No soy J.K Rowling ni sus personajes me pertenecen (por desgracia). Las tramas tampoco me pretenecen a mí misma, si no a mi imaginación, que ha decidido independizarse.
Nacemos para morir.
*Editado el 02/05/2017.
El llanto es una melodía que se gesta cuando menos lo esperas. Por desagracia, esa melodía sonó durante todos los años de su vida. Una melodía con forma de réquiem por lo que ambos pudimos ser y nunca fuimos.
Un hasta pronto que se fue alargando hasta convertirse en un hasta siempre.
Puedo recordar muchas cosas de ella, desde su perfume hasta sus miradas inquisitoriales cuando volvía de fiesta al día siguiente, cuando era un chaval adolescente. Si me esfuerzo, puedo recordar hasta momentos de mi infancia en los que ella estuvo muy presente. Nunca fue una madre convencional, pero algún que otro cuento me leía a espaldas del viejo Lucius. Sin embargo, de entre todos esos momentos, el último es siempre el que la mente graba en el corazón.
No sé cómo llegamos hasta allí; para ambos todo pasó demasiado deprisa. Sólo puedo recordar pequeños fragmentos de carreras, prisas y sobresaltos. La estabilidad sólo llegó cuando la miré, tendida en esa cama simple de hospital. La miré sin verla, sin comprender nada de lo que estaba sucediendo. La miré y ella me miró. Y sonrió. Fue una de esas sonrisas sinceras de las que se regalan sin esperar nada a cambio. Quise devolvérsela, pero en mi rostro solo apareció una sonrisa ladeada. Sí, de esas que te quieren transmitir tranquilidad pero expresan todo lo contrario.
Me hizo señas para que me acercase y fue justo lo que necesitaba para alejarme de Astoria y aquel medimago. Su charleta no me interesaba y la mente me pedía grabar absolutamente todo en mi retina. Los dejé hablando detrás, en el pasillo, mientras yo entraba en la habitación. Me acerqué y me senté en el borde de su camastro. Desde ahí podía verla mejor; podía apreciar hasta el más mínimo detalle de aquella antigua compañera de aventuras que todo me regaló. Ella seguía todos mis movimientos con sus ojos, tan brillantes como el primer día que vieron la luz del sol. Seguían siendo profundos, tanto que traspasaban el alma. Y azules, como un mar a punto de recibir a una tormenta. Ahora estaban rodeados por surcos cargados de historias en blanco y negro, de vivencias de épocas pasadas. Épocas de gloria sustentadas en el fracaso de unos ideales obsoletos, por ejemplo.
Observé su rostro imperturbable bañado por infinitas arrugas. Arrugas que le aportaban sabiduría, que mostraban la batalla del cuerpo contra el transcurso del tiempo. Su cabello seguía siendo largo aunque quebradizo. El negro y el rubio que antaño adornaban su melena habían decidido aunarse para dar paso al blanco de la vejez. Sus labios también habían cambiado; la delgada y fruncida sonrisa que en el pasado había sido rozada por algún carmín afortunado estaba en ese instante decorada por el rastro purpúreo de la falta de oxígeno.
Ante mí no tenía a mi madre, sino a una leve pincelada de su pasado, un frágil recuerdo de lo que fue. Elegante dama de aristocráticas costumbres, mujer de alta alcurnia y nobleza rebosante por cualquier poro de su piel. Suave y exquisito perfume entre los venenos de su familia. Así era ella para mí.
Su mano fina y esquelética, unida a unos desgarbados dedos, tocó mi mano con extremada lentitud y delicadeza. Le acaricié su antebrazo con suavidad, a modo de respuesta… Merlín bendito, que suerte la suya que nunca fue tocada por la Marca. Algo dentro de mí se rompió en ese momento. Comprendí con aquella dantesca imagen que la vida es larga pero al mismo tiempo corta, que los errores que ambos cometimos fueron perdonados por la sociedad, pero no por nuestras consciencias. Se iba, sin consuelo, ni pena, ni gloria.
Su voz ahogada pero autoritaria habló.
—Sabes lo que esto significa, ¿verdad, Draco?
—Madre, no…
—Shh… Escúchame, Draco. Ahora es el momento en el que te digo unas sabias palabras y tú las recuerdas el resto de tu vida—Una tos interrumpió su discurso, pero nada iba a pararla—. Pero eso sólo es propio de una buena madre y yo no lo soy.
— Madre, por favor, no diga usted sandeces…
—Déjame acabar —dijo ahogadamente. Se notaba que le costaba respirar cada vez más, y se mostraba furibunda por ello—. Draco, no puedo darte lecciones. En la vida he cometido muchos errores. Perdí a tu padre y en cierta parte te perdí a ti también. Eso es algo que jamás conseguiré perdonarme. Voy a abandonar este mundo sin quedar en paz por ello —Otra tos volvió a interrumpir su discurso, esa vez más fuerte que la anterior—. Lo que intento decirte es que todos mis aciertos y desatinos han valido la pena sólo por ver una sonrisa tuya. No puedo darte lecciones o consejos de cuáles son los misterios de la vida. La cruda realidad es que sólo nacemos para esto, para morir. Da igual todo lo demás, lo importante es que seas feliz. Morir morimos todos, Draco. Hasta que ese día llegue, al menos sé feliz. Te quiero, hijo.
—Madre, yo también la quiero —. No entendí nada de lo que me dijo, y daba igual. Todo estaba bien así.
—Ve con Astoria. Necesito descansar.
Salí de la habitación más desconcertado y embotado de lo que ya estaba antes. No entendí sus palabras, no entendí sus gestos, no entendí nada. Busqué respuestas en los ojos de Astoria, esperando que me diese todas las respuestas que guardaba el universo.
—No me ha dicho más que tonterías. Dice que si nunca va a perdonarse sus errores, que si todos morimos… No… no entiendo nada, Astoria ¿Qué le pasa?
—Draco, esto es complicado —me miró como miran los niños a sus madres cuando los descubren en una trastada —. Tu madre… sabe que esto es el final. Sólo ha querido despedirse apropiadamente de ti. Sólo…. busca redención en tu corazón. Que la recuerdes como tu madre, nada más.
Sentí la mano de Astoria en el lado izquierdo de mi pecho. Su mano pequeña y regordeta nunca había encajado tan bien en mi cuerpo como en ese momento. Quiso darme tranquilidad, hacer que su paz interior me tocara. No consiguió nada. Ella sabía que iba a doler, que iba a ser como arrancarme una extremidad. Lo sabía e iba a permanecer ahí para sanarme. Me regaló un pequeño y casto beso en los labios y entró en la habitación.
No me culpes por espiar aquel momento. Iba a ser el último ultimísimo en el que las dos mujeres que habían regido mi existencia iban a encontrarse. La diosa de mis días, mi protectora en las noches de oscuridad en mi infancia. Mi madre, mi todo, se iba.
Observé como el pequeño cuerpo de Astoria se acercó al camastro con sigilo felino; como su cabello acaobado cayó a un lateral de su cabeza como una fina cortina, tapando a mi visión el momento exacto en el que sus labios besaban la frente de mi amiga y compañera. Y entonces, la arropó con sumo cuidado con la sábana blanca de aquel hospital. La cubrió lenta y completamente, desde su cintura, pasando por sus hombros, su cuello. Su rostro.
Ya está. Ese fue el final.
Con el mismo sigilo con el que entró, Astoria salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Dos pequeños surcos húmedos cruzaban sus mofletes. Y lloró.
Aunque me cueste admitirlo, ambos lloramos. Recuerdo que me aferré a su cintura y lloré de rabia, de impotencia. De pérdida. Lloré porque me sentí más solo que nunca, más vulnerable que de costumbre. Al cabo de muchas lágrimas, Astoria se retiró de mi abrazo con suavidad para hacerme la pregunta que nunca os he podido responder, ni a ella ni a ti.
—¿Y ahora qué, Draco?
Ahora nada.
Después del llanto no viene nada. La melodía se acaba, los músicos se marchan. Y ya no queda nada.
¿Me dejáis un review para saber si os ha gustado? El cambio ha sido brutal, y me encanta.
