Disclaimer: Todos los lugares y personajes conocidos pertenecen a Suzanne Collins.
A Johanna Mason le era casi imposible recordar cuándo tuvo a una persona en el mundo que realmente le importara, alguien a quién llorar, un solo ser que la orillada a cualquier sacrificio desinteresado.
Estaba cansada de luchar impulsada solo por el rencor, por el deseo de lastimar a quienes le hicieron daño en primer lugar; hubiera dado lo que fuera por tener un solo nombre que pronunciar en las noches eternas de sus pesadillas.
En uno de los últimos juegos, cuando compartía esas comidas con los otros mentores, Finnick, que siempre era extrañamente amable con ella, le preguntó por qué seguía. Seguro le extrañaba verla tan huraña y harta de todo, pero no lo suficiente como para dejar de vivir, o quizá se preguntaba si lo que fuera que la mantenía en sus cabales podría ayudar a Annie.
No supo qué responder, cómo poner en palabras todo lo que pasó por su mente en un minuto, pero estaba completamente segura de que a él no le gustaría que Annie viviera como ella lo hacía, y mucho menos que viera el mundo del mismo modo.
Le pudo contestar que cuando te han despojado de todo, no quedan muchas razones para sobrevivir. Que puedes darte al abandono, como muchos que conocían, Annie incluida, huyendo de los recuerdos, buscando cualquier medio, algo que les ayude a olvidar el terror, las humillaciones, el espanto de no ser más que una pieza movida por un titiritero sangriento; sin embargo, por una vez en mucho tiempo, no quiso ofender a alguien.
Ella lo tenía claro, y con eso era suficiente.
Porque tal vez no tuviera nada en el mundo, pero sí que podía escoger, y ella escogió aferrarse a su humanidad.
Sin delicadezas, nada de verle el lado bueno a una vida que solo la había pateado desde que tenía memoria.
Simplemente, estaba decidida a rebelarse contra ese destino en el que ni siquiera creía, apretar los dientes, clavar las uñas en la realidad, y vivir.
Vivir porque sabía que el simple hecho de respirar era una bofetada en el rostro de quien deseara verla derrotada.
Porque estaba consciente de que su cordura era la mejor forma de transmitir lo que sentía, que cada palabra ofensiva que muchos veían como un rasgo más de su carácter arisco era en realidad un escupitajo a los que no podía alcanzar aún con sus propias manos.
Nunca le importó lo que sus compañeros mentores pudieran pensar, el cómo la vieran o cuánto advirtieran a sus pupilos acerca de ella, y lo peligrosa que podía ser; su existencia se justificaba en el hecho de vivir y esperar.
Esperar el momento preciso, ese que debía llegar tarde o temprano para empezar a cobrar revancha, porque solo un idiota pensaría que después de pasar por todo lo que había pasado, podría quedarse tranquila sin intentarlo al menos una vez.
La idea de matar a alguien que verdaderamente lo mereciera, no a chiquillos idiotas que eran tan inocentes en todo ese circo como ella, era uno de esas razones que le permitían enfrentarse al día a día con una sonrisa. Una sarcástica, burlona, a veces cruel, pero sonrisa al fin.
Por eso, cuando Haymitch la abordó en los pasillos del Capitolio, poco antes de que se iniciara el Quarter Quell, debió sorprenderle lo sencillo que fue convencerla de unirse a su locura. Él no podía saberlo y no tenía ninguna intención de decírselo, pero llevaba mucho tiempo esperando que alguien diera el primer paso.
Porque tal vez ella nunca tendría alguien a quien llorar o extrañar, como los otros, o un amigo que se preocupara por si regresaba viva o no, pero se lo debía a sí misma, y después de lo que le había costado mantenerse con vida y cuerda, hubiera sido una estupidez desperdiciar la oportunidad.
Después de todo, le gustaba su vida, pero no le molestaría en absoluto enfrentarse a la muerte y perder, si conseguía con ello obtener algo que muchos habían olvidado: Justicia.
La dignidad jamás la había perdido.
