La sola idea de tenerla contra sí, acalorada y gimiente, producía en él un estado de placer tal que le era imposible aplacar los deseos de reír a carcajadas presa de sus aires de grandeza y aquella sensación de autoridad sobre Margot.

Mason Verger no estaba bien de la cabeza, pero eso no era información que la gente a su alrededor ignorara, ni mucho menos. Si bien era cierto que nadie le había conocido en profundidad, todos sus allegados a él evitaban tratarlo y en la medida de lo posible, no gustaban de cruzarse con él a no ser que fuera estrictamente necesario. Sus criados no lo soportaban y sus rodillas titilaban del miedo ante su simple presencia. No era un hombre muy querido y más de una vez fue la comidilla podrida escondida en los susurros de la servidumbre.

Entre aquellos escarnios hacia los Verger, Margot no era una excepción. Más de una vez se escuchó decir que los dos hermanos mantenían una relación incestuosa aunque a Mason aquel término siempre le pareció demasiado sexual e inapropiado para la situación. Se autodenominaba una pareja de amor-odio que se profesaba un cariño muy alejado del que habitualmente se darían entre familia pero a años luz del que una pareja podría llegar a entregarse.

Él la amaba de una manera retorcida, sentía placer torturándola para deleite personal y cada grito entre dientes con una etiqueta a su nombre conseguía reforzar aquel dominio que tenía sobre su pequeña hermana. Era suya, completamente suya y aquel lazo familiar solo lo enfatizaba hasta el punto de nublarle la razón.

La quería como a una posesión de la misma manera que tenía en estima al cerdo antes de sacrificarlo, aquel animal se doblegaba ante él, era dócil y Verger tenía el poder de lastimarlo o hacerle bien.
En cierto modo, Mason se embriagaba de esa sensación y lo hacía de una manera tan exagerada, que llegaba a ejercerla contra Margot.

Sin lugar a dudas, su hermana era solo un favoritismo animal con el que descargar sus más viles instintos hasta agotarla por completo y volverla más pasiva dado el miedo. Aderezar el Martini con sus lágrimas solo era su capricho en pos de paladear a gusto sus saladas victorias.