LA YEGUA
Hace ya un tiempo en que siguen cantando, repitiendo la misma melodía una y otra vez, tarareando y elevando las cuerdas vocales lo más posible para que todo no se quedara en silencio. Las candilejas de luz de gas están cediendo tras el lapso de tiempo en el que se ha mantenido la escena en completo coro, parecen esperar romper algo, un vaso, un cristal, algo, pero no es así, lo única que necesitan es que baje el telón, hay dificultades técnicas, hay unos conductos de aire en las fosas del teatro, la gran mayoría de los ponys ya se han ido, pero yo espero aquí, taciturno, escuchando los sonoros cantos de las yeguas en el escenario, escuchando sus llantos y escalofriantes sonidos que hacen de mi tímpano una cosa indefinida y diminuta comparada con tales hermosuras de voces.
Algunos ponys salen despavoridos, otros se tapan los oídos, ellos no pueden escuchar la armonía que desprenden sus labios, los estremecedores momentos en los van en creciendo, mis oídos se agudizan y pego la atención tras la buhardilla del teatro totalmente anonadado. Esos extraños cánticos llegan a recordarme algo, una sola cosa que me produce repelús recordarla, no debería seguir pensando en tales patrañas, me siento gradualmente inseguro en escuchar de nuevo unas voces que además de ir disparejas, parecen causar un cierto intervalo con las otras, y una fría corriente tras la etapa sifonea en sus cuerdas vocales, como si éstas hubieran pertenecido a pulmones anómalos que ningún otro pony pudiera entonar con tanta prontitud y velocidad.
Recuerdo haber estudiado canto cuando era más joven, cuando nada en lo absoluto me preocupaba, y que gozaba de una vida sin problemas ni perjudicaciones, pero jamás creería que aquéllos largos años no hubieran valido en lo absoluto, pues recuerdo que en mi examen final había pronunciado con gran ímpetu la última silaba, la "u" misma. Y creo saber que por eso me han ignorado y me suspendieron la prueba, pues con eso no aportaba gran academia de la que me habían estado enseñando durante años. Me sentía dentro de la escoria total, mientras veía a mis antiguos compañeros aprobar tal execrable examen. Es en este apartado donde explico los pormenores de mi práctica con la entonación de la "U", y me doy cuenta de que la sintonía algo como así: ¡Uuuuoh!, como si en la primera letra hubiera una doble ú, y las letras finales terminar con O y H, no obstante mi carrera como cantista no terminó ahí. Con gran esmero me esforzaba en pronunciar correctamente la U, hasta llegar a un punto en el que me era netamente imposible, tal vez todo esto se debía a una malformación sinfónica en algún pasado, pero no puedo afirmar esto porque mis padres ya están en el otro lado, con Jesús, en su apogeo; fuera de las argüías de los demonios de Belcebú.
Desde mi entierro en el fracaso total me he quedado casi todas las noches buscando esa chispa en los voluminosos teatros donde las yeguas florecen con sus ávidos cantos, y, por supuesto, con la simple entonación de la U, como yo nunca podía pronunciarla con la fuerza correspondiente. Entonces afirmo en que mi voluntad misma se ha partido a la mitad, como muchos sabrían descifrarla, y que mediante esto me he convertido en un ermitaño más del montón. No es cierto, no creo que sea de esa forma como las cosas deberían terminar, no entonces por el momento. Además de sentirme trastornado hay otra cosa que me impide describirla con sólo palabras, y que me sostiene con el dogal, muy apretado y realmente joroscho.
Mi exhumación comenzó en ese terrible lapso de tiempo cuando iba de tramo en tramo buscando tales teatros en los lugares menos remotos de Manehattan. Como si de alguna forma fuera a caerme desde los cielos algún rótulo rodeado con luces neón que anunciaban un inminente espectáculo de Ópera o música clásica en general, como solía producirse en las temibles imitaciones de conciertos del gran compositor Wolfgang Amadeus Mozart, o del maravilloso Haydn y su Adagio Sostenuto, del segundo movimiento de la septuagésima sexta Ópera de aquél maravilloso sonido chirriante de los violines en tal cuarteto. Pero no hay nada comparado, absolutamente nada en todo lo que cabe del vacío que la espléndida, y majestuosa obra maestra de la inverosímil beldad que sobrecarga el Segundo Movimiento de la Séptima Sinfonía compuesta por el genio, maestre y benévolo Ludwig Van Beethoven. Claro que se puede esperar de un poco de música melancólica tal como la de Erik Satie, y un poco de emoción viva de Schonberg, Prokofiev y Telemann.
No obstante estas jóvenes yeguas estaban realizando una casi exacta interpretación de Orlando Paladinom, el Primer Acto compuesto por Haydn: "Palpita ad Ogni Istante", si bien recordaba el nombre. Después del coro se interpretó unos minutos instrumentales de la Estación Invierno, compuesto por Antonio Vivaldi. Los músicos estaban instalados hasta donde la vista alcanzaba, cerca de las fosas de las aberturas más lejanas, y me emocionó el solo del violín, y pensé que alguien había estado usando playback, pero me resguardé mis comentario para cuando terminó el breve musical. A continuación habían realizado una corta ópera sacra de Deus Misereatur Nostri, una versión resumida que no pasaba de los dos minutos. Parecía que a los ponys de derredor se estaban muriendo de aburrimiento, y me aguanté las ganas de reprocharles por su desinterés, de cualquier modo me alegré en que hubieran gastado su dinero en algo que no disfrutaban.
Fue en gran parte de la interpretación de la Novena Sinfonía completa de Ludwig Van cuando casi todos abandonaron el teatro, después se reprodujo un emocionante musical épico de la Quinta Sinfonía de Karajan del segundo movimiento: Allegreto. Para finalizar y llegar al presente, estaban realizando los inexpugnables cantos de la fascinación de Mozart con Die Zauberflote, Acto II, No. 14 fue entonces que la hermosura se convirtió en un contexto inefable e insípido, lleno de grandes paisajes que sólo las grandes mentes comparadas con Picasso y Da Vinci, o con el gran Doré sólo pueden recrear. Era como contemplar todas las Bellas Artes en solo uno sólo.
"Sólo quien realmente ha sufrido, puede contemplar la verdadera belleza del mundo".
Y los cánticos a medida que se acercaban a su conclusión se entonaban más atronadores y propiamente siderales.
Llegó un intervalo en el que todo drásticamente se entrecortó en un silencio total, más adelante escuché los abucheos de los ponys que sí estaban prestando atención, y por unos segundos, creí ver a una propia entonación palpitante e ignífuga que se impregnaba junto con el sonido del chelo; sabía quien estaba tocando, pues yo mismo recordaba haberla visto en la mayoría de los teatros, recuerdo muy vagamente que su nombre era Octavia, pero no estoy muy seguro, loque, por supuesto, me tomó mucho a la sorpresa fue que tocaba magistralmente el instrumento, como si hubiera vendido su alma al Diablo para permitirle tocar de esa forma, describir las emociones que sentía en esos sonidos me son meramente indescriptibles, y en lo que a mí respecta no podrían ni de los mejores escritores sobrecargar sus párrafos con la hermosura de la música; más específicamente de esta pieza, cuyo nombre no recuerdo, pero era de Saint, de eso seguro.
Todo los ponys que aún quedaban en las gradas se quedaron en silencio abrupto, más tarde –cuando el solo de violonchelo había terminado– rompieron en aplausos e incluso algunos se habían levantado de sus asientos; la yegua hizo una reverencia y se retiró tras el telón de terciopelo rojo.
Es entonces donde se queda el último cántico que tanto me sorpendió, y que las pobres yeguas tuvieron que entonar por más de un minuto, la extraña voz que hizo a la mayoría abandonar el teatro, y la que me endemoniadamente me ató a las zonas más pintorescas de las infinidades del horror mismo, fui un tonto en no haber seguido a los demás ponys, fui un completo idiota al haber malinterpretado aquéllos argüíos que tanto me escarbaban la cordura, y las endebles vigas que cada minuto crujían como si éstas tuvieran hambre, como ladridos. Me aterré de todo esto muy tarde, pues sabía desde mi interior que algo andaba muy mal, ya que los cantos a medida que pasaba el tiempo se fueron prolongado como no sonidos articulados, y ya que el tiempo lo ameritaba, se estaban envolviendo en pulmones no equinos.
Sólo quedé yo en el teatro, aferrado a la silla con mis pezuñas, mientras que mi flanco se pegaba al respaldo como imán al magneto. Susodichamente me apegué a lo que podía tocar, y vi la intangibilidad que se ostentaba a un lejano radio de distancia, finalmente logré tomar estribos de mi cordura y cuerpo y salí disparado de la buhardilla, suspendido, y perdiendo esa escasa cantidad de aire y resistencia, me quedé zigzagueando hasta que mis cascos cesaron. Había al final una especie de corredor chato que se extendía a unos tres metros hasta llegar a un recodo, las paredes eran alumbradas por linternas de luz de gas, y por un instante presentí que éstas se habían apagado, pero fue todo lo contrario, mi vista poco a poco iba perdiendo fuerza, y a medida que pasaba el tiempo mis párpados se tornaban lánguidos. Seguía escuchando estruendosamente los cantos del escenario, esta vez supe con verdadero terror que ya no escuchaba voces equinas, sino que habían sido ajenas a algo que yo había escuchado, mis oídos comenzaron a escupir sangre, y mi mente poco a poco se iba mareando.
Poco tiempo después logré salir de los voluminosos portentos y llegué al exterior, a la fría noche que regía la acera. Me fui lo más pronto posible del alrededor hasta que llegué a una esquina llena de penumbra de mala muerte. Sin importan las circunstancias lo crucé y al otro lado divisé una carroza desocupada, con un semental de la guardia firme y seguro.
Me acerqué temiendo, pues sentía una maligna presencia que me seguía una y otra vez, observándome en los quinqués de las farolas. Finalmente éste guardia se percató de mi presencia, pero fui yo el primero en hablar.
–¡Cantos, cantos!, están aullando en el teatro Greenshield, son aullidos de equinos siderales aterradores, apañados de afán hereje. Yo los he escuchado, Dios me perdone, me retumban una y otra vez en mi cabeza, me duele, mi cabeza duele. Acompáñeme para que usted mismo vea los hechos, es terrible, terrible hasta que me pese, algo no está bien con esas yeguas, algo fuera de este sistema solar se ha apoderado de sus pulmones, ¡por favor!, ¡Sígame!
Parecía mentira, pero el guardia estaba más aterrado que yo. Más tarde le expliqué con aire más calmo la situación, y comprendimos las agallas no con más de tres sementales de la guardia real a explorar el teatro, lo que encontramos ahí fueron puros escombros y telas entretejidas con los sillones de terciopelo, como si un tornado hubiera arrasado en el lugar, o como si el teatro hubiera estado abandonado por años. Ya no había rastro de las yeguas, más que sus prendas tiradas en el escenario donde cantaban, unos rumores me hacen temer que habían sido evaporizadas, o enviadas a otro planetoide, pero no estoy enteramente seguro. Lo que hasta el día de hoy me sigue aterrando son los recuerdos de esos cantos, pues los recuerdo muy bien.
"Vly'eh it Dinken, et la svpelficie di la morte'sat, had a unsos'pected co galmour, Azaroth Vly'eh a Rlet o Sardonic, Benevulos in sos sacamento, inri ad morte piritu santi, I julhebet unred de sacamento- ¡Le Rosse, Le Rosse Fam! ¡Le Rosse Fam!"
Y, visitando la buhardilla en la que yo estaba aposento, no dejo de olvidar mi propio cuerpo pútrido, carcomido por gusanos y escarabajos, viendo el plano del escenario.
