La historia le pertenece a Erich Segal y los personajes a Jane Austen.


¿Qué se puede decir de una muchacha de veinticinco años que murió?
Que era hermosa. Y terriblemente inteligente. Que adoraba a Mozart y a Bach. Y a los Beatles. Y a mí. Un día en que la chica me metía en el mismo saco con esos tipos del ramo de la música, le pregunté en qué orden nos adoraba, y la chica contestó, sonriendo: Alfabético. También yo sonreí en aquel entonces. Pero ahora pienso en ello, y me pregunto que dadas mis iniciales, quedaría situado entre Bach y Mozart. De todos modos, es lo cierto que no ocupo el primer lugar en la lista, cosa que, por alguna razón estúpida, me fastidia como nadie puede figurarse, acaso porque siempre crecí con la idea de que en todo debo ser siempre el número uno. Herencia familiar, desde luego.

A fines de mi último curso, me dio por ir a estudiar en la biblioteca de Radcliffe. Y no sólo para recrear la vista, aunque reconozco que me encantaba mirar. El local es tranquilo, allí nadie me conocía, y los libros de reserva estaban menos solicitados. La víspera de uno de mis exámenes de historia, aún no había abierto ni el primero de los libros de mi lista, enfermedad endémica de Harvard. Me acerqué al mostrador de los libros de reserva con la intención de obtener uno de los tomos que habían de sacarme de apuros al día siguiente. En el mostrador trabajaban dos chicas. Una de ellas alta, del tipo tenista; la otra tipo ratoncillo, y con gafas. Opté por la Minnie Mouse con cuatro ojos.

- Oye, ¿tenéis La Decadencia de la Edad Media?

Me echó una ojeada.

- ¿Y vuestra biblioteca de qué os sirve? – me preguntó.

- Ya sabes que Harvard tiene derecho a utilizar la biblioteca de Radcliffe.

- Déjate de derechos, Preppie (N/T: apelativo vulgar con que entre los estudiantes se designan a los alumnos de la Prep School, curso preuniversitario para muchachos ricos). Es una cuestión de ética. Vosotros tenéis cinco millones de libros. Nosotras unos pocos millares apenas.

¡Dios me valga! ¡Vaya con la niña! El clásico tipo de sabihonda, la clase de muchacha que cree que por el hecho de que la proporción de Radcliffe a Harvard es de cinco a uno, las chicas deben ser a la fuerza cinco veces más listas. Normalmente a ese tipo de niñas las hago trizas, pero en aquel momento necesitaba el maldito libro, y lo necesitaba de mala manera.

-Oye, necesito ese condenado libro.

-Un poco más de modos, Preppie, por favor.

¿Por qué estás tan segura de que procedo de una Prep School?

Porque tienes todo el aire de ser tonto y rico – dijo la muchacha, quitándose las gafas.

Pues metiste la pata –protesté –. Soy listo y pobre, para que te enteres.

¡Qué va, Preppie! Yo sí soy lista y pobre.

La chica me miraba a los ojos. Bueno, de acuerdo, es posible que tenga el aire de ser rico, pero no estaba dispuesto a permitir que una niña de Radcliffe – ni aun por sus lindos ojos – me llamara tonto.

¿En qué te basas para considerarte tan lista? – le pregunté.

En que no estaría dispuesta a ir a tomar un café contigo – respondió.

Ni a mí se me ocurriría invitarte.

En eso se nota que eres tonto – dijo entonces.

Quiero explicar por qué la invité a tomar café. Capitulando con astucia en el momento crucial – es decir, fingiendo que así de pronto me entraban ganas de invitarle -, conseguí el libro que necesitaba. Y como la muchacha no podía salir hasta que se cerrara la biblioteca, tuve tiempo de sobra para asimilar unas cuantas frases lapidarias acerca de la evolución de la influencia sobre la realeza, que a fines del siglo XI pasó del clero a los leguleyos. En el examen saqué 19 sobre 20, casualmente, la misma calificación que asigné a las piernas de Lizzy la primera vez que salió de detrás del mostrador. En cambio, debo decir que no pude conceder matrícula de honor a su atuendo; para mi gusto resultaba demasiado bohemia. Me fastidió en especial el chisme indio que utilizaba como bolso. Menos mal que no se me ocurrió decírselo, porque luego descubrí que ella misma lo había diseñado.
Fuimos al Restaurante Midget (N/T: enano), un snack cercano que, a pesar de su nombre, no está reservado exclusivamente para la gente bajita. Encargué dos cafés y un helado de chocolate (para ella).

Me llamo Elizabeth Bennet – dijo la muchacha–, americana, de ascendencia inglesa. Como si hiciera falta decirlo.

Y estudiante de música – agregó.

Yo me llamo William – dije, por mi parte.

¿De nombre o de apellido? – preguntó Lizzy.

De nombre – respondí; y entonces le confesé que mi nombre completo era Fitzwilliam Darcy (Bueno, casi completo.)

Vaya – dijo la muchacha–. ¿Darcy, como la poetisa?

Sí – dije –, pero no somos parientes.

Durante el silencio que siguió, di las gracias, en mi interior, porque la chica no me había soltado la fastidiosa pregunta de costumbre: ¿Darcy, como la sala?. Porque yo tengo mi cruz particular, que consiste en ser pariente del tipo que pagó el Darcy Hall, el edificio más grande y más feo de Harvard Yard, un monumento colosal al dinero, la vanidad y el flagrante harvardismo de mi familia.
Como he dicho, la chica enmudeció de pronto. ¿Era posible que hubiésemos agotado los temas de conversación? ¿Acaso la había decepcionado por el hecho de no ser pariente de la poetisa? ¡Quién sabe! Simplemente, Lizzy permanecía allí sentada, dirigiéndome una vaga sonrisa. Por hacer algo, eché mano de sus cuadernos de notas. Tenía una calografía curiosa, una letra pequeña, puntiaguda; y no usaba mayúsculas. (¿Quién creería ser, e.e. cummings?) Y seguía unos cursos francamente inocentes, la niña: Literatura Comparada 105; Música 150; Música 201…

¿Música 201? ¿No es un curso del último ciclo?

Asintió con la cabeza; la verdad es que apenas logró disimular lo orgullosa que se sentía de ello.

Polifonía del Renacimiento.

¿Polifonía? ¿Y eso qué es?

Nada sexual, Preppie.

¿Cómo le toleraba aquellos modales? ¿Acaso la chica no leía el Crimson? ¿No sabía quién era yo?

Oye, ¿no sabes quién soy yo?

Claro –respondió Lizzy, casi con desprecio–. El amo de Darcy Hall.

Era evidente que no sabía quién era.

Yo no soy el amo de Darcy Hall –quise puntualizar–. Se da el caso de que mi bisabuelo regaló el edificio a Harvard.

Para que su biznieto pudiera tener la seguridad de ingresar en la escuela.

Aquello ya era demasiado.

Lizzy, si estás tan convencida de que soy un don nadie, ¿por qué te has empeñado en que te invitara un café?

Me miró fijamente a los ojos y sonrió.

Me gusta tu cuerpo –dijo.

Saber perder forma parte del arte de ser un gran campeón. Sin paradojas. Un rasgo característico de la gente de Harvard consiste en saber convertir cualquier derrota en una victoria.
Mala suerte, Darcy. Jugasteis estupendamente.
De veras que me alegro de que hayáis ganado vosotros, muchachos. Quiero decir que os hacía tanta falta ganar…
Claro que es mejor un triunfo rotundo y claro. Quiero decir que, a ser posible, es preferible el tanto en el último minuto. Y mientras acompañaba a Lizzy a su residencia, yo confiaba todavía en acabar por vencer a aquella mocosuela de Radcliffe.

Oye, mocosuela, el viernes por la noche hay el partido de hockey de Darmouth.

¿Y qué?

Que me gustaría que fueses.

Con el respeto que las niñas de Radcliffe suelen mostrar por el deporte, Jenny respondió:

¿Y por qué demonios tendría que ir a aguantar un asqueroso partido de hockey?

Contesté, en tono falsamente indiferente:

Porque juego yo.

Siguió una breve pausa. Creo que pude oír cómo caía la nieve.

¿En qué bando? –preguntó.