Capítulo 1

Beth estaba soplando a su café distraídamente mientras veía a los ancianos jugando a las cartas sentados en una mesa. Sintió una corriente de aire frío recorriéndola y se arrebujó aún más en su rebeca de punto, acercándose la taza a los labios para tomar un diminuto sorbo. Arrugó la nariz al notar la lava líquida corriéndole por la garganta.

—Estás aquí —oyó una voz a sus espaldas. Se giró y vio a Rosita inclinada sobre el mostrador, mirando su café con deseo—. ¿De dónde has sacado eso? La cafetera está estropeada.

—Siempre me traigo mi termo de casa —explicó Beth, dándose la vuelta para pasar hacia el interior de la pequeña oficina y sacar el recipiente de su bolsa.

—Te amo —dijo Rosita, acercándole una taza para que Beth vertiera el oscuro líquido. La mujer se relamió al notar el olor invadiendo toda la estancia—. No hay nada mejor para el frío que esto.

Beth sonrió.

—Aunque ojalá pudiéramos tener calefacción. Tenemos una chimenea y no la utilizamos.

—No traga bien el humo —explicó Beth—, acabarían todos asfixiándose.

—Hablando de los ancianos —saltó Rosita, soltando la taza encima del mostrador y agachándose para rebuscar entre uno de los archivadores—. Necesito que vayas a ver a la señora Dixon.

— ¿Qué ha pasado?

—Lo de siempre. Anoche volvió a tener uno de sus colapsos nerviosos y tuvimos que sedarla, pero esta mañana ya estaba casi igual de nerviosa. No deja que nadie más se le acerque. Si pudieras ir y estar un rato con ella…

—Claro —respondió al instante Beth, antes de soltar su taza de café junto a la de Rosita y salir de la oficina—. ¡Luego te veo!

—Chao —la despidió Rosita, guiñándole el ojo.

Beth se apresuró en recorrer la distancia que había hasta las habitaciones de los ancianos. Cuando llegó hasta la 412, tocó suavemente en la puerta y entreabrió ligeramente, asomando la cabeza por el hueco:

—Buenos días, señora Dixon —murmuró, sonriendo—. ¿Puedo pasar?

La anciana yacía en la cama, con la cabeza vuelta hacia la ventana y los brazos llenos de vías por los que seguramente estarían inyectándole tranquilizantes. Muchas veces ni siquiera la oía, de tan medicada que estaba, y simplemente pasaba para ayudarla a asearse o llevarla al comedor. Sin embargo, aquella vez giró la cabeza y la miró largo rato antes de asentir.

Beth pasó y cerró la puerta tras ella, antes de acercarse hasta su cama.

— ¿Cómo se encuentra esta mañana, señora Dixon?

—Mm… —murmuró la mujer.

—Voy a recolocarle las almohadas para que esté más cómoda, ¿de acuerdo? —la alzó poco a poco mientras la ayudaba a moverse—. Eso es, con cuidado. Ya está.

Volvió a taparla con las sábanas y entonces cogió el sillón que había junto a la cama y lo acercó aún más, antes de sentarse junto a ella.

—Hoy hace un día precioso, ¿lo ha visto? —Dijo, señalando hacia la ventana—. ¿Qué le parece si montamos la silla y vamos las dos a dar un paseo?

La anciana no respondió, y a pesar de que lo esperaba, no disminuyó la decepción que sentía cada vez que ella la ignoraba o se negaba a hacer algo. Había días en los que se mostraba menos reacia a hacer algo e incluso era capaz de intentar bajar por su cuenta hasta el comedor o comer algo, pero la mayoría de las veces –como aquella- la anciana estaba tan encerrada en su propio mundo que parecía incapaz de realizar hasta la más sencilla de sus tareas.

Nadie en la residencia sabía qué le había ocurrido a la desdichada. La mujer había llegado después de que se cayera por la ventana de su casa y se rompiera varios huesos. Los ATS dijeron que había sido casi imposible meterla en la ambulancia, de lo nerviosa que estaba. Lo único que quería era volver adentro, pero no podía moverse del suelo sin chillar de dolor. Tras casi dos semanas en cuidado intensivo, finalmente la llevaron a Rosewood. Era una residencia pública, sin apenas subvenciones ni fondos, pero al menos tenían una cama para ella y gente que se preocupara de que no volviera a caerse desde un segundo piso.

Al principio había resultado tan difícil acercarse a ella de cualquier forma, incluso con algo tan simple como intentar ayudarla a levantarse de la cama, que algunos de los auxiliares la habían apodado "la fiera". A Beth le parecía de todo menos divertido. Estaba claro que no había tenido una vida fácil si era tan desconfiada. Además, cada vez que la miraba a los ojos, esos penetrantes ojos azules que tenía, la invadía la sensación de que tras esa mirada perdida se escondía más de una historia que ella estaba deseando escuchar.

Así que continuó yendo cada día a visitarla, a encargarse de ella personalmente. No fue especialmente difícil conseguir que le cambiaran los turnos para cuidar a "la fiera", pero sí que lo fue conseguir sacarla de su cascarón, sobre todo cuando le daban aquellos colapsos nerviosos en los que no había forma alguna de calmarla que no fuera con medicación. Pero poco a poco fue consiguiendo que saliera de aquella fortaleza que se había creado y empezara a compartir partes de su pasado con ella. No cosas muy trascendentales, sino más bien detalles pequeños, como que sus flores favoritas eran las margaritas, que su marca de tabaco preferida era Camel o que no había nada que le gustara más que aquellas revistas antiguas de temática pin-up.

Beth estaba danzando de arriba abajo por su habitación, tratando de recolocar bien las flores en el jarrón, abriendo más las cortinas y tratando de ponerlo todo en orden, tan concentrada que le costó unos segundos darse cuenta de que la anciana la estaba llamando.

—Perdone, señora Dixon —se disculpó Beth—. ¿Qué decía?

—Cántame, Beth —rogó ella por un hilillo de voz—. Canta un poco, hoy hace frío...

A veces Beth se preguntaba si de veras entendía que lo que decía no tenía ningún sentido, pero de ninguna manera iba a hacer un comentario sobre aquello. En su lugar, se aproximó a su cama y sonrió.

—Claro que sí —le aseguró, antes de tomarle la mano con suavidad. Para su sorpresa, ella no se apartó de sopetón. Beth le sostuvo la mirada mientras cantaba en voz baja:

Every man has a right to live,

Love is all that we have to give

Together we struggle by our will to survive

And together we fight just to stay alive

Struggling man has got to move

Struggling man, no time no lose

I'm a struggling man

And I've got to move on

. . .

Y mientras la anciana movía la cabeza con suavidad al ritmo de su voz, con los ojos cerrados y una suave sonrisa en los labios, Beth se reafirmaba una y otra vez en por qué había decidido empezar a trabajar en Rosewood. Por cosas así. Sólo por poder ver a personas como la señora Dixon en paz por unos minutos.

. . .

Beth ocupó una silla junto a Rosita y Lori en una de las mesas de la zona de descanso.

—Ya es el quinto que me tomo y sólo es la hora de comer —se quejó Lori mientras miraba su café.

—Sí, hoy ha sido un día movidito —coincidió Rosita, enterrando la cara en las manos. De pronto, levantó la cabeza, como si acabara de acordarse de algo. Rosita solía hacer eso con bastante frecuencia, por lo que había visto Beth—. ¿Sabéis qué es de lo que estaban hablando hoy los doctores?

—No deberías escuchar conversaciones ajenas —la riñó cariñosamente Lori. Rosita frunció el ceño, pero continuó igualmente:

—Esto es importante, Lori. Están pensando en expulsar a la señora Dixon.

— ¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Lori con tono de evidente preocupación.

Beth levantó la cabeza de su sándwich tan rápido que se hizo daño en el cuello, pero en aquellos momentos no estaba demasiado pendiente de ella misma como para darse cuenta.

—Al parecer están cansados de sus desvaríos, y se ve que ayer fue el colmo —Rosita se inclinó hacia delante antes de bajar la voz—: El doctor Jensen trató de meterla en la cama y ella le gritó unas cosas no muy agradables antes de arañarle toda la cara.

— ¿Fue ella? —intervino Beth. Aquella mañana, al ver la línea rojiza que se extendía a lo largo de su mejilla, se había preguntado si quizás tenía un gato especialmente revoltoso. Sin embargo, no se había atrevido a preguntarle. El doctor Jensen era un hombre casi igual de anciano que sus pacientes y era, sin duda, el hombre más antipático que Beth se había encontrado en su vida. No importaba lo mucho que ella fuera educada, sonriera y tratara de hacerle levantar ligeramente las comisuras de la boca, él siempre permanecía con aquella expresión de seriedad inmutable.

Rosita asintió.

—Se cabreó tanto que casi pierde los papeles con ella. Después de que la sedaran, se fue directo hacia dirección y les dijo que no pensaba seguir trabajando en esas condiciones. Alexis y Frank juran que podían oírse los gritos desde la entrada —Rosita soltó una risita. Ella era de las que más odiaba al doctor Jensen.

—Pobre mujer —suspiró Lori—. Parece que no se dan cuenta de que es una persona. ¿Y qué van a hacer, echarla a la calle como si fuera un perro?

—No lo sé —su compañera se encogió de hombros—. Supongo que deliberarán y tomarán una decisión, pero a menos que cambie su comportamiento, dudo mucho que se le permita quedarse. Seguramente la enviarán a Versan.

— ¿Qué dices? —Saltó Beth—. Pero si ese lugar es horrible.

—Helen trabajó allí un tiempo. Dicen que tenían que calentar el agua en cacerolas porque no había agua corriente —comentó Rosita.

Beth abrió mucho los ojos, horrorizada.

—Tenemos que hacer algo —dijo. Sus compañeras la miraron y suspiraron.

—Cielo, me temo que no podemos hacer mucho —Lori le cogió la mano con suavidad, tratando de apoyarla—. Sé que le tienes mucho aprecio, pero no es nuestra decisión. Nadie quiere ocuparse de ella, y no tiene a nadie que se encargue. No piensan gastar dinero en alguien que les dé más problemas —añadió con amargura.

— ¿Y si encontrara a algún familiar? —Dijo Beth de pronto, casi como si se hubiera encendido una bombilla en su mente—. Alguien que pudiera venir a pasar tiempo con ella, que la cuidara. Seguro que la dirección apreciaría eso. Así estaría más tranquila, mucho mejor.

— ¿Y dónde vas a encontrarlo? —Preguntó Rosita—. Tú estabas aquí cuando los ATS llegaron. En su casa no había nadie, y en los dos meses que estuvo en el hospital, nadie cogió el teléfono cuando llamaban. No creo que tenga a nadie.

—Pero, ¿y si lo encontrara? —insistió Beth. Lori suspiró.

—Entonces supongo que podrías intentar retrasar todo esto un poco más, pero eso no significa que… —pero Beth ya se había levantado de golpe, volviendo a toda prisa hacia la 412.

La señora Dixon estaba mirando al techo, con los ojos tan inexpresivos como siempre. Pegó suavemente en la puerta, pero aquella vez no esperó su permiso para entrar.

—Señora Dixon —comenzó—, necesito hablar con usted.

La mujer no contestó, pero hizo un ligerísimo gesto para constatar que la había oído. Beth se acercó a su cama inmediatamente.

—Necesito que hablemos de su familia —dijo directamente, sin andarse con rodeos. Ella no contestó, pero por la forma en la que sus hombros se tensaban, Beth supo que también había oído aquello—. Es importante.

Permaneció unos segundos en silencio, esperando por una contestación. Suspiró, casi desesperada.

—Escuche, por favor, no se lo pediría si no fuera absolutamente necesario. ¿Está casada? ¿Tiene marido?

—Marido no, marido no, marido no —comenzó a decir, sacudiendo la cabeza demasiado bruscamente para ella. Beth la sujetó con cuidado por los hombros para tratar de calmarla.

—Está bien, está bien, no pasa nada —le aseguró Beth. Se quedó así hasta que los hombros dejaron de temblarle, y entonces apartó las manos, consciente de lo poco que le gustaba que la tocaran—. ¿Hermanos? ¿Tiene hermanos o hermanas con los que mantuviera contacto? —La mujer tardó un poco, pero finalmente negó con la cabeza—. ¿E hijos? ¿Tiene hijos?

Ni siquiera esperaba que le respondiera. Estuvo varios minutos con los ojos clavados en aquél techo lleno de manchas de humedad, casi como si estuviera en shock, antes de que sus labios se abrieran levemente. Lo dijo tan bajo la primera vez que ni siquiera la entendió bien al principio, pero entonces entendió.

— ¿Cajón? ¿Éste cajón, señora Dixon? —preguntó Beth, señalando hacia la mesita de noche que había junto a su cama. Ella no respondió, y entonces Beth abrió el primer cajón. Se encontró una caja de metal, el antiguo recipiente de lo que había contenido galletas de mantequilla. Lo tomó entre sus manos, y al ver que la señora Dixon no reaccionaba de ninguna forma, lo abrió.

Dentro había multitud de fotos. Algunas en un color desvaído, otras en blanco y negro, pero todas con la fecha y alguna anotación debajo. Beth fue pasando las fotos una a una, hasta que finalmente llegó a las más recientes. Se detuvo en la penúltima, que sacó del montón y sujetó frente a la anciana.

— ¿Éstos son sus hijos, señora Dixon? ¿Merle y Daryl? —preguntó.

—Mis niños —murmuró la anciana, girando levemente la cabeza hacia la foto. Alzó una mano temblorosa y cogió la foto—. Mis bebés.

— ¿Sabe dónde están? Quizás podría llamarles para que la visitaran. ¿Le gustaría?

La mujer levantó la vista para mirarla, como si hubiera vuelto a irse. Negó una sola vez.

—Lejos —dijo simplemente. Beth quiso gimotear de frustración. Tomó con cuidado la foto de entre los arrugados dedos de la anciana y observó la fotografía. Era una mujer –la señora Dixon, intuía Beth- de unos treinta y pocos años, y dos niños. El más mayor, de unos diez años, miraba a la cámara con expresión seria, mientras que el más pequeño, que Beth suponía, no tendría más de tres, tenía el puño enterrado en la boca, apoyado contra el pecho de su madre. Beth sintió que se le rompía el corazón. No era la primera ni la última habitante de aquella residencia cuyos hijos nunca aparecían, pero con ella era especialmente doloroso, porque lo único que era capaz de pronunciar era "mis bebés" en voz baja, en un tono tan angustiado que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.

—Yo encontraré a sus hijos, señora Dixon —le prometió Beth.

. . .

Beth se pasó los siguientes dos días sin parar de corretear de un lado a otro, buscando números de información, preguntando a cualquiera que pudiera saber dónde estaban Merle y Daryl Dixon. Se saltaba sus descansos para comer para ir a buscar a los registros, a preguntar en cualquier comercio, a vecinos de cerca de donde vivían los Dixon. Pronto descubrió que lo máximo que conseguiría sacarles era dónde comprar droga, y desistió con aquella pista.

Acababa de enterarse de que la dirección iba a comunicarle a la señora Dixon que sería mejor si fuera trasladada a otro centro –como si ella tuviera elección- cuando recibió una llamada en medio de un descanso.

— ¡Beth! —La llamó Alexis desde la recepción—. ¡Es para ti!

Beth se apresuró en coger el teléfono.

— ¿Diga? —respondió, con un tono casi ansioso.

— ¿Beth? —reconoció la voz del oficial Walsh al otro lado de la línea. Shane era uno de los policías del pueblo, y junto con Rick, buenos amigos de su padre. Le conocía desde hacía años y él siempre había sido amable con ella—. ¿Por qué estás preguntando por los Dixon?

— ¿Les conoces? —preguntó, emocionada.

—Pues claro que les conozco, Beth. En la comisaría ya son celebridades —resopló—. Pero no entiendo por qué les buscas. Son mala gente, Beth.

—No pueden ser tan malos —protestó débilmente.

—He detenido a Merle Dixon varias veces, creo que sé de lo que hablo —replicó Shane.

—O sea, que sabes dónde están —contraatacó Beth.

—Yo… Dios —suspiró—. Yo no he dicho eso.

—Pero lo sabes.

—Beth, no te mezcles con esa gente —su tono era severo ahora—. No quiero verme obligado a hablar con tu padre.

Ahora la que quería resoplar era ella. Tenía veintitrés años, por el amor de Dios. Quiso puntualizarle que ya no tenía trece años, pero dado que Shane era la única persona que podía guiarla hasta los Dixon, no podía arriesgarse a perder aquella pista.

—Su madre está ingresada aquí. Quieren trasladarla a Versan, Shane. No puedo dejar que le hagan eso —se le quebró ligeramente la voz—. Por favor, necesito encontrarles.

— ¿Qué pueden hacer ellos de todas formas?

—Quizás si… si vienen y están con ella y la junta ve que no va a causar más problemas la dejarán quedarse.

Shane volvió a resoplar.

—Si lo que estás buscando es a alguien que sirva de buena influencia para una vieja senil, estás detrás de la gente equivocada —respondió Shane, con un tono carente de humor.

Por favor —rogó Beth, sin importarle ya parecer totalmente desesperada. De veras que lo estaba. Esperó unos segundos en silencio, suplicando para sus adentros, hasta que le oyó suspirar.

—Yo no te he dicho nada, Beth. ¿Me oyes? Nada —farfulló, y Beth tuvo que reprimirse para no soltar un ruidito de alegría—. Apunta.

Beth sacó un bolígrafo del bolsillo de la blusa y empezó a apuntar en un post-it el número que Shane le dictaba a toda velocidad.

—Lo tengo —murmuró con tono triunfal, dándole un golpe final con la punta del bolígrafo al papel—. Gracias Shane, te debo una.

—Ni las des, Beth —respondió él—. Pero eh, Beth.

— ¿Sí?

—Ten cuidado con esa gente.

—Lo tendré —le aseguró ella, sonriendo de pura felicidad. Colgó el teléfono y se dispuso a empezar a marcar el que tenía frente a ella, pero entonces llegó el dichoso doctor Jensen y comenzó a echarle la bronca sobre si "no tenía nada que hacer".

Horas más tarde, cuando hubo llegado a casa, se tiró de cabeza al sofá, dejándose atrapar por la blandura de los cojines. Estaba a punto de cerrar los ojos y echar una cabezada cinco minutos antes de ducharse y cenar cuando vio que se le había caído un papel del bolsillo. Entonces recordó de golpe y se incorporó bruscamente para alcanzar el teléfono.

El corazón le latía a toda velocidad mientras marcaba las teclas, y temió que se le saliera del pecho cuando escuchó los primeros pitidos de llamada. Sólo necesitó que sonara dos veces hasta que alguien contestó.

— ¿Diga? —Era una voz ronca y profunda, y le puso los vellos de la nuca de punta—. ¿Quién es?

Beth tragó saliva e inspiró profundamente.

—Hola —logró decir—. ¿Merle Dixon?

—Daryl —respondió la voz—. ¿Quién es?

—Soy-soy Beth Greene. Trabajo en la residencia Rosewood, junto a…

—Sé dónde está —la interrumpió la voz. Beth se felicitó internamente por ser tan idiota. Por supuesto que lo sabía. No es que Newborn fuera un pueblo especialmente grande.

—Cuido a su madre —soltó de sopetón—. En fin, ha habido un problema y…

—No puedo ayudarla —la cortó bruscamente. Beth se quedó momentáneamente muda por la rudeza de sus palabras.

—Lo siento, creo que no me he explicado bien. Su madre ha estado teniendo problemas de conducta y se nos ocurrió que quizás…

— ¿De dónde ha sacado éste número? —volvió a interrumpirla. A Beth se le estaba acabando la paciencia, pero igualmente respiró y trató de mantener la calma.

—Es un pueblo pequeño —dijo solamente—. Ahora, si pudiera ayudarme…

—Ya he dicho que no puedo hacer nada. ¿Estás sorda? —gruñó, y entonces Beth sintió como si estuviera en llamas.

—Oiga, señor Dixon, no sé qué problemas ha podido tener con su madre, pero sigue siendo su madre. Están a punto de trasladarla y ni siquiera se da cuenta de lo que pasa a su alrededor, pero se acuerda de usted y de su hermano y sigue preguntando por ambos. ¡Tiene una familia que no la ha ayudado en todo este tiempo, pero que no importa lo que haya podido ocurrir en el pasado, ahora ella le necesita! —soltó de golpe. Se cortó inmediatamente al darse cuenta de que se había metido en camisa de once varas al decir todo aquello. Estaba prácticamente jadeando por el sofoco y la irritación, pero no le extrañaría lo más mínimo si le colgara. Una completa desconocida acababa de soltarle el que seguramente habría sido el sermón de su vida sobre su vida personal y tenía todo el derecho del mundo a mandarla al infierno.

Sin embargo, cuando hubieron pasado un par de minutos y aún no había obtenido respuesta, Beth se armó de valor y volvió a hablar:

—Señor Dixon, ¿sigue ahí?

— ¿Qué quiere que haga? —preguntó rápidamente él, en voz mucho más baja que antes. Beth se sintió secretamente orgullosa de haber sido capaz de aplacar un poco del mal humor de aquél hombre.

—Que esté con ella, que le haga compañía. Yo no puedo estar con ella a todas horas y no me gusta que esté sola. No tienen que hablar mucho, suele estar medicada —explicó, algo más calmada.

— ¿No hay más enfermeras que la cuiden?

—Como ya he dicho —comenzó ella—, su madre ha tenido algunos… problemas de conducta. No es que haya muchas enfermeras dispuestas a cuidarla. Por eso pensé que quizás, si veía alguna cara conocida, podría mejorar su estado.

Daryl permaneció en silencio unos segundos más.

— ¿Cuándo?

— ¿Mañana por la tarde le viene bien? ¿A las cinco? —oyó un gruñido que ella interpretó como un "sí, a las cinco me va bien" —. Hasta mañana entonces. Adiós, señor Dixon.

No se sorprendió cuando la línea se cortó sin que él se despidiera. No es que hubiera sido precisamente encantador durante su conversación, pero al menos se había dignado a venir, y eso ya era un gran paso.

Beth se apoyó más contra el respaldo del sofá y sacó la vieja foto del bolsillo, pasando el pulgar por encima de la cara del bebé.

— ¿Qué te ha pasado? —se preguntó en voz alta.


¡Espero que os haya gustado! Es una idea que llevaba rondándome la cabeza un tiempo y finalmente me he decidido a sacarla. Aunque este primer capítulo es más bien para poner en situación, prometo que los siguientes estarán llenitos de interacción Daryl/Beth. Advierto desde ya que los diabéticos deberían leer con su dosis de insulina cerquita, porque no me voy a cortar para ser cursi (aunque habrá angst, pero siempre edulcorado con mi toquecito de moñas).

Agradezco cada review desde el fondo de mi corazoncito y me dan más ánimos para seguir escribiendo ^^

¡Un abrazo!