Capítulo 1: La misiva.
En el siglo XIV de la Era de nuestro Señor, España, como tantos otros países, estaba dividido en reinos. Dichos reinos eran la Corona de Aragón y los reinos de Castilla, Navarra, Granada y Portugal. Entre estos reinos habían ostilidades muy marcadas, y muchos eran los prejuicios y las guerras entre reinos estaban a la vuelta de la esquina, ya que con cualquier movimiento de algún "extranjero" de otro reino podría ocasionar grandes problemas.
Sin embargo, por encima de todos estos hechos, todos los reyes del viejo continente tenían un oscuro pacto. La Iglesia había estado enfrentándose a la herejía y a las religiones paganas y, en ciertos países tenían graves problemas, así que un día, en secreto, reunieron a los reyes con un solo propósito. Costó, pero se reunieron todos.
El propósito fue una pequeña alianza.
Pero no una alianza para la paz en Europa, si no de mutua ayuda.
Las religiones paganas cada vez eran más extensas, y las brujas y la magia eran cada vez más poderosas, y los reyes necesitaban ayuda en cuestiones de espíritus y hechiceras. Así pues, todos los reyes, aunque a regañadientes, firmaron en secreto el llamado "Tratado de la Luna", en el cual, si un rey necesitaba ayuda en temas místicos, podía acudir a otro rey para que este le proporcionara ayuda. La ayuda era obligatoria, pues si no le ayudaba, caería en desgracia ante el Señor, pues negaba la ayuda contra Satanás a un compañero elegido por el Altísimo. Las misivas se mandarían con el mensajero más veloz, en un pergamino en un cofre lacrado, y sellado con un sello amarillo con el distintivo de una luna creciente.
Pedro IV, llamado "El Ceremonioso", rey de la Corona de Aragón, recibió, en 1351, una misiva del rey de Inglaterra, Eduardo "El Príncipe Nergo", con un sello amarillo con forma de luna creciente.
Al día siguiente, mandó a varios mensajeros a varios puntos de España.
Uno de ellos fue hacia los Pirineos catalanes. Otro de ellos fue hacia la Alambra, en la ciudad de Granada. El tercero, hacia Navarra, a la casa de un pequeño noble. Otro de ellos, a Badalona, a una pequeña masía. El siguiente, a los bosques de Valencia. Un sexto solo tuvo que ir hasta la taberna cercana al castillo. El último partió hacia el noroeste, en dirección a la costa, portando un pequeño cofre con una misiva lacrada con una luna.
En Badalona, en las tierras del conde de Montecalvo, llegó una pacífica mañana un mensajero a caballo. Los pocos criados que habían se encargaron de hacerle pasar hasta donde estaban desayunando el conde y su familia. El mensajero comenzó a hablar rápidamente, pero se cayó al ver a la condesa levantarse.
-Vamos a ver, buen hombre. ¿Quiere hacer el maldito favor de callarse y sentarse? Acabamos de levantarnos y primero queremos desayunar.
-Con todo el respeto, señora condesa, quiero ir directamente al grano. -Cuando se proponía seguir, la condesa golpeó en la mesa con la mano y gritó.
-He dicho que se calle y que se siente. Hágalo. ¡Ahora!
El hombre se estaba comenzando a extrañar, pero no quería insultar a alguien de alta cuna, así que se sentó a la mesa y observó a la familia del conde.
La condesa sostenía en brazos a una niña pequeña. La mujer tenía los cabellos largos y recogidos en una trenza castaña bastante simple para su estatus social, parecía una campesina con esa cola de caballo en la nuca. Llevaba un vestido azul y negro que no mostraba una gran riqueza, pero sí muy buen gusto. La niña dormía tranquilamente en sus brazos, ya que una joven, al lado del conde, se la había dado cuando la dama se volvió a sentar después de gritarle al mensajero.
La niña le resultaba extraña. Por una parte, la encontraba sumamente hermosa, con los cabellos largos y rubios, sueltos como una cascada de pelo dorado, y unos ojos verdes como campos vírgenes. No se parecía en nada a la condesa, y mucho menos al conde.
Y hablando del conde, dicho hombre parecía el más humilde de los hombres. Llevaba un pantalón oscuro y una camisa con volantes en las mangas de color blanco. Sus cabellos estaban recogidos en una cuidada coleta castaña oscura, y tenía una cuidada barba en su cara bronceada. Se le veía un hombre de mundo, pero no había abierto la boca en todo el rato.
Lentamente, los condes desayunaron, y una criada se llevó los platos mientras la condesa jugaba con la pequeña, que no parecía tener más de 3 o 4 meses. La joven estaba al lado del conde, mirando fijamente al mensajero, el cual se comenzaba a poner nervioso. Al final, el conde puso sus manos en la mesa, ahora limpia y sin platos, y habló con una voz suave.
-Dígame, don mensajero. ¿A que ha venido a la Masía "Ca la Mariona", en nuestras tierras, las de Montecalvo?
-Verá, señor conde... -El mensajero se aclaró la garganta, pues notó que el conde solo hablaba cuando debía hacerlo. -Su majestad, el rey Pedro IV, me manda con una misiva urgente.
-Muéstremela, por favor. -El conde se levantó y se colocó al lado del mensajero.
Este, con algo más de tranquilidad, se quitó el zurrón que llevaba atado a la espalda y metió la mano. Al sacarla, llevaba en ella un pergamino lacrado. Se lo extendió al conde, el cual lo agarró y lo abrió lentamente.
Mientras, el mensajero pensaba y observaba. La sala donde estaban no era ni grande ni pequeña, era lo suficientemente grande como para poder comer a gusto un grupo de, por lo menos, doce personas o más. En las paredes habían cuatro pinturas, una de un grupo de gente, entre los cuales estaban el conde y la condesa, y otra en la que salía toda la familia. El conde, la condesa y las dos niñas. Otra pintura mostraba a un hombre mayor sentado en una silla bastante suntuosa y, al lado, a un joven de cabellos castaños. La última pintura era otra grupal, con el mismo hombre mayor, el mismo joven y varias personas distintas.
-Mi familia. -Dijo en un momento el conde, y asustó al mensajero, el cual estaba ensimismado.
El conde se apartó un poco del mensajero, y se sentó al lado de su esposa.
-Perdón... ¿Cómo dice? -Preguntó cohibido el mensajero.
-Los que hay allí son mi familia, señor mensajero. Mis padres, mis hermanas y hermanos, y el anterior conde de Montecalvo. -Dijo mientras enrollaba de nuevo el pergamino. -Los de la otra pintura... supongo que los verá en el castillo de su majestad cuando lleguen.
El conde se tañó los ojos con los dedos en actitud meditabunda. La condesa le dió a la joven la pequeña y la mandó a que la acostara un poco, y después se giró a su esposo.
-¿Que ocurre, mi amor?
El conde permaneció en silencio, y después habló.
-Su majestad me pide que vaya urgentemente al castillo. Quiere que vaya a una misión muy importante, pero que me hará ausentarme durante varios meses... -Se quitó los dedos de los ojos y miró al mensajero. -Puede descansar aquí hoy y dormir esta noche. Mañana le llevarás al rey una misiva de mi parte.
-Señor, la misiva es urgente...
-He dicho que se la llevarás mañana. Soy un hombre ocupado y debo hacer varias cosas antes de irme. ¿Queda claro? -La pregunta no parecía admitir dudas.
-Si, señor conde...
El mensajero se levantó y salió del comedor, y la condesa se acercó al conde.
-Vicente. ¿Que ocurre? ¿Por qué esa meditación, mi amor?
-... Estamos hablando de ir a Inglaterra, a la tierra de los ingleses.
-¿Y cual es el problema?
-... Que le ha mandado misivas también a Luis y a Lojirrian.
-... Vale, ahora ya se a qué te refieres...
En otra parte de la península, más concretamente en la mansión de un noble navarro, llegaba otro mensajero. El hombre llegó exhausto, y cuando llegó a destino era de noche.
Los criados, escandalizados por el mensajero, se quejaron al señor de la mansión, pues a esas horas ya estaban todos durmiendo, o eso se creía.
El noble de la casa era un anciano hombre que tenía varios hijos e hijas, y que había luchado valientemente en varias batallas, así que se extrañó en sobremanera cuando el mensajero le habló al llegar.
-Mi señor, no vengo a entregaros un mensaje a vos, si no a una huesped que tenéis aquí.
El anciano noble pensó un momento en los huéspedes que dicho mensajero podría buscar, y le hizo esperar en la sala y se marchó. Don Servando, que así es como se llamaba, creyó tener una cierta idea mientras pasaba por los largos pasillos de su mansión, recubierto de pinturas ostentosas y velas cuidadosamente puestas para que no hubieran resquicios en penumbra.
Se detubo ante una puerta, y picó su dura superficie, y sin esperar respuesta, la abrió. Al entrar, se encontró primero con el olor a sudor humano, y luego con la escena de dos personas haciendo el amor. El hombre del interior, alterado, se levantó de golpe, tapándose con la sábana las partes nobles y dejando a la mujer desnuda, encima de la cama, ante la mirada del noble. La habitación era simple, con una cama grande, un baúl, una mesa y una silla, y un candelabro en lo alto de una de las paredes.
-¡Padre! ¡¿Que demonios...?! -Empezó a decir el joven, pero el anciano lo calló con un gesto, y se dirigió a la muchacha.
-Pipa, han traído un mensaje que es posible que sea para tí. ¿Podrías vestirte y venir a la sala de audiencias, por favor?
Todo aquello lo dijo del tirón y sin alterarse, y acto seguido, se marchó, dejado estupefacto a su hijo y extrañada a la muchacha, sin haberle lanzado ni una sola mirada de reproche o lascivia a ella.
-Pero... ¿Pero quién se crée que es? -Preguntó el hombre, ahora dejando en el suelo la sábana.
-Un caballero y tu padre, además. -Dijo la llamada Pipa mientras se sentaba en el borde de la cama. -Así que tenle un poco más de respeto. ¿Quieres?
El joven, de cabellos negros y cortos, miró a la chica con reproche. Era atractiva, realmente, y bella. Pero era una belleza dura y extraña. Los cabellos los llevaba cortos y de un color parecido al cobre, y sus ojos eran verdes, lo que le proporcionaba una ascendencia extranjera. Era menuda, pero tenía un cuerpo para el vicio y la lujuria.
-Tú deberías mostrar un poco más de humildad, Pipa... si no fuera por mí...
-Si no fuera por tí, no estaría aquí, si, pero... ¿Qué sería de tí sin mí? ¿Eh? Dime. -La chica se levantó y, con un dedo amenazante, le golpeó en el pecho. -Si yo no hubiera estado aquí para que pudieras usarme de escusa, tu padre hubiera sabido que estuviste toda la semana del peregrinaje bebiendo en la tasca con tus amigotes, y que todo el dinero que te dió para el viaje te lo gastaste en putas.
-Te recuerdo que una de esas putas fuiste tú. -Dijo enfadado el hombre.
-Te recuerdo yo a tí que, sin mí, ahora estarías colgado de los huevos en las mazmorras, así que ten un poco más de cuidado. -Dijo enfadada Pipa, y se giró para encontrar el pequeño paño que usaba para taparse las partes bajas y, con la mirada, buscaba el resto de sus ropas.
-¿Me estás amenazando, Pipa? -Preguntó cruzando los brazos el hombre.
-No, solo te estoy advirtiendo, niño bonito.
Pipa se agachó a coger la ropa que llevaba por aquel tiempo, una falda larga de color marrón, un corpiño a juego y una tela gruesa que servía de capa y de abrigo para el invierno, y de sensual imán para los hombres en verano.
Mientras, pensaba en lo que le había dicho Don Servando. ¿Una misiva? ¿Para ella? Si solo un puñado de personas sabían donde se encontraba, y ese puñado de personas estaba perdida por la península. ¿Quién le podía mandar la carta?
Se sentó, después de ponerse la falda y el corpiño, en el borde de la cama, y agarró las botas altas que solía usar mientras miraba a su amante. Desde hacía un mes aproximadamente, había llegado al reino navarro, y se había encontrado con ese hombre, más joven que ella, pero que necesitaba algo de ayuda, tanto física como espiritual. Era un buen chico, realmente. La presentó a Don Servando como lo que era, una buena juglar que se había encontrado en su peregrinación a la gran iglesia de Navarra, pero la verdad era algo más distinta.
Mientras buscaba sus pulseras, recordó cómo él le había pedido, después de haber hecho el amor gracias a los "métodos" de Pipa, que le ayudara en su casa. Su padre le había mandado en un viaje de peregrinación para hacer que su mente y su alma estuvieran en paz, pero él solo llegó hasta el pueblo de al lado, hasta la tasca, y ahí conoció a Pipa, después de haber pasado por dos o tres otras chicas. Ella vio una buena oportunidad para dormir en una cama con menos chinches y con mejor comida, y le propuso una coartada, así que cuando llegaron, ella se presentó como juglar errante y enumeró a varios nobles, entre los cuales muchos habían estado en sus brazos, y algún que otro amigo que no lo hizo, y Don Servando asintió satisfecho. Desde ese día, hacía unas dos semanas, había estado viviendo en esa mansión, manteniendo a raya al niño y bailando y cantando para los padres.
Cuando se hubo vestido totalmente, se giró a él y lo miró. Continuaba, extrañamente, desnudo, y la miraba con reproche.
-Me corta el polvo y tú dices que le tenga respeto... Eres extraña. -Dijo sentándose en la silla con actitud de aquel que sabe que puede ganar.
-Las personas mayores siempre han de tener nuestro respeto, Teodoro. -Dijo esta y se acercó a la mesa, donde estaba su bolsa.
El joven no quiso darle la razón, y comenzó a meterle la mano por debajo de la falda.
-Vamos, Pipa, sigamos con lo que habíamos dejado. Ya verás a ese mensajero más tarde.
Ella agarró la bolsa y miró a Teodoro, y sonrió. Sacó la mano de debajo de su falda y lo levantó, llevándolo hasta la cama y sentándolo ahí.
-Mira, yo te canto una nana y tú me esperas tranquilito. ¿Vale?
-¿Cómo...?
Pero Pipa ya había comenzado a cantar. Era una canción melodiosa y bonita, de esas que captan la atención al instante, y él solo podía estar mirándo a la chica. Cuando ella se calló, Teodoro no podía moverse, y con una sonrisa helada, ella cerró los ojos al chico y le tapó con la sábana.
-Duerme bien, niño bonito.
Y salió de la habitación con su bolsa de viaje y su ropa. Poco a poco, pues no tenía prisa alguna, llegó hasta la sala de audiencias donde tantas veces había bailado delante de los nobles. Allí le esperaba un hombre cansado, pero bastante atractivo, que cuando la vió, le entregó un pergamino. Rápidamente lo abrió y lo leyó, y al terminar, miró al noble.
-Don Servando... necesitaré que alguien me lleve hasta Aragón en un carro o en una montura más bien... rápida. ¿Podría ayudarme?
El hombre se mesó la canosa barba y miró al mensajero.
-¿Podrías llevarla tú mañana?
El mensajero se giró a la juglar y asintió.
-Pero irémos rápido, así que espero que no le molesten los largos periodos de marcha.
-Oh, no habrá problema con eso. -Dijo coqueta ella al mensajero. -Seguro que podrás compensarme por esos momentos.
Al otro lado de la península, en Valencia, el mensajero estaba quieto en el lindar del bosque junto a un par de muchachas que le habían acompañado desde el pueblo más cercano. Cuando, esa misma tarde, llegó al pueblo preguntando por el destinatario de su misiva, dos chicas, una mayor y otra más pequeña, le dijeron que estaba en el bosque del este, el cual decían que estaba encantado, y que el único que se atrevía a ir era él. Le acompañaron y, en ese momento, estaban sentados los tres en el suelo, justo al lado de los árboles.
-¿Por qué hemos de esperar aquí? -Preguntó, ya cansado, el mensajero. -Lo que llevo es de una urgencia extrema. ¿Por qué no entramos allí dentro?
-Porque, si entramos, corremos el peligro de perdernos, señor mensajero. -Dijo la mayor de las chicas, una muchachita de trenzas negras y buen cuerpo, pero que no aparentaba más de diecisiete años. -Solo él sabe los caminos del bosque, y nosotras... no queremos encontrarnos con nada peligroso...
-¿Peligroso? ¿Como lobos u osos? -Preguntó el mensajero extrañado.
-Erm... no... como lobisomes u otras bestias infernales... -Dijo la otra chica, una niña de doce años con el pelo corto y negro también.
-¿Lobisomes? ¿Bestias infernales? Por el amor de Dios. ¿En serio pensáis que esas cosas existen? -Dijo divertido el mensajero. -Eso solo están en los cuentos de hadas, pequeñas.
Sin embargo, las chicas seguían con su actitud de no querer ir. El mensajero se giró hacia el bosque. Cierto era que parecía más oscuro que el resto de bosques por los que había pasado... y la atmósfera era muy cerrada y estancada... pero... ¿Encantado? ¿El bosque? Imposible.
El hombre se sentó en el suelo de nuevo y comenzó a buscar en su zurrón. En él llevaba la misiva del rey, monedas y varias provisiones para el viaje, entre ellas, una manzana, la cual sacó y comenzó a deborar. La noche se acercaba peligrosamente y el tipo no aparecía. Se terminó la manzana y tiró los huesos y restos de la fruta a lo lejos.
Se escuchó un "Ay", y una lucecilla se le acercó rápidamente.
-¡¿Cómo se te ocurre tirarme un hueso de manzana a la cabeza, pedazo de alcornoque?!
La voz provenía de la lucecilla, y el mensajero se quedó pasmado al ver que dicha luz era una mujercilla no más grande que la manzana que se había comido instantes antes, desnuda, y con dos alas a la espalda.
-Qué... que... que... -Balbuceaba el mensajero, ante las risas de las muchachas.
-¿Qué de qué, estúpido humano? ¿Acaso nunca habías visto un hada? ¿Eh? ¿Eh? -Decía enfadada la pequeña hada, y revoloteando se puso al lado de un caballo que acababa de llegar desde el bosque. -Será posible, que desconsideración para con una dama. Ala, ahí te pudras, estúpido.
El hada, enfadada, se marchó con un vuelo rápido hacia el interior del bosque. El mensajero, estupefacto, miró el caballo negro moro que estaba ahí. Una de las muchachas, la del cabello corto, se levantó y se acercó al caballo. Este, al verla, bufó y arrimó el morro a su hombro. La chica comenzó a acariciarle las crines mientras el mensajero se levantaba, ya más tranquilo, se fijó en el caballo. Más bien, en la yegua.
Era una yegua mora negra bastante vigorosa, con las crines bien cuidadas y una silla de montar con unas pequeñas alforjas atadas. También llevaba un carcaj en uno de los lados, lleno de flechas.
Se acercó a la yegua, pero cuando dio tres pasos, desde el interior del bosque se escuchó una voz de varón gritando.
-¡Tú! ¡Ensalada de patatas! ¡Ven aquí ahora mismo!
Del interior del bosque salió un hombre corriendo en dirección a la yegua. Era un hombre alto y bastante robusto, con unos pantalones largos de color marrón, una camisa también marrón y un chaleco de una piel oscura que bien podría ser lana de oveja sucia a más no poder. En el cinto llevaba un carcaj más grande que el que había en las alforjas de la yegua, y una espada. También portaba un pequeño zurrón al otro lado, pero lo llevaba atado para que no se abriera. Su cara era la de un vivaracho hombre joven, de cabello negro corto, muy corto, y con bastante barba.
El hombre pasó olímpicamente del mensajero y se dirigió a la yegua. Cuando estubo al lado, le dió un golpecito en el trasero a la chica y se puso a hablar con el animal.
-Vamos a ver, Ensalada de patatas. ¿Cuantas veces tengo que decirte que, si aparece un gnomo, no te vayas corriendo, coño? ¿Que pasa si se hace grande y me intenta aplastar, maldita yegua de las narices? Si me dices que fuera algo más chungo, vale, pero un gnomo, y además, el pequeñajo de David, que somos amigos... Ostia, si es la pequeña Victoria. ¿Cómo estás, mi pequeña? -Dijo mirando, después de gritarle al animal, a la chica a la que le dió el golpe en el trasero.
-Bien, pero si dejaras de darme porrazos en el culo, mucho mejor, Elsubnor. -Dijo con los brazos en la cintura la niña.
-Va, venga, que tu hermana no se queja cuando lo hago. ¿No, Isabel? -Dijo mirando a la otra chica, que se había levantado
-Ya, pero eso es porque ya me he acostumbrado, Elsubnor. -Dijo la otra chica acariciando al animal.
-Por cierto. ¿Quien es el cagao? -Dijo mirando al mensajero. -Mira que acojonarse con una simple hadita...
El mensajero, rojo de vergüenza, se acercó al hombre.
-Señor, le traigo una misiva de parte de su majestad, el Rey Pedro IV, el Ceremonioso.
-¿De Pedrín? A ver, dame.
-Señor, es Su Majestad, el Rey Pedro IV, no Pedrín, como le ha llamado. -Dijo el mensajero mientras sacaba el pergamino.
-Si, si... ya... vale, como sea. Pedrito. ¿Vale? Ni pa tí, ni pa mí. Amos a ver esa cartita. -Agarró sin ceremonias el pergamino, rasgó el sello y lo abrió.
Las chicas, sin embargo, seguían al lado de él y comenzaron a acariciar de nuevo a la yegua. El animal seguía tranquilo, pero parecía cabizbajo por la reprimenda de su amo.
-Joder, hermano, joder... ¿Ahora tengo que irme hasta Aragón? Ostia que pereza... Bueno, al menos estará la guarrilla de Pipa, a ver si puedo tirármela. -Dijo con una sonrisa y guardando de cualquier manera el pergamino en su zurrón. -Pos vale, ya te puedes ir, tío. Y aquí no has visto nada. ¿Vale?
-¿A qué se refiere con "nada", señor Maleste? -Dijo un poco molesto el mensajero.
-Hombre, si el clero sabe que aquí hay putas como las hadas y las ninfas, fijo que vienen todos los curas a mojar. -Dijo riendo el hombre.
-¡Señor, cómo se atreve! Son hombres de dios. -Dijo enfadado el mensajero.
-Putas y curas van de la mano. ¿Lo sabías? -Dijo él mientras se acercaba a la yegua. -Vamos a ver, Ensalada de patatas. Tenemos que hacer un viajecito bastante largo. ¿Vale? Así que... No quiero que me tires al suelo. ¿Tamos?
Por toda respuesta para Elsubnor, su yegua relinchó con fuerza.
-Vale, ahora solo me falta una cosa... -Dijo mirando hacia el bosque. -¡Alf! ¡Ven aquí!
El mensajero miró hacia la dirección del grito, y vio aparecer un perro tan grande como un lobo y de un color blanco como la leche que se acercó corriendo hasta Elsubnor. El cazador, una vez su perro estubo al lado, le acarició y dijo.
-Pos vale, ya podemos ir. ¿No, Alf?
-Guau guau guau Vamos de una vez, coño.
El mensajero se quedó estupefacto y se frotó los oídos, pero el perro solo ladraba. Estar ahí, con tanta magia en el ambiente, debe de haberle afectado al cerebro.
En las calles de la ciudad del castillo del Rey de Aragón, el mensajero entraba y salía de las tabernas de la ciudad. Al poco tiempo, se comenzó a hacer de noche y el pobre mensajero se estaba desesperando de ver tantas fulanas y camareras que se le insinuaban.
Llegó hasta la taberna "El Cerdo Feliz", y entró sin pensar más. Se acercó, sorteando borrachos y prostitutas, y llegó hasta la barra.
-Oiga. ¿Está aquí el señor Luis? -Preguntó al tabernero.
-¿Luis qué?
-Luis a secas. -Dijo el mensajero, y recordó un dato. -Le llaman el sin poya.
-Ah, ese Luis. Allí, al fondo. -Dijo señalando hacia una mesa.
La mesa en cuestión estaba bien iluminada y habían cinco hombres y una mujer sentados alrededor de ella, y varias mujeres con aspecto probocativo alrededor. Se notaba que estaban jugando a cartas, y uno de los hombres estaba riendo a carcajadas.
-¡Toma esa, estúpido! -Dijo él mientras tiraba las cartas y se guardaba todas las monedas en los bolsillos. -Si es que no se puede ir por ahí con cartas tan mierdas.
-Oye tío. ¿No habrás hecho trampas? -Dijo uno de los hombres que, a todas luces, se veía enfadado.
-Anda, no me seas mal perdedor. -Y soltó una carcajada fuerte que hizo que se escuchara en todo la taberna.
El mensajero se acercó a él y miró detenidamente al hombre. Era alto, bastante alto, y bien parecido, con barba y cabellos largos de color negro recogidos en una cola en la nuca, un chaftán de cuero, unos pantalones negros y una pequeña armadura de cuero debajo del chaftán. A la espalda llevaba una espada, y en el suelo, apoyado en la mesa, había un escudo redondeado de metal. En la silla había una capa, negra como sus cabellos, y una bolsa de mimbre claramente hecha por judíos.
El mensajero apoyó su mano en el hombro del hombre y soltó.
-¿Ganándote unas perras, Luis?
-Ostia, si es el Tomás. ¿Cómo te va? -Le dijo mientras le estrechaba la mano al mensajero y recibía cartas nuevas.
-Pues así asá... Te andaba buscando.
-¿A mí? ¿El Tomás Turbao, uno de los mejores mensajeros del Rey de Aragón? ¿Para qué? -Dijo tirando una carta y recogiendo otra el jugador.
-Toma, Pedro IV te manda esto.
Luis miró un momento el pergamino que Tomás le tendía, pero no lo agarró y siguió con la partida. Agarró una nueva carta y tiró otra boca abajo.
-Ja, ala, terminé de nuevo. Pacá esas perras. -Dijo mientras agarraba las monedas, pero la mujer le paró la mano.
-Oye, me he estado fijando, y siempre sacas las mismas cartas. ¿Acaso siempre te vienen esas?
-Si te has fijado, siempre me tocan buenas cartas, no las mismas, preciosa. -Dijo mientras se soltaba de la presa de ella. -Así que no me vengas con rencores. ¿Vale? Seamos justos. Pa mi el dinero y pa vosotros la decepción. Y si me disculpáis, voy a darme un garbeo por ahí.
Luis guardó todo el dinero, se colocó la capa, el cesto de mimbre y el escudo a la espalda y, junto con Tomás, salieron de la taberna. Era una noche fresca pero agradable, y el espadachín agarró el pergamino. Rompió el lacrado y leyó su contenido.
-Se ve que habrá una gran recompensa. ¿Sabes? -Dijo Tomás mientras miraba a Luis. -Así que... ¿Te pasa algo, Luis?
-Dice... que tendremos que ir a Inglaterra...
-¿Y? Las mujeres de Inglaterra están bastante buenas, y como no sabes inglés, no podrán decirte que no les gusta lo que les haces. -Dijo entre risas el mensajero.
-Pero... Inglaterra... ¿No es una isla...? -Preguntó aún más pálido Luis.
-Si... Ostia, es verdad... Ya no me acordaba... Pero bueno, es un mandato real, si no vas tu cabeza caerá por los suelos. -Dijo serio Tomás.
-Ya... lo se, lo se... Bueno, qué se le va a hacer... Iré pallá mañana por la mañana, hoy ya es tarde. Pasa una buena noche, Tomás.
El mensajero se despidió de Luis, y este se marchó hacia dentro de la taberna nuevamente. Cuando entró, se encontró con que los de las cartas estaban increpando a la mujer de hacer trampas.
Era una mujer bella, con los cabellos rubios y cortos, y tenía un bastón en el respaldo de la silla. Parecía a todas luces una curandera, como mucho, una bruja, pero Luis se fijó en el grande busto que tenía, y fue allí de inmediato.
-Zorra, pon todas las cartas en la mesa.
-Pero... ¿Cómo te lo tengo que decir, especie de orangután? Ya están todas las cartas. -Dijo la mujer enfadada.
-Y un mojón pa tu boca, puta. -Dijo el que antes estaba al lado de Luis. -Aquí faltan varias cartas, y seguro que las tienes tú metías donde yo me se, bruja.
-No llames bruja a la mujer que no lo es, tío. -Dijo Luis acercándose por detrás. -Yo se que ella no es bruja.
-¿Y cómo lo sabes, Luis?
-Simple, me la tiré hace dos noches y no me convirtió en sapo. ¿O acaso me ves con ancas de rana? -Dijo mientras se apartaba un poco la capa. -Y si insistes en llamarla bruja, tendré que pasarte el apodo de "Sin Poya" a tí, Benito.
El llamado Benito miró un momento a Luis y luego a la mujer, y se marchó con aire derrotado mientras que la rubia se acercaba al espadachín.
-Nunca hemos estado en la cama tú y yo. -Dijo enfadada la mujer, ahora con el bastón en la mano.
-Ya, pero... ¿A que te he salvado el culo y las tetas gracias a eso? -Dijo Luis con una sonrisa.
-En parte... si... Gracias... -Dijo la mujer, y miró a Luis. -¿Cómo puedo agradecértelo?
-Oh, entonces... ¿Eres bruja de verdad?
-Bueno... -La mujer desvió la mirada un poco, y Luis soltó su carcajada estruendosa.
-No te preocupes, preciosa. Tengo amigas que también son del gremio, así que conmigo estarás a salvo. Y para pagármelo... ¿Por qué no hacemos realidad la mentirijilla que dije?
-Pero... ¿No te llaman Luis "Sin Poya"?
-Si, pero hay ciertos "métodos" para que ese apodo sea simplemente, eso, un apodo. -Dijo mientras le pasaba el brazo por los hombros a la bruja. -Esta noche va a ser muy entretenida.
En Granada, el mensajero había llegado hasta la Alambra misma. Había una calle en particular que le resultaba especialmente tenebrosa, y, justamente, debía entrar en ella. Se llamaba "El Paseo de los Tristes", y según las abladurías, estaba llena de brujas.
Poco a poco, mientras el sol despuntaba por el horizonte, el mensajero, ahora a pie, entró en la calle, lentamente. La mayoría de las partes del paseo estaban aún en penumbra, y realmente, daba miedo pasar por allí.
Su destino, una pequeña casa al lado del mercado judío.
Al llegar allí, se sorprendió. Había tanta luz del día que parecía mentira que solo unos segundos antes estaba en la casi absoluta oscuridad. Muchos hombres y mujeres habían puesto allí su tenderete, aunque la mayoría eran todo de objetos hechos de mimbre, habían también algunas piedras preciosas y, en algunos tenderetes, extraños objetos que el hombre no había visto en su vida.
Encontró a quien buscaba nada más girar en un puesto de cinturones hechos de mimbre. La mujer estaba sola, con su bastón en la mano y con su largo vestido azul que le llegaba hasta los tobillos. Sus cabellos negros le llegaban hasta la espalda, y muchas veces le tapaban la cara.
Su cara era... extraña... tenía una belleza cambiante. En un instante era hermosa, y en otro, horrible, según se mirara.
-Doña Proserpina. ¿Es usted? -Preguntó vacilante el hombre.
La mujer se giró al mensajero y sonrió.
-Si, soy yo. ¿Que desea?
-Le traigo un mensaje del rey de Aragón. -Dijo él sacando el manuscrito de su zurrón. -Es urgente, así que tendrá que ponerse en camino lo antes posible.
-¿En camino? -Preguntó Proserpina mientras agarraba el pergamino y lo abría.
Mientras lo leía, la mujer pensaba con rapidez. Al terminar, miró al mensajero y, metiendo una de sus manos por la túnica que llevaba, dijo.
-Está bien, pero necesitaré a alguien que me lleve.
-Conmigo no cuente, yo tengo que regresar lo antes posible a Aragón. -Dijo pálido el mensajero.
Proserpina sacó la mano y la puso en la cara del hombre en un gesto tierno.
-Vamos... seguro que puedes llevarme... -Dijo con voz melodiosa, y acto segido, dijo con voz fuerte. -Me vas a llevar hasta el Rey de Aragón.
-Yo... yo... -Dijo el mensajero, y poniendo los ojos en blanco, dijo. -Si, mi ama.
Proserpina, con una sonrisa helada, sacó la mano, dejando ver la mancha roja de sangre en la mejilla del mensajero. El tendero le tiró una piedrecita a la cabeza a la mujer y, al girarse esta, le dijo.
-Joder, encima que te traigo cosas interesantes, me tiras piedras.
-Normal, no te pongas a hacer tus brujerías delante de mi tienda, coño. -Dijo enfadado el judío. -Vete a donde sea, pero no me encantes la parada. ¿Vale?
-Vale, vale. La puta, que mala ostia tienes, ni que no follaras en un mes.
El último de los mensajeros llegó hasta los Pirineos. Allí había un pueblecito pequeño y muy acogedor que aceptaba extranjeros, ya fueran franceses o de más allá, hasta que estuvieran con ánimos de volver a su país. Estaba entre las montañas de los Pirineos y entre los bosques de Francia.
Al llegar allí, se encontró con seis o siete casas, una gran iglesia y una gran taberna. El sol estaba alto, pero no hacía mucho calor en aquel momento, así que dejó el caballo en el abrebadero y comenzó a caminar en busca de su objetivo, y por supuesto, entró directamente en la gran taberna.
Allí se reunía una fauna muy extraña. Curas y ladrones comían en la misma mesa, y las putas se dejaban meter mano delante de los guardias de la justicia. Había gente de todas partes, desde españoles hasta moros, pasando por los judíos y los vascones, pero los más extraños siempre eran los ingleses, los franceses y los italianos.
El mensajero se acercó hasta la barra y preguntó.
-¿Lojirrian Storm?
-Se ha ido a tirarse a una puta al bosque. Decía que le daba más morbo hacerlo allí. -Dijo como si nada el tabernero. -Tenemos más chicas, por si te interesan.
-Puede que más tarde, primero el deber, y luego el placer. -Recitó el mensajero, y salió de la taberna.
Era un pueblo bastante bonito, pensó el mensajero, si no veías la cara oculta. Allí estaban los que no querían ser encontrados. Los bandidos, ladrones, asesinos, curas renegados, brujas, putas y espías se reunían en un lugar dejado de la mano de díos para poder vivir tranquilamente.
Se sentó al lado de una mujer bastante bella que lo miraba desde hacía un buen rato. El mensajero la miró un momento y se sonrojó. Llevaba un gran escote en el vestido rojo y una muy corta falda que no dejaba nada a la imaginación. Sus cabellos eran ondulados y castaños, y era muy atractiva.
La mujer se levantó y se sentó al lado del mensajero.
-Hola, guapo.
-Hola.
-¿De donde eres? No te había visto por aquí.
-Vengo desde la ciudad del castillo de Aragón. -Dijo mecánicamente, y después con una sonrisa de cansancio. -Estoy rebentado.
-Vaya, pobrecito mío... -La mujer se acarició la barbilla y dijo. -Mira. ¿Por qué no te quedas a dormir en mi habitación? Si vienes conmigo, no tendrás que pagar habitación, y yo soy mucho más barata que las habitaciones de este lugar.
-Es una gran idea. Más tarde te buscaré. ¿Cómo te llamas? -Dijo el mensajero con una sonrisa.
-Me llamo Estela, pregunta por mí al tabernero.
El mensajero solo asintió y se levantó. Había divisado al destinatario de su misiva.
Venía contento desde el bosque acompañado de una mujer. A la espalda llevaba una gran espada atada con un cinturón cruzándole el pecho. Su cabello era corto y rubio, y su barba fondosa y amarilla. Sus brazos podían levantar con facilidad un caballo, o al menos, un potrillo. Llevaba una peto de metal oscurecido por el uso, y un hacha en el cinturón.
-¿Lojirrian Storm? -Preguntó el mensajero.
Aún a lo lejos, el rubio miró al mensajero y, con un movimiento, sacó su enorme espada de la espalda. Se acercó rápidamente a él. Tenía toda la intención de atacarle, y el mensajero no sabía que hacer. Se detubo solo a un paso de él y dijo.
-Dime. ¿Que quieres?
-Er... ¿El señor... Storm...?
-Si, ese soy yo... ¿Que quieres?
-Verá... le traigo... esto... -Dijo mientras le enseñaba el pergamino al guerrero.
-Oh... ¿Te asusté con la espada? Perdona, tío. -Dijo riéndose y guardando la gran espada en la espalda.
Agarró el pergamino y lo abrió. De una rápida ojeada vio "Viaje", "Gran Recompensa" y "Enemigos mortales". Guardó la nota y dijo.
-Pos vale, me piro mañana por la mañana...
Pero le interrumpió un alboroto sonando desde la taberna. Ambos se giraron a mirar y se encontraron que la joven que había hablado con el mensajero estaba en el suelo, siendo desnudada por un hombre enorme y negro. El mensajero gritó un "alto", pero Lojirrian sacó su hacha, tomó impulso, y la lanzó con fuerza. El negro, que bien podría medir unos dos metros de altura, recibió el hachazo en la cabeza y lo tiró hacia atrás. Estela se levantó tambaleándose y se apoyó en el mensajero, que se había ido hacia allí. Lojirrian se acercó hasta el negro y arrancó el hacha de su cabeza, la limpió en la ropa del negro y miró a otros dos negros que venían corriendo a ayudar a su amigo.
El guerrero sacó su espadón, y al primero que se plantó delante no le dio tiempo a moverse, y le cortó el pecho con el arma con tanta fuerza que golpeó en el suelo. El desdichado cayó al suelo, con un profundo corte, mientras su amigo le golpeó con un garrote a Lojirrian en el brazo. Este miró el lugar donde golpeó el negro, miró al negro, y dijo.
-¿Pero tu eres tonto o naciste de culo? -Y mientras hablaba, sacaba el garrote con la mano y se sacudió la tierra que este le puso en el brazo.
El pobre hombre soltó el garrote y se marchó corriendo ante las risas de los de la taberna, que se habían apostado en las puertas para ver el espectáculo. Lojirrian solo guardó el espadón en su espalda y se dirigió a las cuadras.
Allí se encontró con P3g4s0 )3 4 0s7i4, su caballo alemán, de color blanco como la nieve y de crines negras como la noche.
-Hemos de darles una lección a esos tíos... Pero... ¿Donde irémos...? Bah, da igual, Vicentín me dirá donde es.
Montó en el caballo, y sin esperar a nada ni a nadie, se marchó en dirección a Aragón.
Continuará...
