No quiero tomates ni cuchillos, pero necesitaba escribir esta historia, surgida de unas conversaciones con AngelesPG.
Aunque con los tomates me haré ensalada, y con los cuchillos, cortaré los tomates :)
So, don't kill me… Please…
Descargo de responsabilidad: la maravillosa Akagami no Shirayukihime pertenece a Akizuki sensei.
CÁSATE CONMIGO
LA EPIDEMIA
—Cásate conmigo —dijo Izana, de pie tras ella.
Shirayuki se limpió la tierra de las manos en su mandil, y sin levantar la cabeza de entre sus plantas, por enésima vez le contestó.
—No.
Tres años antes, la muerte había venido en barco.
Varios de sus marineros venían enfermos, y la comandancia del puerto, siguiendo el procedimiento habitual, inmovilizó su carga y mantuvo en cuarentena a la tripulación. Pero llevaban más de una semana en alta mar, y a los hombres les urgían las gargantas por cerveza fresca y las manos por carnes femeninas. Así que poniéndose de acuerdo, sobornaron al agente de aduanas que los custodiaba para que hiciera la vista gorda cuando desembarcaran. Les daba igual la fiebre y prometieron estar de vuelta antes del cambio de turno.
Total, los de Clarines siempre han sido unos exagerados, pensaron. Nadie se ha muerto nunca por un catarro.
Tres días después, estaban muertos.
A la semana, empezaron a llegar los enfermos.
La fiebre alta era el primer síntoma. A algunos les provocaba delirios, otros conservaban aún sus sentidos. Venía asociada siempre al dolor intenso de huesos y músculos. A los tres días, el cuerpo apenas podía retener líquidos y aparecían los vómitos, la diarrea y también las cefaleas intensas, como si te estuvieran apretando las sienes con una prensa de carpintero. El quinto día, los capilares empezaban a romperse, llenando la piel de pequeños puntos rojos. Petequias. Todos las sufrían. Los ojos hundidos entonces se tornaban rojos, como si hubiesen estado expuestos sin clemencia a la arena y al humo, o como si hubieran sido golpeados con saña, y la nariz comenzaba a sangrar sin previo aviso. A los menos afortunados, se les formaban bolsas de sangre bajo la piel intacta y por los oídos no dejaba de manar un hilo de sangre espesa. La sangre teñía sus vómitos y heces, y las encías sangrantes se retraían como si fueran las de un animal enfermo.
Estos últimos, inconscientes desde hace días, siempre morían.
Ocho días. Esa era tu esperanza de vida.
Con el diagnóstico de los primeros casos, Izana cerró las puertas de la capital. Nadie debía abandonarla a riesgo de propagar la enfermedad por el reino. Los Wistalia daban gracias a los cielos porque todos los infantes reales, los dos de Zen y los dos de Izana, estuvieran lejos, desde el principio del verano, visitando a su abuela en el Castillo Wilant, al norte, bajo la protección de Kiki y Mitsuhide.
Encerrados entre los muros de la ciudad, pronto el pánico a contagiarse corrió como la pólvora. La multitud se apiñaba en las puertas, custodiadas por soldados armados con picas y lanzas. El desdichado Obi murió en los disturbios de los primeros días, pisoteado por la turba enloquecida que abarrotaba los puertos, desesperada por salir del país. Pero era tarde, nadie podría marchar por mar. Izana había mandado dejar fondeados los navíos en mar abierto sin guarnición que los custodiara y había ordenado hundir cualquier otra embarcación que quedara en el puerto.
Shirayuki tomó para sí la triste misión de comunicarle a su esposa, embarazada de ocho meses, la negra noticia. Llevaban casados poco más de un año y en su momento, Obi había sorprendido a todos anunciando sus esponsales con Akari, una de las ayudantes en la farmacia de palacio, porque no se le conocían amoríos y rechazaba a cuanta muchacha se le acercaba. Su vida se reducía a su pequeño grupo de cuatro, al que poco a poco se le fueron uniendo los hijos de Zen y Shirayuki. Y ahora Obi ya no estaba… Ya nunca vería a su hijo jugar con los suyos.
Pronto los hospitales colapsaron e Izana abrió el castillo para atender a su pueblo. Todas las salas, con sus fastuosos salones de baile y la regia sala de audiencias, se convirtieron en improvisado hospital. Colchones, catres y futones se extendieron en el suelo. Médicos, físicos, farmacéuticos, herboristas y hasta matasanos, curanderos y sacamuelas prestaban sus servicios. Cualquiera que tuviera la mínima formación era bienvenido porque las manos siempre eran pocas, y el número de contagiados aumentaba día tras día.
Entonces los reyes enfermaron.
Y esa misma noche, de madrugada, Zen se despertó ardiendo en fiebre.
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NOTA: Los entendidos en medicina y ciencias de la salud (sí, tú…), ruego me disculpen. He combinado el cuadro clínico de varios tipos de fiebres hemorrágicas a mi conveniencia, por lo que la enfermedad aquí descrita no corresponde estrictamente a ninguna real.
