Los pasos del hombre eran lentos, arrastrando consigo el peso de los años, mientras en sus manos descansaba un libro terminado ya varias veces. Un libro que no solo albergaba sus fantasías de juventud, sino un sinfín de recuerdos con todos aquellos que lograron leerlo a su lado.
Se detuvo entonces frente a un cuadro, pintado al óleo, perfecto, capaz de expresar la belleza de cada persona allí retratada. Se permitió sonreír, dulce y nostálgico, marcando las arrugas en sus ojos mientras suspiraba, intentando que su espalda desgastada y terca cediera a su petición de pararse erguido, haciendo que traquearan un par de huesos ya maltrechos y débiles.
Cerró la mano en un puño y se la llevó al corazón, como ya era costumbre desde sus trece años, cuando había ingresado a la legión luego de graduarse, en busca de esa anhelada libertad de la que ahora gozaba sin la compañía de todos sus compañeros y amigos.
Relajó su postura y paseó los dedos por los trazos suaves y descuidados que formaban la obra de arte frente a él, marcando las sonrisas de los jóvenes inmortalizados por petición suya en el lienzo que, al igual que él, había visto muchas cosas ya.
A su lado un hombre muy similar a él sostuvo su hombro en un gesto comprensivo y tierno, sonriendo con la misma dulzura nostálgica con la que su padre observaba y recordaba como consecuencia.
—Te encargaste de que fueran recordados como lo que son —le reconfortó, a sabiendas de que la mirada de su anciano progenitor expresaba la más pura tristeza y sensación de pérdida. Esa mirada que había tenido para la mujer que le había acompañado una gran cantidad de años y que había fallecido unos cuantos meses atrás—. Siempre serán nuestros héroes.
El hombre soltó una risa débil y sin gracia, girándose hacia su hijo, acariciando su mejilla y deleitándose con los rasgos que le recordaban a su fallecida compañera y a sí mismo en su juventud.
—No —le corrigió, con un deje de pesar en la mirada y en la voz—. Siempre serán mis amigos.
El muchacho no pudo sino cambiar su gesto de fingida alegría, deformando su gesto con una rapidez espantosa.
"Las sonrisas falsas pueden deshacerse en un parpadeo… las sinceras pueden perdurar más de lo que se planee".
—Perdona, yo…
—Está bien. Sé que solo quieres alegrar a este viejo —le sonrió el mayor, dando suaves golpes en su hombro para soltar el aire con agotamiento y sostener su bastón de apoyo para empezar a caminar—. Se me pasará, como siempre.
El muchacho miró al hombre canoso y mostró toda su frustración, pesadez e incluso dolor en la mirada, girándose hacia el cuadro que colgaba orgulloso en la pared del corredor. Tres personas.
Sonrió, sin abandonar el dolor de sus gestos para hacer el mismo saludo que hizo su padre, reteniendo sus lágrimas en sus ojos aún jóvenes y vivos.
—Hubiese sido un auténtico placer conocerlos —dijo a la pintura inmóvil, sorbiendo su nariz—. Por el momento me retiro. Disculpen, Mikasa, Eren.
Y así dio media vuelta para alcanzar al anciano que caminaba lento con el mismo libro en mano.
"El mundo y sus misterios" se titulaba, y en su portada un: "En caso de pérdida, devolver a Armin Arlert" escrito con trazos infantiles y simplones.
El mayor ya no lloraba. Sus lágrimas se habían secado con los años, y sus ojos azules solo mostraban la tranquilidad y sabiduría de un alma solitaria, que esperaba ansiosa el momento adecuado para unirse a todos los miembros de la legión, que ahora debían observarlo desde ese sitio al que llamaban cielo. Orgullosos de seguro.
"Las alas de la libertad, a veces no son imaginarias".
