CAMBIO DE LOOK
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso es de Rowling. La Magia Hispanii es creación de Sorg-esp.
Esta historia participa en el Reto Súper-Especial "El verano ya llegó" del "Foro de las Expansiones"
Verano de 2015
—Córtamelo un poquito más. Eso es, por ahí. Es que con este calor, el pelo me molesta un montón.
Laura, la peluquera que siempre atendían a su madre, asintió y procedió a hacer su trabajo. Amelia la observó con cierto interés desde el sillón de la sala de espera, maravillada por el manejo que tenía con la varita. Cuando alguien le preguntaba qué quería ser de mayor, Amelia no tenía la menor idea de qué responder, pero aquella profesión le gustaba. Aunque no tanto como para permanecer atenta a todo el proceso de adecentar a mamá, quien iba para largo.
Aburrida, echó mano de una revista. Si no fuera porque después de la peluquería iban a ir a comprar algo de ropa que se llevaría a los campamentos mágicos, Amelia se hubiera quedado en casa. Papá no estaba para acompañarla a la piscina, pero ya hubiera encontrado una forma de mantenerse entretenida. Soltando un bostezo, comenzó a hojear las páginas repletas de cotilleos. Por lo visto, Esteban Belén la había vuelto a liar. Se había presentado en el chalet de Jesusina de Urbique en mitad de la noche, acompañado por la prensa y gritando un montón de cosas.
Amelia sonrió. El tío Ricardo ya les había hablado de aquel incidente. Según sus palabras, el muy cretino había armado tal escándalo que los muggles llamaron a la policía e incluso tuvieron que intervenir los de Seguridad Mágica porque a algún listillo se le ocurrió sacarle la varita a uno de los agentes. Sin duda tuvo que ser todo un espectáculo, aunque al tío no le había hecho ni pizca de gracia. Los Urbique, tan esperpénticos como siempre.
Amelia bostezó de nuevo. No le gustaban los cotilleos. Le echó un vistazo a Laura, quien estaba muy concentrada rizando el pelo de mamá. Siempre decía que tenía un cabello muy moldeable y la dejaba muy guapa. Arrugando el entrecejo, decidió hacerse con uno de esos libros profesionales que uno podía consultar para ver nuevos cortes de pelo. Eran muy guays porque estaban encantados para mostrar una imagen de la persona con el peinado que le interesara.
El catálogo la mantuvo entretenida durante un rato. Descubrió que con el pelo rapado sus ojos eran enormes y verdísimos, y que con el pelo negro y estirado parecía salida de una película de terror. En cuando al rosa, lo hizo solo por probar, porque era el color de Carla y sentía curiosidad.
—¡Oh!
Estaba absolutamente preciosa. Ya llevaba un buen tiempo pensando en lo que podía hacer con su cabello y eso era perfecto. Ni corta ni perezosa, echó mano del bolso de su madre.
—¿Tienes papel y boli, mami?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Es que quiero apuntar una cosa.
No necesitó rebuscar para encontrar una pequeña libreta que su madre siempre llevaba consigo. Arrancó una hoja y se apresuró en apuntar el hechizo que servía para cambiar el color de pelo. Seguramente tendría que practicar, pero el resultado merecería la pena. Iba a ser genial.
—Mutato capillus.
El rayo blanquecino se estampó contra la cabeza de la muñeca. Durante un instante no pasó nada, pero al cabo de un segundo su pelo comenzó a cambiar de color. Del castaño al…
Amarillo chillón.
—¡ARGHHH!
Amelia ahogó el grito con un cojín y pataleó. No podía ser que le estuviera saliendo tan mal. Hasta el momento, lo más parecido al rosa que había conseguido era un morado oscuro un tanto tristón. Miró a Carla, quien la observaba con los ojos entornados desde la cama, y se fijó en el tono de su pelaje. Era lo que quería. ¿Por qué no le salía?
Aparcando a la muñeca un instante, se acercó a la cama y agarró a su mascota con decisión. Carla se dejó hacer, consciente de que la amita no tenía malas intenciones. No iba a practicar ese hechizo con ella porque jamás había hecho algo parecido. Era un amita un poco chillona, bastante pesada al ponerle lacitos y muy cuidadosa.
—¿Tú sabes en qué me estoy equivocando, Carla? —Preguntó en voz baja. Estaba claro que no quería que sus padres la pillaran—. Mañana me voy a los campamentos y quiero ir con mi nuevo look, pero no me sale. Deja que te vea bien. Eres la puffskein más bonita del mundo.
Carla hizo un ruidito parecido a un ronroneo. Sí, eso lo tenía claro. La amita no se había cansado de decírselo desde que era una cría recién llegada de la tienda de mascotas.
—Voy a probar una vez más. Si no me sale, no sé qué haré.
Amelia la dejó sobre la almohada y agarró otra muñeca. Aunque tenía muchas, con algunas ya había practicado un par de veces. La dejó sobre el escritorio, repasó las instrucciones que había apuntado en la peluquería y se concentró todo lo que pudo. Quería el pelo rosa de Carla. No tenía que estar ni más corto ni más largo, ni más rizado ni más liso, solamente más rosa. Debía ser fácil y tampoco era mucho pedir. Le iba a salir bien. Esa vez sí porque era una bruja poderosa y lista.
—¡Mutato capillus!
El hechizo golpeó a la muñeca, pasaron dos segundos y…
—¡Sí!
Había gritado. Se tapó la boca con las manos y se rió. ¡Al fin! Cierto que no era exactamente el rosa de Carla, si no un tono más pastel con algún matiz como anaranjado, pero era rosa. No le cabía la menor duda. Ahora que sabía hacerlo, sólo tendría que practicar para conseguir la perfección.
—¿Has visto, Carla? ¡Ya me sale! Conseguir tu color va a ser pan comido, ya verás.
-¿Lo tienes todo, cielo?
Amelia asintió mientras cerraba la puerta de su habitación. Llevaba la mochila colgada de un hombro, con todo lo que iba a necesitar ese verano mágicamente encogido en su interior.
-Que no se te olvide deshacer el equipaje en cuanto llegues o la ropa se te arrugará.
-Vale, mamá.
Amelia estaba impaciente por llegar a Madrid. Dio un par de pasos hacia la escalera, pero mamá la detuvo poniéndole una mano en el hombro. Estaba bastante más seria de lo normal, así que seguramente tenía algo importante que decirle.
-Quiero que lleves algo más -Dijo, conjurando una caja de compresas y otra de tampones. Amelia miró aquello con ojos desorbitados. Mamá y ella ya había tenido la charla y no terminaba de entender a qué venía aquello.
-Pero si todavía no me ha venido la regla.
-Ya lo sé, pero en octubre cumplirás doce años y puede pasar en cualquier momento. Te las guardaré en la mochila por si acaso, ¿vale?
Amelia bufó. En sus clases, tanto del cole muggle como en la schola, ya había muchas chicas que tenían el período, pero a ella no le daba ninguna envidia. De momento. De todas formas, no perdía nada por hacer caso a su madre, así que se giró para que pudiera guardar todo aquello en la mochila.
-Si te doliera, habla con el sanador de los campamentos. Podrá darte alguna poción para que te encuentres mejor.
Amelia puso los ojos en blanco y suspiró.
-Vale. ¿Podemos irnos ya? He quedado con María y no quiero que lleguemos tarde.
-El tren no se va a ir sin ti.
-¿Seguro?
Mamá la miró de forma extraña. Amelia apartó la mirada y se preguntó qué le pasaba. Impaciente, tiró un poco de ella.
-¡Venga, mamá!
Clara suspiró y finalmente se reunió con papá en la planta de abajo. Ese año había estado a punto de dar clase de Encantamientos en los campamentos. La profesora titular había tenido algunos problemas familiares que había conseguido solucionar a tiempo, así que Caradoc se había quedado con las ganas.
-Al fin bajáis. Ya iba a ir a buscaros.
-¿Ves, mamá? Vamos a llegar tarde.
-Si eso pasara, nos apareceríamos en Picos y ya está.
Amelia frunció el ceño un instante. Tampoco era una idea tan terrible, pero tenía muchas ganas de ver a María para mostrarle el nuevo hechizo que había aprendido. A lo mejor ella también se animaba y podía lucir sendas melenas rosas. Juntas, causarían sensación en los campamentos mágicos.
—¡María!
En cuanto se aparecieron en la estación y Amelia localizó a su amiga, salió pitando en su dirección. Sus progenitores intercambiaron una mirada cómplice y fueron a saludar a los padres de María, dos brujos de la provincia de Cuenca con los que habían hecho muy buenas migas.
—¡Tía, siento llegar tarde! —Tras darle un abrazo a la chiquilla, Amelia empezó a hablar—. Mi madre no hacía más que darme la brasa, ya sabes cómo es.
—No pasa nada. Todavía falta para que salga el tren.
—¿Y qué tal? Yo estaba deseando que empiecen los campamentos. Me he pasado todo el mes aburrida como una ostra, aunque he ido a la piscina algunos días.
Amelia alzó a vista un instante y sonrió para saludar a alguien.
—¡Hola, Beto!
—¡Hola, Amelia!
No se dijeron nada más porque él iba acompañado de sus amigos. Amelia localizó a sus hermanas entre la gente y vio a Babe, quien no se percató de su presencia. Le caía bien. Se acordaba de aquella vez que la rescató en Quinta la Regaleira y además siempre era simpática con ella. El año pasado había sido su monitora en los campamentos y estaría bien que también lo fuera ése. Era muy guay.
—Mira, Amelia. Es David Contreras.
El tal Contreras era un chico mayor, de unos dieciséis años. El año pasado ya había causado sensación entre las féminas de los campamentos, pero a Amelia no le pareció gran cosa. Tenía el pelo negro, los ojos claros y, bueno, la verdad es que sí era guapo, sí. Estaba claro que aquel año le había sentado muy bien.
—¡Qué guapo! —María suspiró, claramente loca de amor.
Amelia sonrió, compartiendo en parte el sentimiento. Sin embargo, seguía con otra cosa en mente.
—¿Por qué no vamos al tren? A ver si cogemos un buen sitio.
María asintió. Hubieran salido pitando hacia el interior, pero se acordaron de despedirse de sus padres. Seguro que se quedarían en el andén hasta que el tren saliera rumbo a Picos. Siempre era así.
Las dos chicas no tardaron en encontrar sitio libre. Había un grupito de niños más pequeños delante y otros chavales mayores detrás, pero nadie conocido. En cuanto se acomodaron y tomaron asiento, Amelia sacó la varita. No haría el hechizo hasta que no estuviera fuera del alcance de la vista de sus padres. Aunque mamá no le había prohibido expresamente que hiciera lo que iba a hacer, posiblemente no le haría ninguna gracia. Mejor no correr riesgos, no fuera a ser que le regañara en el mismo tren.
—He aprendido un hechizo nuevo. Te va a encantar.
—¿Sí? —María la miró con interés. Le entusiasmaba hacer magia—. ¿Para qué sirve?
—Para cambiar el color del pelo.
Por la cara que puso, la chica no se esperaba escuchar aquello.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente. El otro día en la peluquería estuve viendo uno de esos catálogos tan chulos y vi que el pelo rosa me queda genial, así que copie el hechizo que utilizan las peluqueras y he estado practicando en casa, con mis muñecas. Me ha costado un poco, la verdad, pero ya lo domino perfectamente. Te va a encantar.
—Pero —María parecía no creerse lo que estaba escuchando—. ¿Te vas a cambiar teñir de rosa?
—No es un tinte muggle. El tinte te puede estropear el pelo, pero los hechizos son inocuos. Además, si te cansas de ellos basta con un finite para volver a la normalidad.
—Pero son hechizos de profesionales.
—Ya digo que no son difíciles. Me sale muy bien. El rosa es idéntico al de Carla.
—¿Quieres ponerte el pelo como tu puffskein?
—Obviamente —A Amelia empezaban a cansarle tantos peros. Había esperado un poco más de entusiasmo por parte de María, aunque había que reconocer que su amiga no tenía nada de osada. Si alguna vez hacían cosas que se salían de la norma era porque Amelia insistía hasta convencerla—. En cuanto estemos fuera de Madrid, lo haré.
—¿Estás segura?
—Que sí, tía.
—¿No será peligroso?
—Para nada.
—Bueno —María se encogió de hombros—. Si es lo que quieres hacer.
Eso estaba mejor. Amelia sonrió y le pasó un brazo por los hombros, apretujándola un poco.
—Si quieres, te puedo poner el pelo como más te guste.
—Mejor que no —A la pobre parecía espantarle un poco la idea—. Me gusta mi pelo así, gracias.
María la observó con ojo clínico. Ciertamente el color de su cabello era bastante normal, un castaño oscuro que no llamaba en absoluto la atención.
—¿Qué me dices de unos reflejos? Algo doradito y discreto.
La chica volvió a negarse. Amelia se encogió de hombros y se dijo que ya le llegaría el momento de ser más valiente. En cuanto viera lo genial que era su pelo rosa, sin ir más lejos.
Sólo llevaban una hora en los campamentos y el nuevo look de Amelia ya había causado sensación. Había hecho el hechizo en el tren, tal y como le prometió a su amiga, y le salió estupendamente. El color era perfecto, tal y como ella quería, y María le había dicho que le sentaba bien. Amelia sabía que era sincera porque ellas nunca se mentían. Pese a haber puesto tantos reparos, estaba claro que le encantaba su aspecto.
Estaban saludando a unas niñas canarias con las que habían hecho amistad los años anteriores cuando Clara Fuentes pasó por su lado. Aunque no iban a la misma schola se veían bastante a menudo en el barrio mágico de Madrid. En los últimos tiempos se había vuelto un poco tontita y esa mañana no ocultó una mirada de desprecio dirigida a Amelia. Y tampoco bajó la voz para hacer ese comentario.
—Desde luego, hay algunas a las que el invierno les ha sentado de puta pena. ¡Vaya pelos!
Fue extraño, porque a ella esos comentarios nunca le habían molestado tanto, pero ese día se puso roja. Sintió como la fuera le subía por el pecho y se dispuso a decirle a aquella estúpida que ella llevaba el pelo como le daba la gana. Sin embargo, alguien la interrumpió.
—¡Venga, niñas! Desfilando.
Era Mencía, la otra hermana de Beto. Amelia la había tratado menos, pero también le caía bien. Si sus hermanos eran guays, ella también debía serlo. Su simpatía aumentó cuando se acercó a Clara y se la llevó a un aparte, seguro que para echarle la bronca. Le hubiera gustado escuchar lo que le decía, pero no creía que fuera a dejar que se acercara. Mencía llevaba la ropa típica de los monitores, así que seguramente estaba al cargo a algún grupito de niños.
El curso de Amelia era el último que contaba con la figura del citado monitor. Al año siguiente ya serían suficientemente mayores como para necesitar que los vigilaran. Esa idea molaba. Poder hacer excursiones por los alrededores sin nadie molestando. Cantarle las cuarenta a tipas como Clara Fuentes sin que les interrumpieran. Y hablando de Clara…
—¿Qué se ha creído esa? —Protestó, mirando a María. No tenía buena cara. Se había puesto mala en el tren y estaba un poco pálida. Seguramente no estaba de humor para poner verde a Fuentes, así que Amelia se olvidó de sus quejas y se centró en ella—. ¿Estás bien?
—Me duele la tripa.
—Venga, vamos a nuestro dormitorio y te tumbas un rato.
Debía encontrarse realmente mal porque no protestó. Era una suerte que les hubiera tocado juntas en una de las cabañitas que había junto al bosque. María caminó un poco encogida, con los brazos en el estómago. Tenía tan mala pinta que Amelia creyó que vomitaría allí mismo.
—A lo mejor podríamos ir a la enfermería —Dijo, deteniendo la marcha un instante.
—No hace falta. Me he mareado en el tren y ya. Me dormiré un rato y seguro que me pongo mejor.
—¿Seguro? —María asintió—. Si quieres voy a pedir algo de comer. A lo mejor se te asienta el estómago con unas galletas.
—No, mejor no. Quiero acostarme y ya.
Amelia asintió. Completaron el camino y llegaron a la cabaña que compartían con otras dos chicas, una andaluza y una riojana. Ellas no estaban por allí, así que seguramente habían ido a saludar a sus compañeros. De hecho, ellas estarían haciendo lo mismo si María no estuviera enferma. De todas maneras, a Amelia no le importó. Así podría hacerle caso a su madre y deshacer la maleta antes de que todo se le pusiera hecho un asco.
Lo organizó todo con cuidado, recordando lo maniáticos que eran en casa con el orden. Sobre todo mamá y Darío. Apretó los dientes al pensar en su hermano. Ya no estaba tan enfadada con él, pero seguía sin comprender por qué había tenido que irse a Australia. Después de todos los meses que estuvo en Suecia, Amelia pensó que tendría suficiente y volvería a casa, pero no. Se había marchado más lejos aún. A las antípodas. Hablaba con él cada dos o tres días y estaba muy moreno y contento, pero a ella le hubiera encantado que se pusiera moreno en otro sitio. Como en Valencia, por ejemplo. Menos mal que el tío Ricardo había organizado un viaje para toda la familia a Sidney. Ni siquiera mamá había dicho que no, y eso que era muy rara para esas cosas. Debía tener muchas ganas de ver a Darío, tantas como ella.
Mientras guardaba sus útiles escolares en uno de los cajones del armarito que le había tocado en suerte, miró a María. Se había quedado dormida. Esperaba que se recuperara pronto porque esta mala en los campamentos era de lo peor que te podía pasar. Tenían por delante un mes que sería muy especial y muy mágico y pensaba disfrutarlo a tope.
—¿Qué tal el primer día sin Amelia en casa?
Doc acababa de volver de la schola de magia. Había pasado buena parte del día organizando los expedientes de sus alumnos para enviar la información a los campamentos mágicos. Era una acción rutinaria que hacía cada año y que resultaba extremadamente tediosa.
Clara estaba en el patio interior, huyendo del calor que ese año azotaba el país. Había aumentado la intensidad de los hechizos refrigeradores y encantado la fuente decorativa que tenían en una de las paredes para que el agua fluyera suavemente. Aquel sonido siempre le había relajado. Sentada en una hamaca reclinable, con los ojos cerrados y los pies en alto, había conseguido estar realmente tranquila por primera vez en todo el día.
No quería reconocerlo en voz alta, pero tenía el síndrome del nido vacío. Sus hijos no estaban en casa. Uno se había empeñado en irse a Australia y la otra estaba Picos de Europa. Cada día más mayor e independiente. Cada vez más adolescente y menos niña. Era un fastidio que el tiempo pasara tan deprisa.
—Silencioso —Respondió aún sin abrir los ojos. Doc se acercó a ella y la besó en los labios.
—Seguro que sí.
Clara se incorporó. No tardó en localizar a Carla, mucho más espabilada de lo normal mientras alargaba su lengua rosada para beber agua de la fuente.
—¿Y tú?
—Estoy un poco harto, pero ya lo he dejado todo el orden. Me puedo olvidar de mis labores como profesor hasta septiembre.
Ese verano no tendría clases particulares. Lo había organizado todo por si acaso tenía que acudir a los campamentos mágicos, así que estaba libre. Y Clara se alegraba. Se hubiera sentido bastante sola si su marido se hubiera ido a dar clases durante todo el mes de julio.
—Así que ahora te tengo todo para mí —Comentó, pasándole los brazos juguetonamente por el cuello.
—Sí. Estoy aquí para lo que quieras —Doc la besó y le acarició un costado. Clara respondió encantada y cuando se separaron sonrió con malicia.
—Genial. Necesito a alguien que me ayude con el inventario de la tienda. Tengo que limpiar y organizar el almacén y repasar un montón de facturas aburridas.
Doc resopló de risa y agitó la cabeza.
—Yo estaba pensando en actividades más placenteras.
—Ya lo sé.
Clara lo atrajo para volver a besarle. Lo mejor de ese verano sería la intimidad que podría compartir con su marido. Desde los inicios de su relación habían estado rodeados de niños y no era mucho el tiempo que habían pasado a solas. Aquel mes sin los chicos podía ser muy especial si ambos ponían de su parte.
Por un momento pensó en detener los besos y las caricias. No habían cenado y quería mirar la página web de los campamentos para comprobar si habían colgado fotos y localizar a Amelia en alguna, pero no lo hizo. Doc estaba realmente entusiasmado con ese recibimiento y ella se encontraba muy a gusto, así que siguieron. Eran un matrimonio joven con todo el tiempo del mundo por delante. Ya haría esas otras cosas después.
Había un grupito de niñas de siete años que la seguían a todas partes. Lo hacían disimuladamente, escondiéndose en las esquinas y riéndose con nerviosismo. Amelia las miraba de reojo y de vez en cuando hacía ademán de ir a pillarlas, pero siempre les daba tiempo para ocultarse. Era divertido y demostraba que ponerse el pelo rosa había sido una idea genial.
Estaba claro que a su madre no se lo parecía. La noche anterior habían hablando por teléfono y le había dicho que hacerse eso en el pelo no había estado nada bien y que su padre estaba muy disgustado. Y realmente ella no quería que sus padres estuvieran enfadados o tristes, pero ya iba siendo mayorcita para decidir cómo vestirse o peinarse. Seguramente le esperaba una negociación muy dura cuando volviera a casa, pero sabía que tenía a mucha gente de su parte. Como Darío, quien ya le había dicho por Skype que estaba muy guapa, o el tío Ricardo y Marga.
Esa tarde de sábado no tenían clase. Habían decidido ir a buscar hadas a un claro del bosque que estaba relativamente cerca. El camino era tan seguro que no debían informar a nadie de la excursión. Amelia se había ocupado de conseguir un par de botellas de agua y un paquete de galletas y empezaba a impacientarse. María llevaba un buen rato en el baño y sus amigas canarias habían sugerido que podían tirar la puerta abajo.
—María —Amelia llamó por enésima vez—. ¿Te pasa algo?
La verdad es que en los últimos días no había estado del todo bien. Decía que le dolía la tripa y apenas comía nada. No había querido ir a la enfermería y Amelia no se había chivado a los profesores todavía. Porque una cosa era la lealtad a las amigas y otra muy distinta dejar que hicieran el tonto mientras estaban enfermas.
Pensó que no le contestaría, pero María abrió la puerta y tiró de ella para encerrarse juntas. Amelia escuchó las protestas de las otras chicas y frunció el ceño, sin entender a qué venía ese comportamiento.
—¿Qué pasa, tía?
Bastó un vistazo para comprobar que María tenía los ojos rojos. Seguro que la muy tonta se había pasado todo aquel rato llorando. Un poco preocupada, le puso una mano en el hombro y le miró a la cara.
—¿Por qué lloras, María? —No obtuvo respuesta—. ¿Es por lo de la tripa? —Negó con la cabeza—. ¿Alguien se ha metido contigo? Porque si es eso, ahora mismo le maldecimos las orejas.
—No es eso —Logró decir la otra entre hipidos.
—¿Entonces?
—Es que… Es que me ha bajado la regla.
Amelia alzó una ceja. Así que se trataba de eso. Pues tampoco era para tanto. A no ser que…
—¿Es la primera vez? —María asintió—. ¿Y tu madre no te ha hablado de eso?
—Sí que lo ha hecho, pero… —Hipó de nuevo, luchando por tranquilizarse—. No esperaba que me viniera aquí y ni siquiera tengo compresas y me duele mucho y… Sé que soy una tonta, pero no lo puedo evitar, Amelia.
—No eres tonta, tía. A lo mejor un poco exagerada.
Dicho eso, Amelia la abrazó con fuerza. Consiguió arrancarle una carcajada de risa y la soltó cuando dejó de llorar. Le dio papel para que se limpiara la cara y fue a hablar, pero sus amigas las interrumpieron.
—Si no salís ahora mismo, nos vamos.
Amelia hizo un gesto para que María esperara un momento. Abrió la puerta y les indicó a las chicas que había pasado algo, que no tenía importancia y que mejor que se fueran sin ellas. Agradeció que no le hicieran preguntas y tomó las riendas de la situación.
—No pasa nada, tía. Mi madre me dio unas compresas y unos tampones, así que los puedes usar tú, ¿vale?
—¿Tú también…? —Amelia negó con la cabeza—. Gracias.
—Después, vamos a ir a la enfermería y vamos a pedir una poción para el dolor.
—¡Ay, no! ¡Qué palo!
—¿Prefieres que te duela? —Amelia puso los brazos en jarra. María negó con la cabeza y empezó a secarse la cara—. Pues eso. Cuando estés mejor, nos daremos un paseo si quieres. O puedes llamar a tu madre.
—Sí. Eso es buena idea.
—Pero no te pongas a llorar mientras hablas con ella o la asustarás. Ni que tener la regla fuera una tragedia.
María se rió otra vez. Parecía menos asustada, más normal. Amelia salió del baño, echó mano de toda la mercancía que le había dado su madre, y se la tendió a su amiga.
—Elige lo que quieras. Yo te espero fuera.
Dicho y hecho. Salió del baño cerrando la puerta tras de sí y se sentó en su cama. La excursión vespertina se había chafado, pero iba a vivir otra clase de aventura: el paso de María de niña a mujer.
¡Qué cursi sonaba! Le estaban entrando unas ganas locas de reír.
—Entonces fuimos a la enfermería, pero unos chicos habían estado haciendo el idiota en el bosque y se habían intoxicado con unas plantas muy raras y hasta tuvieron que venir dos sanadores de San Mateo para ayudar.
Amelia hizo una pausa en su diatriba. Era domingo y sus padres habían ido a visitarla. Seguramente querían regañarle por lo del pelo, pero ella no les había dado tregua. Consciente de que no le hablarían a nadie de la historia de María, les estaba contando con pelos y señales todo lo acontecido el día anterior.
—Nos dijeron que nos esperáramos, pero entonces me acordé de Isabel. Sabéis quién es, ¿no? La hermana de Beto —Sus padres asintieron. ¿Cómo no la iban a conocer?—. Ella es mayor, así que seguro que tiene la regla desde hace mucho tiempo. Fuimos a buscarla a su habitación y fue una suerte encontrarla allí, con su hermana pequeña. Fue a tu cole, papá.
—Sé quién es, Amelia —Papá pareció divertido—. Se llama Cristina.
—Sí. Pues le dije a Isabel lo que había pasado y le pregunté si tenía una poción para el dolor. Es muy simpática, así que sabía que nos ayudaría si podía. Enseguida buscó entre sus cosas y le dio a María un vial con una poción buenísima. Se le pasó el dolor a los cinco minutos. Hasta le entró hambre y todo, así que nos comimos el paquete de galletas y ella después llamó a su madre. Por eso han venido hoy también.
Clara y Doc se miraron. Ciertamente habían llegado a los campamentos dispuestos a devolver aquel pelo rosa a la normalidad, pero la historia de Amelia les había bajado los humos. No necesitaron hablar para decirse que estaban orgullosos de ella. Había demostrado ser una buena amiga y una chica de recursos. De hecho, Doc estaba tan encantado que empezaba a verla guapa. Aquel tono de rosa resaltaba muchísimo sus ojos. Y eran aún más bonitos que su pelo.
—Te portaste muy bien, Amelia —Dijo Clara, sin poder contener el impulso de acariciarle la cabeza—. Pero ese pelo…
Cerró los ojos. Podía vivir con ese pelo. Porque rubia, morena o pelirroja, su niña era única. Una buena chica. No podía pedir más.
Fue Sorg la que eligió este verano para que Amelia comenzara con sus cambios capilares. Escribimos una galleta aquí y otra allá y así surgió esta historia. Una historia de verano cotidiana y espero que entretenida. Podéis darme vuestras opiniones en un review. Estaré encantada de recibirlos.
