Notas del autor.
Hola a todos, Altair los saluda. Soy nueva en el fandom Swanqueen, pero no es mi primera vez escribiendo. Tengo otro perfil por ahí del que trato de deshacerme pero nada relevante.
Aclaración: como a muchos, no me simpatiza demasiado escribir sobre Henry. Por eso me gasto con él en este prólogo y (sin dar demasiado detalle cómo) tengo una bonita excusa para prescindir de su presencia en casi todo lo que resta del fic. Espero les agrade la idea tanto como a mi.
Gracias por leer.
Disclaimer.
Once Upon a Time no me pertenece, tampoco sus personajes o sus líneas argumentales recientemente pobres.
Qué más quisiera uno...
Prólogo.
Henry caminaba por aquella gran habitación repleta de libros. Repasaba el lomo de cada uno de ellos —al menos los que tuviera a su alcance— mientras sentía que faltaba algo.
Snow White y David criaban juntos al pequeño Neal y, a pesar de la ausencia de Emma, parecían felices juntos. Inclusive Regina, con la ayuda del pergamino de Ingrid, había burlado la barrera del pueblo que la separaba de Robin Hood. Hasta el mismísimo Hook, luego de las primeras semanas desde que Emma hubiera desaparecido, había conseguido su final feliz con Tinkerbell, luego de unas cuantas noches de alcohol y días navegando juntos. Todos, de una forma u otra, eran felices en Storybrooke.
Pero no él. La felicidad de Henry eran sus madres. Sus madres felices, lo hacían feliz a él. Regina parecía feliz; pero Emma...
Emma había salvado a todos tantas veces que habían perdido la cuenta. Los había ayudado a sonreír, los había empujado a intentarlo, sólo le faltó tomar de las comisuras de los labios a Leroy y obligarlo a que sonriera. Se había esforzado y había logrado cumplir su misión de llevar finales felices a todos, excepto a ella misma.
Mientras todos estaban felices, ella estaba sola en algún lugar.
Él debía ayudarla de alguna forma. Siempre había alguna manera de arreglar las cosas. Los héroes siempre ganaban. Él creía firmemente aquello.
Entonces había regresado a esa biblioteca y analizado cada uno de los libros, de cada estante, en cada pared. Se suponía que él era el nuevo autor, pero había roto la pluma con la que debía llevar a cabo su trabajo, temeroso de tal poder... y en momentos así lo lamentaba. Si tan solo la hubiera conservado unos días, si tan solo hubiera esperado, si hubiera preguntado. Pero era demasiado tarde para lamentarse, concluyó. Asique buscó en los rincones de su mente, en cada recoveco, cada idea, algo debía surgir.
El aprendiz del hechicero lo vio un día, meditando sus posibilidades desde el suelo, de frente a aquella pared repleta de libros en blanco y supo lo que podía hacer por él. Lo llevó a un ático en el cual tenía otros libros archivados, libros ya escritos, de historias más antiguas que la de aquel que Mary Margaret le había dado años atrás.
—Si te sirve de algo, alguno de ellos, es tuyo —ofreció amablemente el hombre—. Eres un sabio joven autor, Henry. Confío en que encontrarás lo que buscas —agregó justo antes de cerrar la puerta tras de sí y enfrentarlo con esa cantidad masiva de finales felices.
Tardó semanas enteras en sólo leer, página tras página, cada libro que tuviera a su alcance.
Luego de haber terminado los primeros tomos, aburrido y fastidiado por no encontrar nada de valor, sólo revisaba muy por encima de qué se trataba una historia y, si no tenía nada aproximado siquiera a su época, o reino, o tierra, lo descartaba. Si no le ayudaba a encontrar a Emma, no le interesaba. Y llegado el día, acabó su lectura.
A lo largo de esas semanas había visto como en todos y cada uno de esos libros se narraba el final feliz de alguien. De otras tierras que él desconocía, de más allá del Bosque Encantado o Arendelle. Era como una gran colección de finales felices de todos los mundos existentes. De todos los tiempos. De todas las clases imaginables. Pero en todos faltaba Emma. La única mención que se hacía de ella era en el que él vio de más niño, ese en el que se mostraba a una bebé recién nacida envuelta en una manta blanca al final de la historia, destinada a salvar a todo un reino de la miseria. Y eso era todo, no había más sobre ella.
Con frustración, se dejó caer en el suelo y se sentó en posición india. Con los codos en sus piernas se ayudó para darle soporte a su cabeza sobre sus manos, apoyándolas en sus mejillas. Suspiró.
—Debe haber algo aquí para ayudar a Emma —resopló, con desgano y aún así, un poco de esperanza—. Si alguien merece un final feliz es ella —agregó y echó la cabeza hacia atrás, mientras apretaba los ojos, tratando de imaginar la mejor solución posible.
—Henry —la voz de su otra madre lo trajo de vuelta, logrando que se sobresaltara un poco por el repentino susto y abriera los ojos de par en par antes de voltear a verla—, vamos a casa, hijo. Es tarde —dijo ella. Él obedeció y se puso de pie, cabizbaja.
Regina lo miró preocupada, pero no dijo nada. Ella sabía que lo que a su hijo le molestaba era la suerte de su otra madre, pero ella no podía hacer más para ayudarlo a solucionarlo. Se pasaba las noches en su bóveda, probando hechizos de todo tipo, y sus días los gastaba en los bosques buscando rastros de ella junto a David y Mary Margaret. A veces incluso pasaba a ver a las hadas para ayudar en lo que se requiriera de magia, o a ver si Belle había encontrado algo en algún libro sobre como romper la maldición del Oscuro. Pero de Emma Swan no había rastro.
—Sin libro no hay historia y sin historia no hay final feliz —le había dicho a Henry días atrás, arrepintiéndose de inmediato al ver la expresión de desesperanza que aparecía en los ojos de su cada vez más grande, pero aún pequeño, hijo.
Expresión que duró poco, pues desde entonces él sólo pasaba sus tardes en aquella vieja y abandonada mansión, buscando el dichoso libro en el que dijera —o bien pudiera escribirle— un final feliz a Emma.
Todos los días revisaba varios libros diferentes, esperando algún resultado. Algún cambio. Alguna pista que mágicamente apareciera, como la que había aparecido de la nada indicando una alternativa al final feliz de su madre con Robin Hood.
—De eso se trata, mamá —respondió él, cuando Regina se lo cuestionó—. La magia es espontánea e impredecible. Un deseo puede cambiar todo. Un sólo deseo puro puede volver mágica una piedra. Pueden incluso cambiarse los finales. El destino de alguien. La página alternativa del tu historia con Robin Hood es la prueba. Incluso lo que está escrito, se puede reescribir. Y Emma tendrá su lugar en algún libro, así tenga que ir a esa biblioteca cada día de mi vida, lo lograré. Daré con la solución.
—¿Cómo estás tan seguro de eso, Henry? —preguntó ella, descreyendo que que aquello fuera remotamente posible. Al menos no tan simple como él lo hacía sonar. Jamás era tan fácil. No para personas como ella y Emma.
—Porque Emma merece tanto un final feliz como todos —respondió él, con tranquilidad, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. Y porque lo desea tanto como tú lo deseaste alguna vez.
Regina no dijo nada y sólo se despidió de él, deseándole buenas noches y cerró la puerta tras de sí. Debía dejarlo que lo intentara al menos, después de todo, su hijo era el verdadero creyente y si él creía en la posibilidad de la existencia de algo, entonces era posible.
Esa noche Henry se recostó con la espalda recta sobre su cama, boca arriba y suspiró, incapaz de dormirse por los primeros minutos. Incapaz de siquiera cerrar los ojos. Pero cuando por fin lo logró, soñó con páginas de libros interminables, llenas de rostros desconocidos sonrientes, lomos marrones que se salían de su lugar en las estanterías y creaban una montaña de historias. Uno arriba de otro, con su respectivo Once Upon a Time en cada cubierta.
Eran tantos libros que la montaña casi llegaba al techo y él se preguntaba si en verdad eran tantos como para que aquello ocurriera. En sus sueños los apiló cual si fuera un constructor y formó una escalera. La estructura se movía peligrosamente a un lado y al otro mientras él subía, escalón por escalón, libro por libro. Puso un pie sobre el último libro del último escalón de esa escalera de historias felices y miró a su alrededor.
En una repisa llena de polvo, ajena al alcance de la vista de todos desde abajo, un libro diferente se abrió ante sus ojos, pasando las páginas con velocidad.
—¿Cómo demonios entraste aquí, niño? —esa voz lo desestabiliazó y, cuando fue a mirar quién era, lo hizo con velocidad y descuidadamente, tanto así que perdió el equilibrio.
Llegó a ver una sombra de donde provenía la voz, pero no logró distinguir nada más que eso. Su escalera de historias se deshizo y él cayó.
Entonces, cuando iba a tocar el suelo, despertó.
Estaba en la misma posición en la que recordaba antes de dormirse. Boca arriba, en su cama, en su habitación. Pero ya era de día y una extraña sensación de emoción, como si acabara de descubrir algo, lo invadió y recorrió su cuerpo como una inyección de adrenalina. Su corazón latió rápido con esa esperanza brillante y casi palpable que lo caracterizaba, mientras se levantaba de un salto de su cama, más que dispuesto a ir en ese preciso momento a esa biblioteca una vez más.
Corrió escaleras abajo apenas estuvo listo y lo recibió un severo: —Sin correr en las escaleras, Henry —de parte de Regina, a lo que él, casi automáticamente, alentó su andar hasta el preciso momento en que las escaleras terminaron.
Se dirigió directamente, con toda la velocidad que acababa de reprimir adueñándose de su cuerpo una vez más, hacia la puerta de salida. Pero de nuevo, la voz autoritaria de su madre se abrió paso hasta sus oídos, con ese tan particular tono de voz de soy-la-maldita-Reina-Malvada y, a la vez, tan calma que parecía tener todo en control.
—Desayuno primero —sentenció con seguridad antes de que Henry siquiera hiciera su camino hasta el pomo de la puerta—, luego puedes hacer uso de tu sábado —terminó y, como si aquello fuera una ley y Henry un buen ciudadano, acató la orden sin chistar.
Así eran las cosas con Regina. Ella no iba ordenándole todo lo que debía o no debía hacer. Lo que podía o no podía. No como antes. Sólo las cosas necesarias y por su bien. Él lo entendía ahora que era más grande y que, no menos importante, su madre ya no era malvada.
El desayuno compartiendo la mesa con Robin Hood comenzaba a sentirse como algo a lo que debía acostumbrarse, pero no era algo de lo que estuviera seguro le terminaría de agradar jamás. Él era un buen niño, sí, aceptaría lo que fuera que hiciera feliz a su madre —siempre y cuando no incluyera dañar a otros—, pero no podía evitar, luego de tanto tiempo siendo sólo él y ella —y a veces Emma—, sentir que no estaba bien; que Robin Hood, por mucho que la quisiera y la hiciera feliz, estaba fuera de lugar.
Pero lo dejaba ser, aunque evitaba mayormente las veces que intentaba acercarse a él para crear alguna clase de vínculo paternal. Él había tenido un padre, muchas gracias, y con dos madres que lo quisieran y se pelearan por su atención era suficiente. No necesitaba más que la familia que ya tenía y que pretendía recuperar.
Dio un último bocado de su pan tostado con mantequilla de maní y, luego de un rápido sorbo a su jugo de naranja, se levantó para irse. Tomó su mochila del respaldo de su silla y se despidió de su madre con un beso en la mejilla.
—Adiós Henry —escuchó a Robin Hood hablarle, a lo que Henry sólo respondió con un saludo de la mano en su escapada de ese sábado por la mañana a su Operación Mongoose II.
David lo esperaba fuera de la residencia Mills, recargado sobre la puerta de esa camioneta patrulla que venía junto con el trabajo de Sheriff, cruzado de brazos. Siempre que lo iba a buscar para hacer uso de los fines de semana que antes compartía con Emma era igual, esa misma pose con la que lo esperaba su madre y ese porte de que todo está bajo control. No podía evitar recordarla y extrañarla...
Una vez estuvieron frente a frente, un pequeño choque de puños fue lo que le siguió.
—¿Listo para un poco de helado mientras patrullamos y espantamos delincuentes antes de la hora del almuerzo? —dijo David, mientras rodeaba el vehículo para entrar en el lugar del conductor— Luego iremos al puente y...
—Sobre eso —Henry dudó un poco en como continuar sin delatarse—, creo que paso, quiero hacer algo diferente hoy.
—De acuerdo —respondió el mayor, desconcertado, mientras se ajustaba el cinturón de seguridad y luego señalaba al de Henry, para que no lo olvidara—. Entonces, ¿cuál es el plan?
—Quiero ir a la mansión del hechicero —dijo bajito, como pensando aún la frase que usaría para convencerlo.
—¿Para qué? Ya pasas demasiado tiempo ahí después de la escuela los días de semana, ¿ahora quieres sumar tus sábados? —preguntó David, mirándolo directamente. Henry suspiró.
—No estoy seguro sobre algo de los finales felices del libro —admitió, guardándose para él la parte en la que el final feliz que le preocupaba era específicamente sobre Emma. Siempre que se trataba de Emma todos se ponían tristes y desviaban la mirada. Casi nadie hablaba ya de ella frente a él, excepto Regina—. Quiero revisar las estanterías por alguna página suelta, o algo que me ayude...
—Bien —eso fue suficiente para David. Era común viniendo de Henry, como si toda su familia fuera por este extraño camino de hacer el bien y cosas sobre heroísmo que, si bien le parecía algo extremo a veces, parecía ser hereditario. Él lo tenía. Emma lo tenía. Y Henry también. Seguramente algún día el pequeño Neal salvaría a alguien. Era un rasgo distintivo de los Charming que le agradaba.
Cuando llegaron al lugar y se dirigieron a la biblioteca, Henry entró primero y dio un vistazo alrededor, divisando esas repisas tan altas que había visto en sus sueños. Entonces sonrió, sabiendo donde debía buscar, pero no mientras David estuviera cerca. Si él veía algún libro con alguna historia escrita sobre Emma, o su futuro, o su paradero, podría quitárselo antes de que pudiera estudiarlo. Estaba siendo injustamente excluído de la búsqueda de su madre bajo la excusa de que era "por su bienestar emocional", asique debía hacer las cosas por si solo. Sí, eso era. Esperaría a que David se fuera, o que le surgiera algo que hacer. No podía estar todo el día con él porque, de alguna forma u otra, la ciudad entera terminaba necesitándolo en algún punto del día. Era lo bueno de que su joven abuelo fuera el sheriff del lugar.
Con la ayuda de David revisaron uno por uno los libros más cercanos que tuvieran al principio, repasando superficialmente las historias de esos desconocidos que en algunas páginas lloraban, en otras reían, pero que finalmenteles llegaba un brillante final feliz.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —preguntó, mientras observaba a Henry hacer una especie de recuento mental de los libros, señalándolos con un lápiz que tenía en su mano para no perderse.
—Páginas sueltas —respondió él, absolutamente concentrado en lo que hacía, lo cual no era específicamente buscar.
—¿Y por qué no te veo buscar páginas sueltas a ti? —preguntó de nuevo, una vez más, ésta vez con gracia y dejando la mano que cargaba el libro caer a un costado de su cuerpo mientras lo observaba como acusándolo de estarlo haciendo trabajar sólo a él.
—Cuento los libros, para tener una idea de cuántas horas nos llevará revisarlos todos —respondió, sin siquiera mirarlo y anotando algo en un papel que sostenía en su otra mano—, de cuántos días... —agregó, mirándolo de reojo, viendo si lograba asustarlo la mención del tiempo y si decidía huír.
David sonrió incrédulo y abrió la boca para protestar, pero la mirada de él era seria y vagamente familiar. Por un momento creyó haberla visto en Regina, o quizá en Emma.
No dijo nada y guardó el libro en su lugar, antes de tomar el siguiente y pasar las hojas con rapidez, para luego tomarlo de tapa y contratapa y sacudirlo hacia abajo. Así cualquier hoja suelta caería con velocidad y podrían reducir el trabajo que el niño pretendía fuera de días, a sólo horas. Pero entonces la expresión horrorizada en la cara de Henry hizo presencia en todo su esplendor mientras le arrebataba el libro de las manos a su abuelo, casi regañándolo con la mirada que le daba.
El niño sí se parecía a madre más dura cuando quería.
—Lo romperás, David —le dijo, haciendo realidad el pensamiento que lo había asaltado: su propio nieto lo estaba regañando.
—Lo siento —levantó ambas manos en disculpa, mientras sentía su celular sonar y Henry sonreía internamente. Eso era, estaba seguro. Una llamada que requiriera toda la atención de su abuelo—. Sheriff Nolan —respondió, casi inmediatamente haciendo una mueca de dolor, alejando levemente el aparato de su oído.
Del otro lado de la línea, aún sin estar en altavoz, se podía oír a una aparentemente desesperada Mary Margaret, tratando de alertar a David sobre quién-sabe-qué nuevo problema acechando Storybrook.
—De acuerdo, está bien, cálmate —casi gritó la última palabra, haciendo callar por fin a su esposa—. Estaré allí en veinte minutos, máximo —agregó y ni siquiera recibió una respuesta, simplemente oyó el tono que hace un celular cuando alguien cuelga. David suspiró.
Renunciar a ser sheriff había sido una opción increíblemente viable el último tiempo, pero siempre llegaba a la conclusión de que, aún si renunciara a su trabajo, seguiría siendo un héroe internamente y, de una forma u otra, terminaría ayudando a todos al fin y al cabo. Asique seguía, porque a pesar de sus buenas intenciones y todo el asunto de pelear por el bien, tenía bastante claro que era mejor hacerlo por un sueldo y no gratis. Tenía una familia que mantener y unas salidas con su nieto los fines de semana que costear.
—Está bien, puedes irte —dijo Henry, restándole importancia con un gesto de su mano, antes de que el mayor pudiera siquiera decir algo—, estaré aquí cuando termines. Tengo mucho que hacer aún —miró hacia lo alto de las estanterías que lo esperaban y recordó la escalera de libros de sus sueños. La sensación de que lo que acababa de decir no era para nada mentira lo agobió por un instante.
—Puede que me tome más de unas cuantas horas arreglar este asunto —interpuso él, tratando de empezar una frase que más o menos la llevara a un: "asique mejor te llevo con tu madre por hoy." Pero el pequeño volvió a hablar.
—Si no lo logras, puedes llamar a mi mamá y decirle donde estoy. Ella entenderá —sonrió, con esa clase de sonrisas que él sabía, convencería a cualquiera de cualquier cosa. Se había vuelto un niño demasiado consciente de la ventaja que su aparente inocencia le daba.
David suspiró, no viendo nada malo en dejar a su nieto en una casa extraña, con portales mágicos por cualquier lado, en las afueras de la ciudad y completamente solo. Asique suspiró una vez más y le revolvió el cabello con una mano mientras se decidía por concederle eso. Después de todo, ese era el mismo hombre que había metido a su hija recién nacida en un armario para transportarla sola, a una tierra desconocida. El hombre sabía muy poco de peligros...
—Si algo pasa, o quieres regresar a casa, llámame a mi, a Snow o a Regina, ¿ok? —Henry asintió, sin problemas con esa regla— Y si no logro regresar para antes de que anochezca, enviaré a tu madre a buscarte. —El pequeño volvió a asentir.
—Nos vemos abuelo —agitó su mano en él aire mientras lo veía desaparecer tras la puerta y contaba cinco minutos luego de que hubiera escuchado el auto encenderse, asegurándose de que no fuera a regresar luego de haberse olvidado algo, o arrepentido, y encontrarlo a la mitad de la construcción de una escalera de libros.
Cinco minutos bastaban para David a decidirse. Si no se arrepentía entonces, sólo seguiría conduciendo hasta acabar con el problema que acechara la ciudad. Así eran los héroes de determinados.
Cuando estuvo listo, dejó caer la mochila de su hombro, vacía, lista para cargar dentro de sus paredes de tela lo que fuera que Henry encontrara allí.
Entrelazó sus dedos y estiró sus brazos hacia adelante, como si se estuviera preparando para un reto físico. Dio un paso adelante y, cuando iba a tomar el primero de los libros de la estantería más cercana, una voz le interrumpió.
—¿En verdad? —sonó algo gastada, como desdeñosa y desganada. Henry la reconoció como la voz de sus sueños.
Volteó a ver de quien se trataba de inmediato, con algo de cautela, encontrándose con esa sombra que había visto la noche anterior.
—Hola, sombra —le saludó con cautela, mientras la sombra tomaba forma y se dejaba ver como una chica, de aparentemente unos años más que él, pero menos que sus madres. De cabello negro, largo y desordenado, piel morena y una expresión de aburrimiento, quizá desinterés, en sus ojos castaños— Señorita sombra... quiero decir, señorita —se corrigió a si mismo dos veces seguidas y sin pensar demasiado. Se hubiera seguido corrigiendo, pero ella lo interrumpió, con una mano en alto delante de su rostro.
—Autora está bien —le dijo, con esa mirada autosuficiente que él veía tan seguido en su familia.
—¿Autora? —preguntó Henry, algo sorprendido, con sus ojos chispeando confusión y curiosidad— Pero yo soy... es decir...
—Tú eres un niño con una pluma rota que debe ver, interpretar y transcribir —dijo ella, señalándolo, como si lo estuviera acusando de algo—. El término está equivocado, en realidad vendrías siendo un simple escritor. Yo soy la autora de todo esto —señaló a su alrededor, a los libros, a ese conjunto de mundos que les rodeaba.
—¿Cómo el destino?
—Como el destino —ella sonrió—. Aprendes rápido, muchacho.
—¿Y vas a ayudarme con el final feliz de mi mamá? —preguntó, con ese brillo esperanzador en su mirada. La autora entrecerró los ojos ante el gesto, reconociendo al niño como lo que era, más allá de un simple escritor, mucho más allá: el verdadero creyente.
—No —respondió secamente.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —volvió a preguntar, algo desilusionado.
—Porque si te dejo hacer lo de tu sueño, me causarás un desorden inimaginable de historias aquí —contestó, con el mismo desinterés que venía mostrando desde el inicio.
Henry la observó unos momentos, analizándola, con esa mirada penetrante que había heredado de su madre adoptiva.
—¿Por qué no quieres ayudarme? —cuestionó finalmente, incapaz de contenerse un segundo más, pura, absoluta y genuinamente desconcertado.
—¿Por qué querría hacerlo? —contrapreguntó ella, sin darle atención, mirando a sus uñas aparentemente desinteresada de cualquier cosa que afligiera al pequeño.
—Porque tú escribes todas esas historias, tú le das finales felices a las personas —el rostro de Henry se distorsionó en una mueca, algo graciosa, de enojo. La autora casi podía asegurar que si seguía con esa expresión un poco más, comenzaría a ponerse colorado en los cachetes, como una caricatura—. A tí te importa, eres como Emma, una salvadora de personas.
Entonces, la autora sonrió, con algo de ternura quizá, porque el niño era un espectáculo de belleza a los ojos de cualquier criatura existente. Era puro, sin mancha, y ese brillante halo dorado que su corazón desprendía era visible a sus ojos.
—Entonces averigüémoslo, niño —dijo ella finalmente, sonando como la más joven de sus madres mientras le guiñaba un ojo y chasqueaba uno de sus dedos en el aire.
—¿Entonces me ayudarás a escribir algo para Emma? —inquirió él una vez más, con los ojos brillantes de emoción y entusiasmo, pero de pronto llegando a la conclusión de que no sabría qué escribir para Emma.
Henry estaba seguro que el único hombre soltero en Storybrooke era Archie, pero no era buena combinación para ella y, además, él parecía bastante feliz con su vida, como si no necesitara más.
—No —volvió a decir ella, mientras de una densa capa de humo negro con destellantes chispas de color blanco, como estrellas, un libro se materializaba—. Ya está escrito —terminó de decir, y él se vio de repente abrumado, preocupado, casi horrorizado por el final que le hubiera escrito a Emma.
¿Qué tal si la había emparejado con Archie, o con Leroy? ¿O con Gepetto? ¿Y si no era un final feliz, después de todo?
Iba a decir algo y hasta abrió la boca para hacerlo, pero de nuevo, una mano en alto frente a su rostro lo hizo callar.
Se limitó a observar mientras la autora se sentaba en posición india en el suelo.
—¿Qué esperas? —preguntó, palmeando el suelo a su lado— ¿No quieres echar un vistazo?
Henry sonrió, dejando a un lado todas sus dudas, y se sentó junto a ella con rapidez, en esa infantil actitud chispeante que salía de él cuando se entusiasmaba por algo.
El libro era de cubierta dura como el que él poseía, pero ésta era negra y en la tapa decía, en letras grandes y doradas: "Once Upon a Time... a Saviour."
Entonces ella lo abrió y en el primer dibujo aparecía Emma, rodeada de oscuridad, con la mirada decaída y abrazada a sus piernas mientras parecía pensar en algo que las letras de ese libro no le decían aún.
Los ojos de Henry decayeron en igual medida, con tristeza. Él sabía que Emma no era feliz, estuviera donde estuviera. Lo sabía. Sabía que ella estaba triste pero que jamás lo admitiría frente a él, que nunca volvería corriendo a pedir ayuda. Pero ahí estaba, el libro no mentía y eso sólo pudo hacer que su vista se volviera determinada mientras se repetía para si mismo que, si ese libro no le daba un final feliz a su madre, él acosaría a la Autora hasta que le diera uno, así fuera por cansancio y sólo para librarse de él.
Volvió la vista a ella, que giró lentamente la página del libro y comenzó a leer:
"Había una vez..."
Notas finales.
Si tienen alguna duda, o les gustó algo —o no— el baúl de los reviews queda a su disposición. Su opinión importa.
Nos leemos pronto en la actualización (probablemente actualice una vez por semana).
¡Au revoir!
