riesgo, está poniendo en peligro a todo el Reino.
—¿Qué haríamos nosotras sin Reina?
—¡Ustedes entiendan! Es tan malo quedarse sin Reina como quedarse sin Forjadora, o sin Constructora. Sin ellas, morirían igual que si yo hiciera falta.
—Por eso ellas han sido escogidos. Si ellas dan su vida por nosotras, sus hijas las seguirán.
—¡Pero igual morirán!
—Si es necesario, así será.
La Reina se quedó sin palabras, dándose cuenta que su argumento no tenía fundamento. Las Tuatha tenían razón: la vida de un hada que ya había dejado atrás a alguien que sirviera igual que ella podía ser perfectamente sacrificada, y sin embargo, la Reina todavía sentía que había algo mal.
A las cinco y media de la mañana exactamente, las casas comenzaron a caerse en pedazos, destrozadas por sombras con forma de humano que entraban volando, violando la seguridad de las hadas con un método bastante ingenioso: siendo inexistentes. Estas sombras no eran más que falta de luz, concentradas con magia y hechas solidas con un hechizo.
Después de unos infernales segundos, el ruido cesó. Siguió entonces un fuerte estruendo, y en sus entrañas, la Reina sintió como se abría un boquete del tamaño de dos humanos en el muro de protección, y asumió que eran las sombras que, desde adentro, dejaban entrar a sus maestros.
—Vampiros —dijeron las voces, dando su muy ansiada respuesta solo cuando era demasiado tarde.
Otro gran silencio se hizo por unos segundos, y después, lo rompió el sonido más horrible para todas las habitantes del lugar: el grito de una hada niña. La Reina se precipitó hacia la puerta, pero fue detenida por las Tuatha, que eran dos y doblaban en tamaño a su monarca.
—Ellas nos protegerán.
—La Forjadora y la Constructora probablemente ya se estén encargando de eso.
Un nuevo grito cruzó el aire, esta vez uno más adulto, y la Reina entendió que los enemigos tenían no solo a una niña sino también a su madre.
En la desesperación del forcejeo, una imagen cruzó la mente de la Reina: parecía un recuerdo y sin embargo, ella no podía localizarlo en ningún punto de su vida, pues no tenía principio ni fin. Se trataba de dos chicos, ambos de aparentemente quince años, uno de los cuales reclamaba en voz alta y con una violencia que no necesitaba acciones para ser dañina hacia el fantasma que lo escuchaba, y que le contestaba con una calma fría. En respuesta, el otro cerraba la mano como si sostuviera algo, y luego con una rapidez que se traducía en fuerza, la pasaba por el fantasma, que ni siquiera se movía cuando la mano lo atravesaba.
A la Reina le tomo un poco de tiempo entender que lo que pretendía el chico era causar daño al fantasma, y había olvidado en su furia el hecho de que era un espíritu. Sin siquiera darse cuenta de la agresividad del acto, la Reina solo se concentró en el hecho de que sería muy eficaz para soltarse de las Tuatha.
Un nuevo grito, esta vez de la pequeña, fue suficiente para motivar a la Reina. Intentando no hacer más daño del necesario, imitó al niño de su mente y golpeó a la Segunda Tuatha justo en la cara. No podía hacer lo mismo a la Tercera; su hija apenas había visto dos primaveras y le faltaba mucho para poder tomar el papel de su madre, mientras que la de la Segunda ya había visto doce.
Viéndose libre por ambos brazos, la Reina corrió piso arriba.
—Las dejarás por unos días informaron las voces—. Dales instrucciones.
—¿Volverá?
No hubo respuesta. La solución a ese dilema vino tan rápida como el recuerdo de antes, y al parecer de la misma fuente.
—Si algo le pasa a la Reina, busquen a la Primer Tuatha. Ella tiene su propio don.
La Reina subió por el túnel usando el aire para llevarla más rápido de lo que había ido nunca, y se paró justo afuera de la puerta. La escena que tanto temía se desdobló ante sus ojos.
Dos vampiros de piel rojiza, como si se expusieran a más luz solar que el resto, sostenían por el cuello a la Cocinera y a su hija. Otros tres, con la piel igual, esperaban junto ellos, uno en carácter de dar ordenes y los otros de obedecerlas. El mayor habló, con una sonrisa oscura adornándole la cara:
—Muy bien —la voz era suave como el murmullo del viento, pero se entendía perfectamente bien. Susurraba como serpiente, pero se le notaba la fiereza de un león . A ti te esperábamos.
Las sombras la cubrieron completamente, y en la oscuridad, la Reina se perdió, sin saber nada.
Cuando la Reina volvió a abrir los ojos, se encontraba recostada en una superficie lisa y fría. Buscó a su costado, y no se sorprendió al no encontrar su bolsa de polvos mágicos, pues sabía que sería lo primero que le quitarían. Esperada o no, la falta le causó un terrible sentimiento de malestar, y una necesidad de reunirse con su fiel bolsa, que nunca le había fallado y que existía desde antes de lo que le alcanzaba la memoria.
El chillido de un metal deslizándose sobre otro sonó en todo el lugar, retumbando en los oídos de la prisionera. El que había entrado lo había hecho por una puerta invisible en la oscuridad, pero llevaba una tenue lámpara de aceite que permitía que la Reina viera todo su entorno. Estaba en una jaula, hecha con largos tubos de metal que iban desde el piso hasta el techo, y a través de los cuales la Reina podía ver un cuarto grande y espacioso, pero igual oscuro, frío y hecho de metal. Había una silla, donde el vampiro se sentó y la miró fijamente por un rato, sin hablar. La Reina decidió esperar a que lo hiciera para dirigirse a él, pues ni siquiera en sus momentos más temibles se rebajaría a hablarle primero a una persona tan indigna.
Pero cuando finalmente abrió la boca, el vampiro (que tenía el cabello trenzado tan largo que se le no veía fin) lo hizo en un lenguaje que ella no entendió. Gritaba y regañaba en ese extraño idioma, y la Reina no entendía nada. Se lo hizo saber en ese momento, interrumpiéndolo.
—La Reina no entiende.
—¡No me digas mentiras! ¡Yo sé de donde vienes! —dijo el vampiro, y luego lo repitió en el lenguaje de los humanos, y esta vez, la Reina si entendió.
Junto al recuerdo del lenguaje de su niñez, vinieron todos los demás. De esa forma, Isabel Rodríguez volvió a sentir el amor por su novio, el cariño por su mejor amiga, y la preocupación por su hermano, y se sintió humana por primera vez en años.
