CAPíTULO 1: ENERO
Pocas veces había pasado por casa en los últimos tiempos. Ni siquiera el día del funeral del que se proclamaba oficialmente como mi padre. En cuanto acabó aquel acto deplorable, de pantomima asfixiante, Wilson y yo pusimos tierra de por medio sin decir esta boca es nuestra. Balance: Silencio y un cristal roto.
Sorteé la Navidad poniendo la excusa más burda, la que ella esperaba. Tengo guardia, le dije, y mi madre fingió que me creía. Como tampoco se dio por aludida cuando se produjo mi ingreso en Mayfield. No la había visitado desde que salí, ni ella había hecho ademán de querer verme el pelo. Pero era evidente. El encuentro era ineludible; uno de los buenos propósitos para el nuevo año: Convertirme en el buen hijo que nunca tendrá.
Por eso ahora se me hace raro pasear por el salón mientras la oigo trastear en el piso superior, en la que había sido mi guarida hasta que huí de allí por imperativo vital. Blythe House hace honor al apellido. Se mueve por impulsos de pura estrategia. Me priva de su compañía para preservar mi intimidad, a sabiendas de que escanearé con mi radar de resentimiento todas las cosas que finjo que no me importan. Paso a paso, milímetro a milímetro. Porque sí, no me importa admitirlo, lo hago aunque no lo deseo ni lo pretendo. Mis ojos se van posando, acusadores, hacia todo lo extrañamente familiar. Me fijo en las pinturas de la pared: Magníficas reproducciones del impresionismo europeo, grabados japoneses exquisitos, y en medio de todo, presidiendo el aire, un autorretrato del marine.
Posa con su uniforme de gala, luciendo toda la sarta de condecoraciones en su pechera: Un muestrario de tamaños y colores. Casi en posición de firmes, erguido y serio hasta el extremo. Impecable, sin dejar entrever lo que se le pasaba por la cabeza, como si de una instrucción militar se tratara. De ese modo, el lienzo, que en realidad tenía que ser un regalo, se convirtió en otro deber. Sus músculos, pétreos como su alma, también permanecen estáticos. Y sin embargo, la imagen no causa rechazo. Muy al contrario, le da, porque lo tiene, un aspecto recio, varonil, en absoluto severo. Mis ojos confrontan con los suyos y, adondequiera que me mueva dentro de la enorme estancia, me siento inevitablemente observado.
- ¿Qué miras? - me sobresalto. La voz de mi madre ha interrumpido mis divagaciones.
- ¿Cuánto tiempo hace que estás ahí? - repliqué sin querer conocer la respuesta.
- Yo he preguntado primero – dijo ella sonriendo.
- Siempre es más fácil confesar el pecado que el pecador.
- Claro... - admitió, mientras se sentaba al piano.
Sin prisa pero sin pausa comenzó a ejecutar una de las Variaciones Golberb, de J.S. Bach. Sin dejar de mirarme, sabiendo exactamente lo que estaba pensando. Con ella no cabía el disimulo, de modo que me acerqué y me acomodé a su lado.
- Seguías tocando para él – comenté entre decepcionado y sorprendido.
- Continúo haciéndolo – precisó mi madre, justo al terminar la pieza.
Me dejó solo. Suerte que tengo un congreso médico a mediados de mes, no tendré que devanarme la cabeza demasiado para poner tierra de por medio cuanto antes, me dije. Mi propia faz se reflejaba en la madera oscura y noble del Sauter. Tecnología alemana pura y dura que mi padre había hecho importar desde la región bávara para darle una sorpresa a su esposa.
Cuando era niño me permitían tomar mis clases en él, pero nunca lo tocaba sin permiso. Lo consideraba como un bien demasiado precioso y no me creía digno de poder disfrutarlo. Antes y ahora.
Mis manos temblaban demasiado como para siquiera hacer sonar ese condenado instrumento pero, haciendo un esfuerzo ímprobo, lo logré. Suspiré y acaricié las teclas sin mirar. Con la vista clavada en el hombre que colgaba del tabique para la eternidad, inamovible como un ahorcado de última hora. Tal vez no era demasiado tarde para que escuchara todo lo que no quise o no pude decirle de viva voz. Al fin y al cabo, las notas musicales hieren menos que las palabras.
