William siempre había sido mejor que Ángel. Era mejor persona cuando estaba vivo, porque para que engañarnos, Liam era un gilipollas de humano. Spike había sido mejor vampiro que Angelus, porque ni siquiera en los peores momentos de El Sangriento le había dado por las elaboradas y crueles torturas psicológicas que tanto le gustaban al irlandés. Pero claro, él no tenía nada que hacer. Porque aunque hubiera renunciado a Drusilla, aunque hubiera renunciado a neutralizar el chip, aunque hubiese renunciado a cazar humanos, incluso sin alma, él no era Ángel. Él, que era capaz de amar, aunque dijeran que no podía ser, como había amado a Dru, desesperadamente, con el ansia de la única otra mitad que puede entenderte. Amar, como amaba a Buffy, porque ya siempre amaría a la cazavampiros, aunque fuera en contra de su naturaleza. Él no era suficiente.
Ni siquiera el alma, el alma que había recuperado para ganarse el respeto y el amor de aquella zorra que no había hecho otra cosa en años que aprovecharse de él, de sus conocimientos, de su comprensión, de su sexo, había cambiado un ápice la actitud de la rubia. El alma había traído las voces, la culpa (más culpa, aunque creyeran que no podía conocerla antes), y claro, el tormento por haber intentado violarla. Y joder, había sido un gilipollas. Pero había cambiado. Y a ella no le importaba el reinado del terror al que le había sometido Angelus, pobre Angelus, que no podía evitar ser malo por echar un mal polvo (Darla te confirmaría que era un mal polvo).
Pero William espera, aterido en el sótano del instituto. Espera de todas formas. Algún día le perdonara, claro. O se morirá. Los mortales se mueren. Y las cazavampiros más rápido. De hecho esta ya ha muerto un par de veces, y alguna no volverá. Él se arrancará el corazón (o se clavará una estaca, o se pondrá al sol) y fin. No habrá más que esperar. Así que deja que las voces le torturen, todos los muertos le susurran al oído su responsabilidad, y espera. A que le quiera. A que le mate. A que se muera.
