Era una noche fría.

Era una noche fría en Shell Cottage, y Hermione deambulaba afuera de la vieja propiedad, luego de dejar a Ron y a Harry en la sala, a la luz de velas, buscando soluciones en voz baja.

El tema era grave, pero Hermione se había retirado, disculpándose al decirles que necesitaba aire fresco… Ellos le pidieron que no se alejara demasiado, y los tranquilizó respondiendo que solo necesitaba caminar un poco.

No les dijo que desde hacía unas horas la acosaba una leve fiebre… Era esporádica. En Shell la habían cuidado bien, pero la fiebre volvía. El acceso más reciente fue durante el sepelio de Dobby, cuando sintió un repentino frío, seguido por una onda de calor, como si fuera culpa de la tarde ardua.

En el cementerio se limitó a que Ron la abrazara, pues el malestar fue agobiante, aunque guardó la compostura. La fiebre desapareció, pero luego de hablar con Griphook, la dolencia volvió. Desde hacía un rato tenía las sienes acaloradas.

Y ese dolor de cabeza… Pensando que el aire fresco la ayudaría, Hermione caminaba por los terrenos resecos. Padecía un malestar insidioso, agazapado, esperando el momento de atacar, como ahora.

Era efecto de las torturas de Bellatrix.

Hermione prefería callarlo. Suficientes preocupaciones vivían, pensaba ella al andar por los prados estériles, como para aumentar los problemas con hablar de sus malestares. Se decía que lo suyo era muy pequeño en comparación con lo que estaba en juego. Pero le enojaba sentirse enferma. Confesarlo le era poner en duda su fortaleza y peor todavía, era admitir que desconocía cómo resolver un problema.

No deseaba ser una carga, mas su temperatura en ascenso le hacía sentir los ojos pequeños y las mejillas encendidas, cuando tras un árbol tomó de su alforja, un pequeño frasco rotulado como Díctamo. Lo abrió y olisqueó pues, aunque no dejaba un cabo suelto, necesitaba comprobar la leve nota a almendras.

Sí, olía lejanamente a almendras, señal de que el ingrediente añadido continuaba activo.

Se lo aplicó en las cicatrices de los brazos, que no terminaban de perder el tono encarnado. Las frotó con el díctamo, levemente, con gesto obstinado en los labios. Claro. ¿Qué sabía Harry? ¿Creía que a ella, a ella ni más ni menos, le iba a esconder exitosamente el libro anotado por el Príncipe Mestizo? Ni en sueños. Harry jamás se dio cuenta que ella lo tuvo en su poder durante una hora.

Hermione amaba a Harry como a un hermano, pero en el fondo se sentía más lista que él. Por eso se solazaba, soberbia, de haber podido consultar aquel ejemplar tan útil a Harry para hacer trampa y lograr lo que no habría podido solo. Qué falta de ética, se dijo de nuevo, experimentando grato alivio con el díctamo, mejorado con respecto al tradicional.

Fue ese libro, que ella aprovechó mejor que Harry y que habría sido más útil de haberlo tenido ella, lo que le permitió mejorar el díctamo. Gracias a identificar un ingrediente en las anotaciones a mano, y relacionarlo con indicaciones en otras páginas, supo que podría usarse en forma medicinal (y teniendo poco tiempo para lograrlo, se dijo con orgullo) por lo cual, había incorporado a la poción tradicional, un preparado de hojas augustas.

Hermione suspiró al detenerse el latido doloroso de las cicatrices,. Dos aplicaciones más y cero molestias, calculó. Y pensó que necesitaba conseguir más Augustifolia antes de asaltar Gringotts, pues mejoró el díctamo por aquel entonces en previsión de futuros peligros. Y todo indicaba que se acercaba lo más grave, por lo que acababa de oír.

Se acomodó la ropa, guardó el frasco en la alforja y siguió andando hasta que llegó a una pendiente. Iba aliviada, pero no cómoda, pues la fiebre, escasa y todo, le molestaba en los ojos. Leves punzadas le insinuaban que la jaqueca empeoraría. No parecía grave, pero podía ser muy inconveniente si necesitaban contraatacar o cuando menos, correr.

Andando entre tierra reseca, enlodada a tramos, Hermione bajó entre árboles espaciados hacia un lago con reflejos de luna. Los sonidos de Shell Cottage llegaban amortiguados.

Y todo ruido dejó de escucharse, excepto el viento frío, que aumentó en Hermione su sensación de fiebre… La debilidad aumentaba, también las décimas de temperatura, y tuvo una punzada en la cabeza. ¡Quién sabe qué mal le dejó aquella sucia arpía!, se dijo. La Gryffindor decidió regresar al Refugio.

La subida fue dificultosa. Suspiró, masajeándose las sienes, y se dijo que la varita que usaba no le iba a servir del todo si necesitaba el hechizo de Aparición. En eso, el viento corrió más fuerte.

Y con el viento llegó presta, haciéndola girar a todos lados con asombro, una oleada de luciérnagas que desprendían brillos vivaces, volando libres.

Las luciérnagas brillaron en torno de Hermione, quien las siguió moviendo la cabeza en su ir y venir, al rodearla y elevarse un poco, desprendiendo tenues resplandores, para luego ir en dirección al lago.

Su vista las siguió en el fresco de la noche, en el marco de los altos árboles, hacia una franja de luz de luna sobre el agua, y entre el lago y ella…

… descubrió a una alta figura encapuchada, que la observaba...

Las luciérnagas se dispersaron, dejando aquella silueta.

A todas luces era un mortífago, y sobresaltada, con las huellas frescas del miedo y del dolor, la castaña tuvo el impulso de correr o defenderse, pero eligiendo lo último tomó la varita y apuntó brusca hacia el desconocido.

El llegado incógnito, cubierto por una larga túnica y capucha negras, alzó las manos a la altura de la cara, lento.

—¿Qué buscas? –le gritó Hermione, furiosa.

En respuesta, el desconocido le tendió una mano, con la palma hacia arriba.

Hermione dio un paso atrás, con ira y nerviosismo, apuntándole. El gesto conciliador del sujeto no la convencía, pero ella estaba muy lejos de Shell como para pedir apoyo; no se escuchaba un ruido y no la oirían, todavía afónica por las voces dadas en casa de los Malfoy. La fiebre le ceñía la cabeza. Iba a lanzar una maldición a aquel sujeto desarmado.

Las luciérnagas volvieron, encendiendo sus puntos dorados alrededor de Hermione, que las siguió de reojo un segundo, con su tenue misterio en la noche fresca, llamándola a la calma.

Las luces rodearon también al desconocido, quien avanzó lento hacia ella, tranquilo, pero con determinación. Dando otro paso atrás entre los brillos, Hermione no lo notó amenazante, sino lleno de una decisión calma, urgente; un poco imperativo y sin embargo, con el sentir que expresaba su mano hacia ella. No vengo a hacerte daño. Ven.

La castaña dudó, pero se reafirmó en el suelo y, lista para lanzar un hechizo, se dio cuenta que el desconocido llevaba una varita... Súbitamente se tildó de torpe. Él se le acercó para atacarla. Hermione no lo vio tomar la varita, ni alcanzó a reaccionar, pues un rayo azul brotó en chispazo insonoro, sumándose al brillo de las luciérnagas.

Hermione distinguió el pase del desconocido con la varita, en forma de ocho, y oyó lejanamente el conjuro.

La luz azul venida del extraño se alargó y tocó la sien izquierda de la castaña.

Hermione pensó que había cometido un error irreparable, un descuido de repercusiones inimaginables, cuando perdió fuerzas y se mareó, pero la sensación que experimentó la contradijo: un tremendo alivio.

Un bienestar la cubrió de pies a cabeza, restándole fuerzas, causándole un gesto de desconcertado placer y un resuello al liberarse de un peso. Soltó su varita y alcanzó a ver que ese rayo azul le había extraído de la sien, un pequeño objeto semejante a un trozo de metal irregular, que se esfumó.

Hermione cayó de espaldas.

Como el rayo, el encapuchado estaba junto a ella, recibiéndola suavemente en brazos, para que no se golpeara contra el suelo.

Sosteniéndola, firmemente se sentó al pie de un árbol, sobre la hojarasca, permitiendo que la chica cerrara los ojos, recuperándose en repentino descanso, recobrando el ritmo natural de su respiración.

Hermione abrió los ojos, sin asomo de fiebre, ni dolor de cabeza. Se sentía más fuerte. Asombrada como nunca, quiso saber quién la ayudó, pero el rostro en la capucha se ocultaba en una sombra artificial.

—¿Quién… eres? –preguntó ella, suavemente.

Él no respondió; sin embargo, su protegerla decía algo… Hermione tenía la cabeza en un brazo de él y una palma del desconocido sobre su muñeca… y él vibraba. Un poco.

La castaña percibió en él, en su tocarla en forma protectora, en su anonimato, una emoción contenida… Ni una presión más allá de cuidarla. Pero sí emoción de tocarla. En su inclinarse a la chica, para mayúscula sorpresa de Hermione, hubo un aire de mudo sentimiento.

—Me curaste –le dijo ella–. Ese objeto de artes oscuras quedó en mi organismo cuando me torturaron, me enfermaba y creo que se habría vuelto grave… ¿Cómo lo supiste? –su mirada emocionada deseaba saber qué escondía la capucha–. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

Ella intentó traspasar el velo de sombra… No era únicamente asombrada gratitud lo que rompía sus barreras habituales. Eran sensaciones comunicadas por los brazos del desconocido, su conmoción notoria por tenerla cerca, aquella sugerencia de estar ahí por interés en ella.

Hermione llevó una mano a la sombra dentro de la capucha.

Él la detuvo y tomando su mano, la oprimió lentamente contra su tórax, cubierto por la túnica.

Las luciérnagas volvieron a volar entre ellos, rodeándolos de pequeñas estrellas, Hermione con gran emoción y el encapuchado contemplándola, acercándosele en silencioso sentir que se traducía en su manera de abrazarla.

Le soltó la mano, que ella le dejó en el tórax.

Y entonces él le tocó el rostro.

Hermione se sorprendió, con expresión de dulzura cuando el desconocido le pasó un índice, delicadamente, por una mejilla.

En sobresalto, insistente, ella introdujo una mano en la capucha, y aunque sintió sumergirla en una sombra líquida, recorrió brevemente el dibujo de unas facciones firmes, pero de nadie conocido. Nada le hizo identificar a alguien de Hogwarts o de los sitios donde había estado… Maravillada y trastornada por lo que esto significaba, nada dijo cuando el índice de él bajó a los labios rosas de ella, y con dos dedos, le tocó el mentón, con delicadeza.

Fue una caricia.

Fue una caricia que cambió la mirada de Hermione, al notar que ese contacto era por admirar sus facciones, por considerar exquisitos sus rasgos.

Y el toque, y la emoción de él, a la luz de las luciérnagas y a la luz del silencio, fueron los de un enamorado.

Dejándose llevar por el momento inusitado, inesperado, Hermione trató de desentrañar la identidad del desconocido, y aunque no lo logró, comprendió los motivos de él.

En brazos de aquel extraño, Hermione entendió que su haber llegado a curarla, su toque, fueron como si él callara de mucho atrás... Como si se hubiera silenciado voluntariamente y estuviera acostumbrado a silenciarse, pero no pudiera acostumbrarse a no sentir. Como si le fuera imposible no sentir y por esa razón viniera de un lugar lejano, arduo, pensando en ver a alguien en quien pensaba mucho…

a ella.

Un encapuchado que llegó rompiendo las normas, sabiendo en su fuero interno que la vería esa única vez. La única vez que la tocaría. Una, y no más. Por la fuerza de los hechos, porque así solía ser con él. Porque si no lo hacía ahora, no lo haría nunca. Y porque nunca podría decirle lo que sentía. Era alguien venido de otro mundo para encontrarla.

Había venido forzando la situación por este instante de cuidarla.

Hermione percibió horas de él, desconocidas para ella… Era inaudito y la Gryffindor se sorprendió como nunca. Percibió en él un sentimiento que nunca había esperado nada, ninguna retribución. Ni siquiera ser conocido por ella.

En la sombra de la capucha y en las luces de las luciérnagas, Hermione distinguió un par de ojos envueltos en oscuridad, dotados de un brillo que permitían ver una aceptada distancia. Pero que le decían cuán importante era ella, Hermione, para él.

Y aunque este momento era un cuadro efímero, la cercanía impuso su ley. En él, tenerla tan cerca abrió un dique. En ella, la proximidad liberó una marea creciente. Se acercaron uno a otro.

Hermione no pensó en nada. Olvidó todo.

La presión del futuro incierto, la necesidad de no perder esta revelación, y el placer que le daba aquel abrazo, la perdió.

La perdió el saberse amada en secreto.

Y llevada por su corazón, le rodeó la nuca con los brazos… Él, seguramente sin haberlo buscado, la abrazó y atrajo hacia sí.

Se besaron en la boca, con repentina entrega, con fuerza, con intensidad, apretándose, acariciándose los labios con deseo, entre jadeos y brillos de luciérnagas, besándose con entrega mutua, con necesidad, con deseos de más, sin importarles entender, sin mayor razón que el haberse encontrado.

El beso fue largo, y a pesar del súbito deseo que los hacía respirar rápido, Hermione experimentó en ese beso, la ternura e igualmente una caricia de amor.

¿Quién eres?, pensó Hermione, frunciendo el ceño, desconociéndose por completo, pero sabiendo que cuando llega el momento, nadie sale de él como el mismo de antes.

Se separaron, jadeando.

—¡Debo saber quién eres…! –exigió ella, con urgencia repentina, tomándolo de los hombros.

El desconocido le contempló la boca. La voz era desconocida, quizá modificada por su máscara de sombra.

¡No importa que no sepas quien soy! –susurró el extraño– ¡Yo no volveré. Me basta con haberte besado…!

Se levantaron, tomados de la mano, y él la soltó y fue al lago, a paso vivo.

—¡Dime tu nombre! –pidió Hermione, con apremio, de pie.

Él se alejó unos pasos y giró a ella, casi implacable, atravesado por la urgencia de quien debe partir y desea resumir en breve tiempo.

¡Mi nombre es Nadie! –respondió–. ¡Soy una sombra! ¡No pienses en mí. No me recuerdes! ¡Te amo, Hermione Granger! ¡Pero yo nunca existí para estar contigo en ninguna hora!

Dio vuelta y se alejó rumbo al lago de luna. Los árboles eran testigos mudos de su encuentro. La castaña insistió, temiendo no verlo más:

—No, ¡espera! –ella alzó la voz– ¡Al menos dime….!

Mas el mago desapareció en nube de noche, en revuelo de luciérnagas que dejaron a Hermione conmocionada, con una flecha en el corazón.

Y las luciérnagas brillaron en eco:

"¡Yo te amo…!"