EL HOMBRE DEL SACO
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso pertenece a Rowling.
Esta historia participa en el reto "Te potterizarás de terror" del foro "La Noble y Ancestral Casa de los Black".
Para conmemorar el día de Halloween, en el foro se ha creado un reto especial que consiste en escribir una historia que se inspire en alguna historia de miedo, bien del cine, la televisión, la literatura, las historias gráficas o las leyendas urbanas. Para la ocasión, he decidido adaptar la historia del Hombre del saco español. El buen señor se llamaba Francisco Leona y llevó a cabo sus acciones en el año 1910, en Gádor, Almería. Si queréis conocer la historia a grandes rasgos, podéis echar un vistazo al artículo de la Wikipedia llamado, precisamente "El hombre del saco" (yo lo he tecleado en google y sale enseguida^^). Descubrí la historia gracias a un libro titulado "Guía de la España misteriosa" de Pedro Amorós, donde se relatan los acontecimientos con todo lujo de detalles. En cualquier caso, el artículo de la Wiki es bastante aceptable, pero recomendaría la lectura del libro si es que podéis haceos con él.
Antes de entrar en materia, decir que la acción transcurrirá en Pequeño Hangleton y que los personajes protagonistas os sonarán un poquito^^. Por supuesto, la historia cannon no existe para nada aquí, al menos no la parte que tiene que ver con el nacimiento de Voldemort. Y me dejo de rollos. Espero que la historia os guste y os de miedo y os pido que no busquéis información sobre el señor Leona hasta que no hayáis terminado de leer el fin. Para mantener el factor sorpresa, más que nada. Y sí, me callo. A continuación, la historia de El Hombre del Saco.
I
Pequeño Hangleton, Inglaterra. 28 de junio de 1910.
Los niños del pueblo se habían reunido para admirar el primer vehículo motorizado de todo Pequeño Hangleton. Los señores Ryddle, que eran de los más ricos de toda la comarca y poseían una casa enorme en la ladera de una colina cercana, se lo habían comprado en el mismísimo Londres.
Los niños jamás habían visto nada parecido. Bernard Bryce, que siempre había sido de lo más osados, se acercó lentamente y acarició una de sus ruedas. Tenía siete años y su padre trabajaba en las tierras de los Ryddle. La mayoría de los hombres del pueblo lo hacían, pero pocos de sus hijos hubieran cometido semejante osadía. El pequeño Bernie era valiente. Nunca dudaba a la hora de trepar a los árboles y siempre se aseguraba de que las niñas y los chicos más pequeños cruzaran los riachuelos y no se quedaran atrás cuando iban de excursión por los parajes cercanos. Definitivamente a nadie le extrañó que se acercara al automóvil, así como no les pilló por sorpresa que el señor Triggs, el mayordomo de los Ryddle, empezara a gritarles.
—¡Largaos de aquí! ¡Malditos mocosos mugrientos! ¡FUERA!
Los niños salieron corriendo y no pararon hasta desaparecer de la vista del terrible señor. Entre risitas ahogadas y jadeos, lograron calmarse y recuperar el habla. Por supuesto, Bernie fue el primero en hacer el correspondiente comentario.
—¿Habéis visto? ¡Es genial! Algún día tendré uno como ése.
Y aunque el resto de infantes sabían que cuando uno era tan pobre como Bernie era muy difícil poder conseguir un automóvil, tuvieron que darle la razón porque el niño era de esa clase de personas que siempre lograban lo que se proponían. Durante un buen rato hablaron animadamente sobre el coche, hasta que se cansaron de estar allí quietos y decidieron ir a jugar fuera del pueblo. Las tierras que rodeaban Pequeño Hangleton estaban repletas de misterios que ellos ansiaban descubrir.
Mientras los niños vivían sus propias aventuras, el señor Triggs se dirigió a casa de los Bryce dando grandes zancadas. Bernard Sénior era un hombre de lo más trabajador que nunca en su vida le había alzado la voz a nadie, pero su hijo Bernie estaba resultando ser un pequeño diablillo. Encontró a la señora Bryce trabajando en su pequeño huerto trasero. Era una mujer joven y al señor Triggs siempre le pareció atractiva, pero no estaba allí para admirar su cuerpo esbelto o sus ojos azules, sino para quejarse. Le expuso a la señora Bryce su problema, le hizo prometer que se aseguraría de que Bernie no volvía a meter las narices donde no le llamaban y regresó a la mansión Ryddle sintiéndose plenamente satisfecho al poder velar por los intereses de sus patrones. Porque para eso estaba el señor Triggs: para cuidar del matrimonio Ryddle y del pequeño Thomas.
Aunque el señor Triggs se puso contento después de la conversación, Frances Bryce estaba enfadada con Bernie. Odiaba cuando los señores le llamaban la atención por culpa del comportamiento de su hijo y pensaba tirarle de las orejas en cuanto lo tuviera delante. El muy sinvergüenza se había atrevido a toquetear las posesiones de sus patrones y eso no podía ser. Tenía que aprender a respetar las cosas de los demás. Tenía que ser menos impulsivo y más reflexivo y preocuparse más por asistir a la escuela del pueblo que por subirse a los árboles o irse a pescar al río.
Así pues, mientras recogía unos preciosos tomates que pensaba enfrascar inmediatamente para cuando llegara el invierno, pensaba en todo lo que le diría a Bernie en cuanto regresara a casa. No se preocupó durante horas, hasta que Bernard regresó cuando ya empezaba a hacerse de noche.
—¿Bernie no ha vuelto todavía? —Preguntó su marido. Frances negó con la cabeza y estrujó el bajo de su falda con manos temblorosas.
—¿No le has visto? Se fue a jugar con sus amigos y no ha vuelto.
Bernard entornó los ojos. Su hijo era un chiquillo travieso, pero nunca llegaba a casa tan tarde. Preocupado, decidió que la cena podría esperar y fue hasta la casa del vecino para pedirle que le ayudara a buscar al niño. Debían encontrarlo antes de que la noche cayera del todo.
II
Thomas disfrutó de un nuevo atardecer. Sentado junto al gran ventanal de su estudio, en la segunda planta, podía permitirse el lujo de sentirse feliz e ignorar el mañana. Despidió al astro rey con una sonrisa y echó la cabeza hacia atrás mientras respiraba hondo para controlar un nuevo acceso de tos.
No le gustaba pensar en su enfermedad. Era uno de los hombres más ricos y poderosos en varios kilómetros a la redonda y, sin embargo, no pudo escapar de las garras de la tuberculosis. Los médicos se empeñaban en darle esperanzas, pero Thomas sabía que, tarde o temprano, moriría de una forma espantosa.
Estaba absolutamente furioso. Tan sólo tenía treinta años y sus días estaban contados. No podría ver crecer a su pequeño Tommy ni envejecería junto a Mary. No habría más fiestas, ni viajes ni reuniones con sus socios del continente. Nada. En lo único en lo que podía pensar era en sus pulmones enfermos y en que en algún momento del futuro terminaría ahogándose. Era espantoso y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por evitarlo. Lo que fuera.
Escuchó a Mary entrar en la estancia. Respetaba con cierta solemnidad sus atardeceres íntimos, pero siempre le acompañaba después, cuando la noche se cernía sobre ellos. No se volvió para mirarla, pero supo que estaba encargándose de encender las viejas lámparas de gas. Thomas se había propuesto llevar la electricidad a Pequeño Hangleton para poder disfrutar de ella en su propia casa, pero a esas alturas le parecía un proyecto muy lejano, imposible de llevar a cabo.
—Thomas, querido —Mary colocó ambas manos sobre sus hombros y se inclinó un poco para besarle la mejilla—. La cena va a ser servida, ¿vienes conmigo?
Si de él hubiera dependido, se habría quedado allí mismo, pero su esposa odiaba cenar sola. Quería que Tommy disfrutara de la compañía de sus padres, que creciera rodeado por el amor y la comprensión de los dos. Sólo por eso Thomas asintió y se puso en pie. Había pasado quince días muy enfermo, pero en la última semana su estado de salud había mejorado mucho. Los médicos le habían dicho que pasar tiempo en tierras más cálidas podría hacerle mucho bien. A Mary le hacía muchísima ilusión emprender un viaje por la costa mediterránea francesa, pero Thomas no se sentía con ánimos. No de momento.
Una vez en el majestuoso comedor de la mansión, Thomas Ryddle ocupó su lugar habitual en la cabecera de la mesa. Tommy ya estaba sentado en su sitio, vestido como un pequeño caballero y haciendo gala de unos modales exquisitos. Tenía apenas cinco años, pero Mary se había ocupado personalmente de su educación desde que era muy pequeño. A Thomas se le hizo un nudo en la garganta cuando lo miró. No podría verlo crecer. Nunca sabría la clase de hombre que llegaría a ser. Nunca. Nunca.
—Ya he encontrado un profesor de francés para Thomas —Le comunicó Mary mientras tomaban el primer plato. Un exquisito guiso de verduras cocidas que también extrañará terriblemente cuando ya no tenga fuerzas ni para levantarse de la cama—. En mi opinión, debimos empezar con las lecciones el año pasado, pero estoy segura de que Thomas podrá hacer grandes avances en muy poco tiempo. Es un niño muy inteligente y estudioso.
Thomas sonrió cuando su hijo se irguió con orgullo. Era todo un Ryddle, no cabía duda. Se disponía a alentar a su primogénito cuando el señor Triggs irrumpió en el comedor y se acercó a él. Le susurró unas palabras al oído que Mary no entendió. Las palabras que tanto tiempo llevaba esperando. Sin dudarlo, se puso en pie y besó la cabecita de Tommy.
—Querida, ha surgido algo. Lamento tener que interrumpir la cena, pero tengo que marcharme ahora mismo. No me esperes levantada.
—¿Por qué? ¿Es algo malo?
—No te preocupes, Mary. Todo está bien.
Sí. Después de esa noche todo tendría que estar bien. Era su última esperanza y no deseaba hacer esperar al destino.
III
—¡MADRE! ¡MADRE!
El chiquillo no había callado ni un segundo desde que Sorvolo lo había traído. La mujer, que repasaba por última vez el ritual que estaban a punto de llevar a cabo, lanzó a su hijo una mirada impaciente.
—¡Haz que se calle! ¡Ahora!
Sorvolo frunció el ceño y se preguntó cómo hacer tal cosa. Desde que había metido al mocoso dentro del saco, no había dejado de chillar. Lo primero que pensó fue en lanzar un hechizo para enmudecerle, pero su madre le había advertido que no debían hacer más magia de la estrictamente necesaria. Si una vez terminado todo aquello a los aurores se les ocurría la idea de cotillear por Pequeño Hangleton, debían asegurarse de que el rastro fuera mínimo.
Así pues, el hombre se acercó al saco y le propinó una fuerte patada al niño, que se quedó callado durante un segundo para, a continuación, gritar más fuerte.
—¡SORVOLO, IDIOTA! ¡He dicho que se calle, no que arme más escándalo! Como siga así, nos escucharán en el pueblo.
Sorvolo no lo creía. Aquella casita estaba ubicada en los límites de la finca de los Ryddle, demasiado lejos de Pequeño Hangleton como para que alguien pudiera escuchar gritar a un niño. Aún así, le dio una nueva patada, esa vez en la cabeza. Y sí, el niño se calló, pero también se quedó inmóvil.
—¿Qué has hecho? Como lo hayas matado, Sorvolo… —La mujer hacía rechinar los dientes, signo inequívoco de que estaba muy, muy enfadada—. Como esté muerto me traerás a Morfin, ¿me entiendes, estúpido? Traerás a Morfin y yo me encargaré de él. Porque lo vamos a hacer esta noche, hijo. Cueste lo que cueste.
Sorvolo no dudó un instante. Se agachó junto al niño y retiró el saco con manos temblorosas. Sabía que su madre no mentía cuando le aseguraba que harían el ritual con Morfin. No quería que le pasara nada a su hijo, así que agitó un poco los hombros del chiquillo y sonrió aliviado cuando le escuchó gimotear. Estaba atontado y parecía tener la nariz rota, pero estaba vivo. Su madre hizo un gesto con la cabeza y se acercó a la ventana.
—Ya vienen. Quítale la ropa y súbelo a la mesa. ¡Vamos!
Sorvolo obedeció de inmediato. Le resultó muy sencillo despojar al chiquillo de su camisa sucia y sus pantalones destrozados por causa de la frenética actividad infantil. El niño seguía atontado y le costaba mantener los ojos abiertos. Y lloraba. En silencio y sin poder moverse apenas, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y goteaban sobre la mesa de madera. Durante un instante, Sorvolo casi sintió pena por él. Casi, porque con el dinero que los señores Ryddle iban a darles podrían llevar una vida mejor. Su madre, él y sus hijos. Los cuatro. El hecho de que el dinero fuera muggle no le importaba. Al menos a su madre no.
—No seas estúpido —Le había dicho ella cuando Sorvolo aseguró que no quería nada de esa gente—. Míranos, Sorvolo. Tu padre siempre presumió de ser descendiente de Salazar Slytherin y date cuenta dónde vivimos. En la más absoluta miseria. Y yo al menos me merezco algo mejor. Me lo merezco tanto que no me importa tener que ayudar a ese sucio muggle, ¿te enteras? Y a ti tampoco debería importarte, así que deja de protestar y haz lo que te digo.
Y allí estaba, haciendo exactamente lo que ella le pedía. Se quedó junto al mocoso hasta que la puerta de la casucha se abrió y el señor Ryddle entró a buen paso. Le acompañaba su siempre leal señor Triggs, el hombre que había contratado los servicios de su madre.
Ryddle les había dicho que haría cualquier cosa para curarse de su asquerosa enfermedad muggle. Su madre le había advertido que necesitarían hacer un gran sacrificio para ayudarle y él había aceptado. Aún así, sus ojos se quedaron fijos en el niño en cuanto lo vio. Porque lo había reconocido. Era el hijo de uno de sus empleados. A él esos mocosos le parecían todos iguales, pero el señor Triggs lo había señalado con el dedo en más de una ocasión porque el chiquillo era enérgico y travieso. Un quebradero de cabeza. Thomas no quería imaginarse lo que estaba haciendo allí, pero lo supo antes de que la mujer respondiera a sus preguntas.
—¿Qué hace el niño aquí?
—Es el sacrificio sobre el que hablamos, señor Ryddle.
—¿Qué quiere decir?
La mujer se le quedó mirando fijamente. A Thomas se le habían puesto todos los pelos de punta la primera vez que la vio. Triggs aseguraba que era una bruja y él jamás se había atrevido a ponerlo en duda porque tenía toda la pinta de serlo. Buscó en sus ojos algo que le indicara que no pasaría lo que él creía que iba a pasar y no encontró nada.
—Si desea recuperar su salud, deberá beber la sangre de una criatura pura e inocente, alguien que no se haya corrompido por causa de los grandes males que acechan en nuestra sociedad —La bruja hizo una pausa y se lamió el labio inferior antes de sonreír—. Un niño.
Thomas se estremeció y miró al chiquillo. Estaba llorando y se agitaba débilmente. El hijo de la bruja, cuyo nombre le era completamente desconocido, sostuvo sus hombros para evitar que intentara escapar. Una parte de él quería terminar con aquello, no llegar al final; se trataba de un niño que no le había hecho mal a nadie y que no tenía la culpa de que sus pulmones estuvieran siendo consumidos por la tuberculosis. Otra parte le recordó que esa bruja era su única esperanza de sobrevivir y ver crecer a su propio hijo. Se convenció de que no tenía otra opción y, aún así, hizo otra pregunta.
—¿Cuánta sangre necesitaré beber? ¿Será necesario ocasionarle la muerte?
La bruja se mantuvo inmóvil un instante y rompió a reír. Una risa enloquecida y febril que pareció asustar incluso a su hijo. Thomas vio retroceder al señor Triggs, quien tampoco había dejado de mirar al niño en ningún momento.
—Una vez haya bebido la sangre del inocente, deberé encargarme de la segunda parte del ritual. Me llevaré al niño hasta mi propia casa y allí prepararé una cataplasma que deberá aplicarse en el pecho durante varios días. Sólo así sanará por completo.
Thomas asintió. En esa ocasión, no preguntó qué ocurriría con el pequeño. No quería escucharlo. Se sintió repentinamente mareado y dejó que Triggs le asiera por un hombro y le ayudara a tomar asiento en una desvencijada silla. La bruja caminó alrededor de la mesa y volvió a mirar por la ventana.
—Entonces, señor Ryddle, ¿qué hacemos? ¿Desea seguir adelante?
Podría decir que no. Podría hacer algo noble y salvar la vida de un niño inocente.
Asintió.
—De acuerdo —La bruja se dio media vuelta y se acercó a una mesita que había permanecido medio oculta en un rincón—. Sorvolo, asegúrate de mantener inmóvil a la criatura.
El brujo asintió y observó a su madre mientras realizaba los primeros encantamientos. La anciana señora Gaunt siempre había sido una maestra en el arte de hacer magia sin varita. Tomó una copa de bronce con ambas manos y musitó unas palabras que nadie entendió. A continuación, sostuvo una daga en el aire; carecía de ornamentaciones, pero a Sorvolo le pareció majestuosa porque era una daga presta para el sacrificio. Sabía que todas las familias de sangrepura poseían una. Algunos la utilizaban para practicar magia de sangre y otros para deshacerse de sus engendros squibs. Sorvolo no recordaba que sus padres la hubieran usado nunca. No ante él al menos.
Cuando la bruja se acercó a la mesa, observó detenidamente al niño. El señor Triggs ayudaba a su hijo a sujetarle, pero el chiquillo estaba frenético y luchaba con todas sus fuerzas mientras lloraba y llamaba a su madre. Si la señora Gaunt aún tuviera un corazón, hubiera sentido lástima de él.
—Haz que se quede quieto, Sorvolo. Como sea.
El hombre la miró un instante y dudó antes de pegarle un puñetazo al niño quién, efectivamente, volvió a quedar atontado. La bruja sonrió; aquello facilitaría el trabajo.
—Señor Ryddle, ¿sería tan amable de mantener elevado el brazo del sacrificado?
Thomas dio un respingo. Estaba temblando, fascinado ante los acontecimientos que se sucedían a su alrededor. En esa ocasión, sin embargo, no dudó. Se levantó rápidamente y tomó la muñeca del niño, tirando del brazo hacia arriba. Estaba helado y temblaba aún más que él. Le miró un instante a los ojos y vio su miedo y su súplica, pero no detuvo a la señora Gaunt. Ya no había marcha atrás. El trabajo estaba casi hecho.
Aún así, la acción de la mujer le pilló por sorpresa. La señora Gaunt alzó la daga y realizó un largo tajo en la axila del niño, quien gritó y se movió una vez más. De inmediato, la sangre empezó a manar, cayendo dentro de la copa de bronce. Thomas observó con fascinación el líquido vital, espeso y rojo, y se sintió medio hipnotizado cuando la bruja pronunció una retahíla de palabras en un idioma por completo desconocido. No se fijó en que Sorvolo Gaunt apartaba la mirada y Triggs apoyaba su frente en las piernas ahora inmóviles del niño. No escuchó los sollozos ni las últimas súplicas infantiles. En ese momento sólo existían las palabras susurras de la anciana y el ruido de la sangre al caer en la copa.
Thomas ni siquiera parpadeaba. No supo cuánto tiempo duró, pero cuando la copa estuvo llena por la mitad, la bruja guardó silencio y él supo que podía soltar el brazo del niño sin que nadie se lo dijera. Aunque realmente no había perdido tanta sangre, el cuerpo del pequeño estaba laxo como si hubiera comprendido que luchar ya no le serviría para nada. Sorvolo y Triggs ya lo habían soltado y la bruja se había acercado a la mesa anterior para añadir algo a la copa con sangre. Un polvo blanco.
—No es más que azúcar, señor Ryddle. Para endulzar.
Thomas asintió y comprendió que realmente iba a beberse la sangre de una persona. Se sintió asqueado y su estómago se contrajo como si quisiera expulsar de su interior lo poco que había podido comer durante la cena, pero por suerte dominó su cuerpo. No iba a permitir que le jugara una mala pasada. Había llegado hasta allí. Acababa de ayudar a una vieja bruja a desangrar a un niño inocente; comparado con eso, beber sangre sería algo insignificante.
No obstante, cuando la anciana le tendió la copa retrocedió. Miró a Triggs, que estaba pálido y tenía las mejillas húmedas, y se preguntó estúpidamente si había estado llorando. Pero, ¿por qué? A Triggs le desagradaban los niños y nunca se había negado a ayudarle. ¿Por qué parecía lamentarlo ahora?
—Señor Ryddle, tiene que hacerlo. Ahora.
Thomas miró a la anciana y luego nuevamente la copa. La tomó con ambas manos y se dijo que aquello no era sangre. Era vino, cerveza, whisky, sopa, puré de verduras. Cualquier cosa menos sangre. Lo único que importaba era que serviría para curarle. Él merecía vivir. Lo merecía más que nadie. La enfermedad fue un error de la naturaleza que podía ser subsanado y lo haría. Ahora.
Se llevó la copa a los labios y bebió. La sangre estaba caliente y sabía a algo que ni siquiera podía definir. El dulzor del azúcar no disimulaba en absoluto su sabor. Nuevamente quiso vomitar y salir corriendo, pero se obligó a beberlo todo. Por Mary. Por su hijo. Por sí mismo. Apretó los ojos con fuerza y contuvo la respiración. Y bebió. Bebió. Y bebió. Hasta la última gota, hasta que se sintió tan agotado que ni siquiera pudo moverse.
—Muy bien, señor Ryddle —La anciana le quitó la copa. Thomas había clavado los ojos en el suelo y podía escuchar la respiración del niño a su lado. Seguía llorando—. Ahora váyase a casa y descanse. El señor Triggs vendrá aquí mañana a primera hora y le haré entrega de la cataplasma. ¿Han entendido? Sobra decir que nadie debe saber de esto.
Thomas asintió. Triggs estaba a su lado y le hizo entrega de un pañuelo inmaculadamente blanco. Debía limpiarse la boca porque se había manchado de sangre. Sangre. Agitando la cabeza y negándose a mirar al niño, salió de la casita. Lo último que pensó antes de subirse a su automóvil fue que el pequeño se llamaba Bernie. Bernie Bryce.
En realidad no quería publicar tan pronto, pero voy a seguir el ejemplo de Misila^^. Puesto que la historia se está escribiendo prácticamente sola, adelantaré la primera parte esta noche y procuraré tener la segunda para mañana. Todavía queda mucho por contar y creo que este es un buen momento para interrumpir la narración. Ahora mismo tengo 3.460 palabras y definitivamente no llegaré a la 10.000. ¡En fin! Que ahí queda la cosa. Espero que os esté gustando, aunque sea un poco^^.
