N/A. ¡Hola!
...
*Se hace el silencio.*
¡Sí, sorpresa! Sigo viva :3 ¡LO SÉ, MEREZCO MORIR! Hace milenios que no me paso por aquí; tanto que, de hecho, ni siquiera recordaba mi contraseña o cómo se publicaba algo (sí, adelante, podéis reíros).
Soy consciente de que seguramente queráis asesinarme. Reaparezco después de siglos y, ¿qué traigo? ¿Un nuevo capítulo de "La misma historia de siempre"? ¿Una actualización de "Si fuéramos aire"? ¡No! ¡Un Billansy! Y si os pasa como me ocurrió a mí cuando me dijeron que tenía que escribir este fic, seguramente os preguntaréis qué crucios es un Billansy. Pues parece ser que se trata de un Bill Weasley/Pansy Parkinson. Sí, yo también pienso que es la pareja más rara que me han encasquetado nunca. ¿Pero qué le voy a hacer? AliciaBlackM me mencionó en Facebook en uno de esos juegos en los que si no respondes antes de cinco minutos tienes que hacer algo, y yo, fiel a mis costumbres, llegué tarde. La muchacha, que es todo amor, me pidió un fic de esta pareja, y aunque me ha costado meses, al final la idea ha roto el cascarón.
No sé cómo de largo será (he decidido ir a brújula, sin esquemas previos ni escaletas de ningún tipo), pero creo que como poco estamos ante un three-shot. De ahí para arriba. Merlín dirá.
Y nada más. Que le deis una oportunidad a la pareja, porque sí, qué demonios, resulta que mola. Es tremendísimamente rara, pero creo que con el enfoque adecuado casi hasta podría funcionar. Vosotros (y especialmente tú, Alicia) juzgaréis si he logrado hacerla real o no.
¡Disfrutar de la lectura! Nos vemos al final del capítulo.
Alicia, esto es para ti. Fin de la N/A.
NOTA: el rating es provisional. Lo dejo en T de momento, pero si en algún momento se me va de las manos y la cosa crece, lo subiré a un M.
CAPÍTULO I
Como hojas movidas por el viento
Blaise hizo una floritura con la varita y el cuadro se enderezó solo en su posición sobre la chimenea. Satisfecho con su trabajo, Zabini sonrió y se volvió hacia los demás en busca de aprobación, pero descubrió que Theo y Daphne eran los únicos que estaban prestándole atención.
—Prácticamente perfecto —declaró Nott, asintiendo con convicción.
—Gracias —respondió Blaise sin mirarle, cruzándose de brazos y fijando la vista en sus otros dos amigos. Pansy y Draco cuchicheaban en una esquina, al parecer algo alterados. Blaise carraspeó sonoramente hasta que ambos lo miraron—. ¿Sabéis? No es mi casa. Solo estoy ayudando con la mudanza. Como mínimo podríais fingir que esto os interesa más que a mí.
—Lo que sea, Blaise —replicó Pansy, poniendo los ojos en blanco—. Solo es un maldito cuadro. La casa es una mierda de todas formas, y tú lo sabes. Ningún estúpido dibujo va a cambiar el hecho de que estoy obligada a vivir aquí, por muy recto que esté.
—Ya basta, Pansy —le reprochó Draco con severidad. Ella resopló de nuevo y se cruzó de brazos, apartando la mirada.
—Sí, todos sabemos que preferirías seguir viviendo en tu mansión en lugar de aquí. Yo también preferiría seguir teniendo Zabini Manor, como seguro que Draco preferiría que su padre no estuviera en Azkaban. Pero esto es lo que hay. —Blaise dio un paso hacia ella con su expresión más apaciguadora, pero Pansy siguió con la vista obstinadamente clavada en la pared de enfrente, unos centímetros más a la derecha del cuadro—. Y ahora, ¿puedes poner mejor cara, por favor? No podemos ayudarte a hacer esto más fácil si no te dejas.
Pansy apretó los labios, bufó y avanzó hasta el cuadro, poniéndose de puntillas para alcanzarlo y girarlo mínimamente con la mano. El borde inferior del marco quedó perfectamente alineado con la repisa de la chimenea.
—Ni con magia puedes hacer las cosas bien —masculló por lo bajo, y Blaise soltó una risita entre dientes, rodeándola por los hombros con un brazo.
—Vamos, princesa. Traemos las cajas que faltan y nos tomamos el resto del día libre, ¿eh? ¿Unas copas en el centro de Londres? ¿Qué me dices?
—Suena bien —sonrió Daphne.
—Yo también me apunto —dijo Theo. Draco permaneció en silencio, pero manifestó su conformidad con un gesto de cabeza. Pansy solo se lo pensó un par de segundos más antes de suspirar con resignación.
—Muy bien. Vamos a por las malditas cajas.
Draco asintió y en solo unos segundos desapareció por la chimenea con el fulgor verde de los Polvos Flu.
—Id adelantándoos —señaló Blaise a Theo y Daphne. Ellos se miraron con comprensión un instante antes de dirigirse también a la chimenea y esfumarse sin dejar rastro.
Solo cuando estuvieron completamente solos, Blaise se volvió hacia Pansy y le dedicó su sonrisa estrella, la que era toda dientes blancos y socarronería.
—Princesa… —empezó, tomándola por la cintura, pero ella sacudió la cabeza y se apartó de él dando un paso atrás.
—Ahora no, Blaise. No puedo, ni tampoco quiero. Ya te lo he dicho. Lo último que necesito en mi vida en estos momentos es un hombre para complicarla aún más.
Los ojos oscuros del mago se vieron atravesados por un centelleo de rechazo y tristeza, pero Blaise se recompuso rápidamente con un suspiro, alzando las palmas de las manos hacia el techo.
—Muy bien, lo entiendo. Pero que sepas que, si cambias de opinión, yo sigo aquí. Para lo que quieras. ¿Vale?
Pansy sonrió, incapaz de evitar que un deje seductor acaparara su mirada. Le dio un codazo suave a modo de broma al chico y le sostuvo con complicidad el brazo.
—Lo sé, Blaise.
—¿Nos vamos?
—Nos vamos.
Ambos se dirigieron a la chimenea.
Pansy fue la primera en desaparecer.
Como el hielo y el fuego
—A las ocho, Bill. Ni un minuto más tagde.
—Sabes perfectamente que no puedo. Tendría que salir antes del trabajo, y Sheridan no me quita el ojo de encima. Mis posibilidades de que me cojan para lo de Egipto ya son pocas sin necesidad de darle más motivos para tacharme de irresponsable.
—¿Y qué les digo a mis padges? —resopló Fleur, apartándose del rostro un mechón de pelo tan lacio, fino y claro que parecía casi una hebra de luz lunar. Pese a que ya hacía dos años que se había casado y mudado oficialmente a Inglaterra con su marido, su peculiar forma de rodar algunas erres y las cadencias de su acento marcadamente francés seguían resistiéndose a abandonarla. A veces, Bill pensaba que lo hacía a propósito, solo porque sabía que le daba un aire distinguido y exótico.
—La verdad. Que necesito que Sheridan me considere un candidato apto, y marcharme del trabajo antes de tiempo otra vez es una pésima forma de conseguirlo.
Bill dio media vuelta, dispuesto a salir del salón y terminar con esa discusión absurda de una vez por todas, pero Fleur lo interceptó bajo el dintel de la puerta.
—¡Hace dos semanas que tenemos planeada esta cena!
—¡Hace meses que espero una oportunidad como esta! Fleur, si no me mandan a Egipto en este viaje, tendré que esperar al siguiente. Y podrían pasar años.
—Entonces no vayas a Egipto.
—¿Qué?
Fleur apretó los labios, alzando la barbilla. Había una frialdad desconocida en sus ojos azules, pero también incertidumbre y temor. Bill sentía que nunca dejaría de maravillarse con la habilidad que tenía su mujer para parecer al mismo tiempo tan irrompible y tan vulnerable.
—No vayas. Es una pégdida de tiempo. ¿Qué hay en Egipto que pueda ser tan impogtante para ti?
Bill pestañeó, estupefacto.
—¿Lo dices en serio? —Fleur guardó silencio, y él sacudió la cabeza—. Lo hemos hablado mil veces, Fleur. Yo no… no puedo estar siempre confinado entre las mismas cuatro paredes. Llevamos dos años viviendo en esta casa. Sabes que te quiero y que eres lo más importante para mí, pero no puedes evitar que me asfixie aquí.
—¿Asfixiarte? —exclamó ella. De alguna manera se las apañó para alzar la voz y contraer el rostro en una expresión indignada sin perder realmente la compostura.
—Son las mismas caras todos los días, Fleur. Las mismas calles, las mismas casas, las mismas voces y el mismo cielo. Necesito salir de aquí antes de ahogarme.
—Pgometiste que te quedarías conmigo —replicó Fleur, apretando los puños y entrecerrando los ojos. Bill volvió a sacudir la cabeza.
—¡No voy a dejarte! No me iré a ningún sitio sin ti. Lo sabes perfectamente. ¡No es la primera vez que lo discutimos! —Ella siguió mirándolo con esa mezcla tan intensa de decepción y rabia, y Bill se apresuró a cogerla por los brazos dulcificando su tono y su expresión—. Piénsalo, Fleur. Si me cogieran, sería una aventura. Egipto te encantaría, ¡sé que lo haría! Ni siquiera puedes imaginarte cuánto lo echo de menos. ¿No estás cansada del verde? Allí todo es dorado. Las dunas enormes, el misterio de las pirámides, los cielos rojos al atardecer… ¡Imagínatelo! Es como mudarse al Sol. Como viajar a la mismísima superficie del Sol. ¡Y tampoco tenemos que quedarnos ahí! Después podría pedir el traslado a la India. Nunca he estado, pero dicen que la comida es extraordinaria, y sé que Sheridan está formando un equipo de rompemaldiciones allí. Y cuando nos cansemos de la India, podríamos…
—No —interrumpió Fleur. La evidente excitación que había crecido en Bill a medida que hablaba no parecía haber contagiado a su mujer, que, si acaso, parecía más dolida y desdichada.
—¿No, qué? —preguntó él en voz baja, sintiéndose como un cachorro apaleado.
—No puedo haceglo. Lo siento. No. No puedo. Lo siento.
La mirada de Fleur, siempre tan segura y decidida, se había empañado con un velo de lágrimas, y su tristeza parecía haberle llegado a la voz.
—¿Qué es lo que no puedes hacer?
—Nada de esto. No es en lo que habíamos quedado. No es lo que yo quería. —La primera lágrima se derramó, bajando por su mejilla y dejando tras de sí un camino brillante y húmedo—. No es lo que me pgometiste, Bill. Dijiste que no más viajes. Dijiste… dijiste que tendríamos una vida nogmal después de la guerra.
—¡Es una vida normal!
—No. No, no lo es. —Fleur negó con la cabeza y más mechones rubios le cayeron en el rostro, pero esta vez no se los apartó. Las lágrimas fluían ya sin interrupción, y Bill ni siquiera pudo reaccionar cuando ella dio un paso atrás zafándose de su agarre—. Tienes razón, ni siquiega es la primera vez que lo discutimos. Supongo que en el fondo siempre lo he sabido, pego no he querido creerlo. Fuimos demasiado deprisa. Tendríamos que haberlo pensado mejor. Esto no va a funcionag.
—¿Qué es lo que no va a funcionar? —insistió Bill. Algo parecido al pánico estaba apoderándose de su estómago, y de pronto sintió que podía perder la verticalidad en cualquier momento.
Fleur dio otro paso hacia atrás apartando la mirada. Un par de lágrimas habían caído ya sobre su fina camisa blanca.
—Nosotgos —susurró—.Yo no puedo vivig a tu ritmo, Bill, no puedo. Dejé a mis padges y a Gabrielle atrás para hacer mi propia vida aquí. Quiego tener mi casa, a mi marido, a mis hijos, a mis amigos, mi tgabajo. Nada de eso segá nunca posible si no hago más que perseguirte por todo el planeta.
—Entonces, ¿me pides que renuncie a mi vida soñada? —preguntó Bill con un murmullo. Su tono no era retórico ni mordaz, sino más bien resignado y melancólico. Fleur cerró los ojos un segundo antes de responder.
—No, Bill. Nunca te pediría algo así.
Un pensamiento fugaz atravesó la mente de Bill.
—Somos un matrimonio, Fleur. Un equipo. En todas las parejas hay que hacer sacrificios, y…
—¿Y qué? ¿Lo harías tú, Bill? —Fleur esbozó la sonrisa más triste del mundo, y Bill no pudo evitar pensar que incluso así era inmoralmente hermosa—. ¿Sacrificarías tu más pfogundo deseo? ¿Te condenarías a vivig para siempre en un mismo lugar por mí? ¿O me pedirías a mí que me sacrificara? ¿Que renunciaga a todo a lo que he aspigado desde que era una niña? ¿A esa calma y seguridad que es todo cuanto he ansiado para cuando acabaga esa espantosa guerra?
Bill guardó silencio, apretando los puños. Pocas veces en su existencia se había sentido tan derrotado como en ese instante, ese horrible momento en el que veía con cristalina claridad a la mujer de su vida escapándosele entre los dedos como arena sin poder hacer nada para retenerla a su lado. Porque en el fondo, aunque dolía, sabía que ella tenía razón.
Se querían. Se querrían para siempre.
Pero no estaban hechos el uno para el otro.
Hacía mucho ya que ambos lo sabían y jugaban a ignorarlo.
Los preciosos ojos azules de Fleur, acristalados por las lágrimas, se clavaron en los suyos con su sinceridad devastadora.
Bill supo que no había ya nada que pudiera hacer.
Se había terminado.
Como reos de camino a la horca
Pansy suspiró, frotándose los ojos con frustración antes de mirarse otra vez al espejo. No había encantamiento capaz de ocultar a la perfección esas odiosas ojeras.
—Yo te veo bien —dijo Blaise desde la habitación. Estaba sentado en la esquina de su cama, en el ángulo adecuado para ver el reflejo de Pansy en el espejo del cuarto de baño a través de la puerta.
—Tú siempre me ves bien —replicó ella distraídamente, echándose el pelo hacia atrás antes de resignarse y entrar en la habitación. Cogió el bolso de la silla donde lo había posado esa mañana y se lo colgó del hombro.
—¿Sabes? En realidad has tenido suerte. Madam Malkin es mejor que, no sé… Encantamientos Weasley o algo así.
—Sortilegios Weasley.
—Como sea. Lo que quiero decir es que, de todos los sitios a los que podrían haberte mandado para el rollo de los servicios comunitarios, te ha tocado uno bastante bueno. O sea, la ropa te gusta y todo eso, ¿no?
—Me gusta ponérmela, Blaise, no venderla. Deja de intentar pintar esto como si fuera un premio en vez del castigo que es.
Zabini alzó las manos con gesto apaciguador.
—Vale, vale, tranquila. Solo intento ayudar.
—Fácil para ti decirlo, ¿no? Has salido ridículamente bien parado de todo esto…
Blaise se limitó a ofrecerle su sonrisa habitual. Si Pansy no hubiera sabido que el nuevo primer ministro, ese tal Shacklebolt, era estrictamente heterosexual, habría pensado que Zabini había conseguido una condena tan laxa gracias a esa maldita sonrisa.
Aunque hacía ya un año que la guerra había terminado, los juicios se habían prolongado durante meses. Tras la sangrienta batalla final, el Ministerio se había encontrado con que había demasiados mortífagos que atrapar y llevar ante el Wizengamot, demasiados voluntarios para testificar, demasiadas versiones de cada maldita historia.
Para los Parkinson las cosas no habían acabado exageradamente mal si se tenían en cuenta los crímenes por los que se les juzgaba. El padre de Pansy había sido condenado a dos años de prisión más cinco de libertad condicional, y una gran parte de sus bienes —entre ellos Parkinson Manor— habían sido incautados por el Ministerio a modo de sanción. Pansy, debido a su poca brillante actuación en la Batalla de Hogwarts, llevaba ya dos semanas trabajando en la tienda de Madam Malkin, y así debería continuar durante al menos seis meses más. Se trataba de una especie de programa nuevo que se le había ocurrido a algún iluminado del Departamento de Seguridad Mágica, un proyecto cuyo objetivo era algo a medio camino entre la reinserción social de los adeptos al Señor Tenebroso más jóvenes y un castigo camuflado bajo el apelativo de "servicios a la comunidad".
En cuanto a la señora Parkinson, no había ni rastro de ella. Pansy y el señor Parkinson habían sido exhaustivamente interrogados respecto a su posible localización, pero la joven Slytherin, que ni siquiera tenía tatuada en el brazo la Marca Tenebrosa, había sido sincera al afirmar que no tenía ni idea de dónde podía estar su madre.
Sospechaba que su padre sí que lo sabía y, de hecho, que había sido él mismo quien le había aconsejado que huyera, pero había oído que los aurores le habían interrogado con Veritaserum y que ni siquiera así habían obtenido respuestas.
A Pansy, sinceramente, no le importaba demasiado dónde estuviera su madre. Deseaba que se encontrase a salvo, por supuesto, pero más allá de eso no se trataba de un tema al que le prestara especial atención. La señora Parkinson y ella nunca habían sido especialmente cercanas, y Pansy sabía que su madre era más que capaz de cuidarse sola.
—¿Quieres que vaya a buscarte cuando acabes? Podríamos ir a casa de Draco o algo así —propuso Blaise en ese momento, poniéndose en pie y acercándole la chaqueta a Pansy. Ella lo consideró un instante antes de sacudir la cabeza.
—No, estoy cansada. Volveré a casa. Ya quedaremos con él otro día.
Blaise se encogió de hombros y salió de la habitación, liderando la marcha hacia la puerta de la pequeña casa.
En cuanto lo hubo perdido de vista, Pansy comprobó una vez más que todos los libros estaban dentro del bolso.
Después, salió en pos de Blaise.
Como perdido y sin rumbo fijo
Bill entró en Sortilegios Weasley con las manos en los bolsillos, haciendo que la figura de un pequeño elfo diabólico que colgaba del marco de la puerta diera un agudo chillido para alertar de su presencia y le llamara carapedo.
Por las escaleras laterales apareció Ron, cuya sonrisa de vendedor adquirió la calidez de una sonrisa de hermano tan pronto como reconoció al recién llegado.
—¡Bill! ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí?
Ron llegó junto a él y lo abrazó sin esperar respuesta. Bill se dejó hacer, sonriendo suavemente ante el entusiasmo de su hermano pequeño. Cuando se separaron, Ron le dedicó lo que sin lugar a dudas era una mirada evaluadora.
—Solo me he pasado a saludar, tengo una hora libre… ¿Y George? —preguntó, más para evitar el examen al que estaba siendo sometido que por verdadera curiosidad.
—En la trastienda —indició Ron con un gesto vago—. Oye, Bill… ¿Qué tal estás? ¿Lo llevas bien?
Bill se sintió tentado de hacerse el tonto y preguntar qué era lo que se suponía que tenía o no que llevar bien, pero se contuvo. Sabía que habría sido ridículo: desde que Fleur y él se habían separado hacía un mes, parecía que nadie le hablaba de otra cosa.
Se preguntó qué responder. Se sentía deprimido y alicaído casi todo el rato, y echaba de menos de una forma brutal a su mujer, pero suponía que no más de lo normal dado lo reciente que estaba todavía su ruptura. Por mucho que supiera que Fleur había tenido razón al señalar —y no por primera vez— que su matrimonio estaba abocado al fracaso desde el principio por sus planes de futuro incompatibles, seguía queriéndola tanto como el día que había dado el sí, quiero.
Acabó por encogerse de hombros sin sacarse las manos de los bolsillos, un gesto que su mujer —ex-mujer, debía recordarlo— habría juzgado con una mirada reprobatoria por considerarlo demasiado ordinario.
—Supongo que estoy pasando por las fases del duelo en el orden adecuado —murmuró, paseando la mirada por el establecimiento.
Ron enrojeció ligeramente y asintió. Nunca había sido muy dado a hablar de sentimientos, ni los suyos ni los ajenos, así que Bill supuso que ahí era donde moría esa conversación. De pronto, los ojos del más joven se iluminaron con un entusiasmo casi infantil.
—¡Oh, se me olvidaba! George ha tenido una idea increíble. Es un invento genial, de verdad. Bueno, lo es cuando funciona, cosa que no pasa siempre… Pero tienes que verlo, te encantará.
Bill sonrió, animado por el cambio de tema y por la perspectiva de poder presenciar una nueva invención de George, quien desde la muerte de Fred parecía haber asumido la difícil tarea de suministrar al mundo todas las risas y alegrías que deberían haber proporcionado los dos hermanos en conjunto. Casi parecía que hubiera absorbido parte de la personalidad de su gemelo, como si creyera que representando ambos papeles a la vez podría mantener a Fred con vida.
Ron dio media vuelta sobre sí mismo, girándose hacia la puerta roja que se apreciaba al fondo de la tienda. Haciendo bocina con las manos, gritó:
—¡Eh, George! ¡Sal! ¡Enséñale a Bill la nueva broma!
Del otro lado de la puerta surgió un sonido similar a una explosión seguido de una ristra de blasfemias. Después, George respondió a voces:
—¡Ahora no puedo! ¡Ron, mueve el culo y ven a ayudarme!
Bill contuvo la risa mientras Ron le dedicaba una mueca nerviosa a modo de disculpa.
—Enseguida vuelvo —dijo atropelladamente antes de echar a correr hacia la trastienda.
Cuando estuvo solo, Bill dejó escapar la risilla que antes había intentado salir de sus labios, y se dio la vuelta para apoyarse en el cristal del escaparate mientras esperaba a que Ron regresara.
Hacía poco habían abierto una cafetería frente a Sortilegios Weasley, y esta incluía una pequeña terraza donde magos y brujas se sentaban para disfrutar del sorprendente buen tiempo con el que Londres parecía estar obsequiándoles.
Bill se recostó de lado contra la luna y dejó vagar la mirada por encima de los clientes de la cafetería.
Al fondo había un hombre que le resultaba familiar, tal vez de Hogwarts o quizá del trabajo. No estaba seguro. La verdad era que nunca había sido demasiado bueno para recordar caras.
Algo más a la derecha, un par de brujas de mediana edad se inclinaban sobre lo que podría haber sido la carta del local o una revista, aunque la distancia no le permitía asegurarlo.
En una de las mesas más apartadas, una chica notoriamente más joven que él estudiaba atentamente un libro con una taza frente a ella. Bill se enderezó un poco, observándola con más interés. Tenía el pelo muy oscuro y liso, cortado a la altura de los hombros, y cerraba los puños con fuerza a ambos lados del libro. Su expresión, que en un primer vistazo podía ser confundida con un rictus de concentración, parecía denotar casi rabia, como si el texto que estaba leyendo fuera el culpable de un terrible agravio hacia su persona.
Le resultaba tremendamente familiar, más incluso que el mago de la esquina, pero al igual que con él, no fue capaz de ponerle nombre.
Justo en ese momento, Ron regresó a su lado.
—Ya estoy aquí. Eh… ¿qué miras?
Bill no respondió, pero Ron se puso de puntillas para ver por encima de su hombro y siguió su mirada hasta dar con la chica. Su nariz se arrugó con desagrado.
—Ah, Parkinson —musitó. Bill se volvió hacia él.
—¿La conoces?
Ron se encogió de hombros como si no tuviera mayor importancia.
—Sí, Pansy Parkinson. Iba a Slytherin. En mi curso, quiero decir.
—Parkinson —Bill paladeó el apellido, y entonces recordó lo que había leído en las noticias de los últimos meses—. Es la hija de ese mortífago, ¿verdad? Amadeus Parkinson o algo así.
Su hermano volvió a encogerse de hombros.
—Supongo. No sé cómo se llama su padre, pero sí, fue mortífago.
Bill se giró de nuevo hacia la chica.
—¿Y qué hace ella allí?
Ron la miró también otra vez.
—Está trabajando con Madam Malkin. Como condena, quiero decir. Eso me dijo Hermione al menos. Yo no testifiqué en su juicio.
—¿Por qué no? —preguntó Bill sin volverse.
—No hubiera sido objetivo. La detesto. En Hogwarts siempre se portó como una auténtica arpía. Incluso pretendía que entregáramos a Harry el día de la Batalla… ¿Por qué te interesa?
Esta vez sí, Bill le dio la espalda al cristal para devolverle la mirada a Ron.
—No lo sé. Es extraño. ¿Una hija de mortífagos joven y sola leyendo en la terraza de una cafetería en mitad del Callejón Diagón a plena luz del día cuando todavía se están celebrando juicios?
—Sí, a mí también se me caería la cara de vergüenza. Deberían encerrarse en sus estúpidas mansiones y no salir nunca más —murmuró Ron con rencor, pero Bill negó con la cabeza.
—No me refiero a eso. Quiero decir que, ¿no tiene sentido de supervivencia? Con la cantidad de ataques que está habiendo a todos los que tuvieron cualquier tipo de relación con los mortífagos, casi parece que esté buscando problemas.
Ron detectó el tono de asombro y diversión de Bill y lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Quién, Pansy? Problemas tendría quien se metiera con ella, no te haces una idea del mal genio que se gasta… —Bill volvió a girarse hacia la calle, y Ron chasqueó la lengua—. Estaba en el bando equivocado. No puedes hacer eso.
—¿Hacer qué?
—Mirarla así.
—¿Así, cómo?
—Como si… la admiraras.
—No la admiro. Pero las personas valientes y obstinadas me inspiran respeto.
—¿Valiente? Solo está leyendo en una cafetería. Lo único digno de mención que veo yo es que sepa leer. Admito que eso me sorprende.
Bill puso los ojos en blanco.
—¿A cuántos mortífagos has visto últimamente en el Callejón Diagón solos, sin amigos ni acompañantes?
—Pues…
—Ya te lo digo yo: a ninguno. No digo que esté bien ni mal, pero es una realidad: la gente está desesperada. Hay quienes lo han perdido todo y no tienen miedo ya de lo que pueda pasarles, y su sed de venganza es insaciable. Los mortífagos lo saben, así que se guardan las espaldas los unos a los otros y se cuidan mucho de no ponerse en posiciones demasiado vulnerables. Esa chica, Ron, es una puñetera diana con luces de colores alrededor.
—Es imbécil.
—Es osada. Me pregunto qué estará leyendo con tanto afán...
—Y ya estás mirándola de esa manera otra vez. Para ya, por Merlín. Pareces idiota.
Bill estuvo a punto de responder, pero George eligió ese momento para salir de la trastienda. Llevaba un trapo en las manos y tenía la mejilla izquierda manchada con una sustancia verdosa sospechosamente móvil. Su habitual sonrisa desmedida le iluminó la cara, y Ron se dirigió hacia él.
Tras una última mirada a la chica de aspecto enfadado que desafiaba las leyes de lo racional al otro lado del cristal, Bill le siguió, no sin antes repetirse mentalmente el nombre de la bruja.
Pansy.
N/A. Hola de nuevo. ¿Qué tal, qué os ha parecido? Sí, lo sé, realmente no ha ocurrido gran cosa en este capítulo, pero en mi cabeza Pansy siempre será de Blaise, así que necesitaba hacerles una pequeña introducción para aclarar por qué he generado un canon en el que no están juntos. De la misma forma, quería justificar que Bill y Fleur tampoco lo estuvieran, y como no quería hacer desaparecer su historia juntos de un plumazo, decidí darles un final digno.
En el siguiente capítulo, nuestra extraña pareja se encontrará por fin. ¡Gracias por darle una oportunidad!
¿Me odiáis demasiado como para dejarme un review, aunque sea pequeñito? :3
MA.B
